En la nota anterior señalamos que el modelo de la globalización neoliberal sigue su avance, detrás del rodillo compresor representado por la acción político-militar que Estados Unidos lleva adelante desde Groenlandia hasta el Asia Central. ¿Significa esto que el proyecto del “capitalismo del desastre” es una fatalidad? ¿O su carácter no es tan irrevocable como parece en un primer momento? Cuando agradecíamos a Brasil y Venezuela como factores que de alguna manera podían frenar ese avance en nuestra región y salvar a Argentina de su propio desconcierto, estábamos implicando que ese destino no es inexorable, y que puede ser corregido a través de la formación de bloques regionales que sean capaces de resistir el envite neoliberal (o globalizador neocapitalista, como quiera llamárselo), por medio del salto hacia una nueva concepción de lo nacional, que no se quede en la existencia de unidades étnicas dispersas, sino que busque fusionar los conglomerados que arrancan de una misma base cultural y comparten la posibilidad de fundar una fuerte autarquía económica, poniéndolos en condiciones no sólo de aguantar el choque sino de erigirse en factores de una remodelación del mundo concebida de acuerdo a normas algo más justas y equilibradas que las que existen en el presente.
La urgencia de apelar a este tipo de configuraciones regionales se pone de manifiesto con dramatismo por estos días, cuando se hace evidente que el proceso de gradual empobrecimiento desencadenado por la experiencia neoliberal a principios de la década de los ’80 y la crisis de la deuda, nos está acercando a un abismo. Tres factores son decisivos para la supervivencia de la civilización y todos ellos están comprometidos por la avidez irresponsable de un sistema capitalista que, en la concepción de la escuela de Chicago y de los “friedmanitas” que lo empujan, no reconoce ni puede reconocer trabas que se opongan al libre funcionamiento del mercado. La crisis simultánea en materia de alimentos, agua y energía está golpeando con fuerza a las zonas subdesarrolladas del planeta y, sumada a la crisis del Estado –reducido al papel de agente ejecutivo de políticas inspiradas por los grandes conglomerados financieros, por el complejo militar-industrial y por los lobbys que los sirven como grupos de presión- configuran un escenario que es ya catastrófico, pero que puede serlo mucho más en el porvenir.
Tanto la crisis alimentaria como la suba del petróleo son en gran parte consecuencia de la especulación irresponsable practicada por los conglomerados que apuestan sobre las ganancias a futuro. Al petróleo le falta mucho para acabarse, pero agitar la perspectiva de su agotamiento sirve para estimular una carrera en los precios de la cual algunas fuerzas se benefician. En el mismo bucle económico-financiero engarza la crisis alimentaria, pues la perspectiva del agotamiento de los combustibles fósiles desencadena la carrera por la producción de biocombustibles, donde juegan su partida también otros conglomerados –o quizá los mismos- que destinan superficies cada vez más grandes de tierra cultivable para producir alimentos, al cultivo del maíz y la soja con miras a producir etanol. El resultado: la progresiva reducción en la producción de alimentos.
La maximización del beneficio como principio rector de la vida económica campea por sus fueros. Como consecuencia de ello, miles de millones de personas en el mundo entero ven sus vidas en peligro. Los procesos de reestructuración social y económica, concebidos en frío desde gabinetes corporativos que no son responsables ante nadie, y ejecutados por agentes gubernamentales y militares detrás de una movible pantalla comunicacional que se esfuerza por disimular naturaleza de las crisis apelando a los pretextos del terrorismo, el narcotráfico y “las guerras de civilizaciones”, están en pleno desarrollo. En Argentina y en América latina los conocimos a fondo. Las “ingenierías de empresa”, llevadas a cabo sobre el cuerpo vivo de un plantel de operarios o empleados, han volcado su efecto sobre el conjunto del planeta. Tal vez este sea el único “efecto derrame” que los propulsores de las teorías de Milton Friedman pueden poner en escena.
¿Cómo oponerse a esta marea destructora? La búsqueda de configuraciones regionales en las que se luche por reconstituir el Estado y se practique una defensa efectiva de los intereses de la población es un presupuesto básico para sobrenadar ese torbellino y evadirnos de él. Que esto se haga de acuerdo a parámetros que consideren la expropiación económica de los agentes locales que en el Tercer Mundo fungen a modo de burguesías “compradoras”, es un dato inexorable; pero, conviene añadir, ese recorte no debe acarrear la expropiación política de otras fuerzas que no se vinculan a esa franja concentrada de poder, aunque tengan concepciones diferentes a la de los gobiernos que tramiten el cambio. Sólo a través de una polifonía ideológica, en efecto, se podrá evitar el riesgo de anquilosamiento que caracterizó a muchas experiencias revolucionarias en el pasado y que remató en una pasividad y una indefensión intelectuales que abrieron el espacio a la propaganda –engañosa, pero efectiva- del sistema vigente, cuya fachada exhibía y sigue exhibiendo los rasgos tentadores de la civilización del consumo aunada a una aparente heterogeneidad del discurso. La fragilidad que en última instancia exhibió el comunismo devino, en gran parte, de esa incapacidad para mantener una tonicidad política y del consiguiente apartamiento de las masas respecto de gobiernos que, sin embargo, de alguna manera las protegían del huracán devastador del neoliberalismo. Aunque no se explique nunca que ese consumo tan seductor es la contrapartida de una concentración económica cada vez más grande y de la dispersión de la miseria sobre capas cada vez más amplias de pueblo, su eficacia como vidriera publicitaria no puede ponerse en duda.
Pérdida de contacto con la historia
La política tiene oscilaciones que no suelen ser tenidas en cuenta por la opinión masiva, intoxicada por la desinformación que se desprende desde los medios de comunicación y por el desasimiento de la noción de historia, en gran medida inducida por la aceleración tecnológica, que hace que perdamos el contacto con las raíces y que nos veamos proyectados a un futuro que, aparentemente, nada tiene que ver con lo que se viviera en épocas pasadas.
No es así, desde luego. El pasado y el presente se entremezclan y la actualidad está rigurosamente fundada en lo que se ha vivido en épocas anteriores. La actual agresión imperialista contra la periferia de la humanidad – aunque esta expresión, periferia, está exponiendo desde el vamos una concepción eurocéntrica y por lo tanto de alguna manera colonialista- no es sino la renovación de un envite que viene de muy atrás y se asocia a la expansión de Europa a partir del siglo XVI. Esa expansión fue retomada y está siendo llevada a su culminación por Estados Unidos, que de alguna manera asume y extrema los rasgos del imperialismo occidental, de acuerdo a normas que exhiben toda la brutalidad y al mismo tiempo todo el atractivo de una civilización plebeya, capaz de imbuir a su mensaje con la apariencia de un individualismo democrático.
El siglo XX signó la puesta en tela de juicio de esta estructura colonial. Occidente y el capitalismo, verdaderos motores de la historia durante los siglos pasados, no pudieron evitar ni sus rencillas intestinas por la hegemonía sobre el resto del mundo, ni la insurgencia de gran parte de este, al cual habían trasvasado, en cierta manera de forma involuntaria, lo que hay de más intrínsecamente progresivo en su naturaleza: la aptitud para poner todo en tela de juicio y para promover el cambio. El choque entre los imperialismos alemán y anglonorteamericano abrió una brecha que fue aprovechada por los países emergentes para sacudirse las cadenas. En este proceso, la existencia de un poder alternativo, la Unión Soviética, que se oponía al bloque occidental y se afirmaba sobre bases económicas distintas, permitió que durante un tiempo esas experiencias prosperasen, bien que no sin sacrificios ingentes y con errores de bulto.
Una línea horizontal
El choque entre Occidente y el resto del mundo no se verificó rigurosamente de acuerdo a líneas que respetasen la vertical, sino también siguiendo parámetros transversales. El Norte desarrollado se opuso al Sur sumergido. En la poética de los puntos cardinales esto no se reflejó de manera cabal; como en Kipling, se siguió pensando en términos de Este y Oeste, de Oriente y Occidente.
No fue sino hasta después de la segunda guerra mundial que se descubrió que “el Sur también existe”. De cualquier manera, a principios del siglo XX la expansión europea había empezado a tropezar con barreras. En 1905 el Japón, que había asimilado la tecnología occidental y que, en razón de su peculiar configuración social que asociaba a la casta guerrera con el Emperador, había centralizado “prusianamente” el Estado nacional, derrota a la Rusia zarista, por entonces una potencia europea. Su ejemplo no se reproduce de inmediato, pero en el período de entreguerras China e India conocen la expansión de poderosos movimientos contestatarios de la opresión colonialista, y otros fermentos del mismo tipo bullen en el corazón del mundo árabe, en América latina y en el sudeste asiático.
La segunda guerra mundial brinda la ocasión para un renuevo insurreccional que esta vez termina con las formas clásicas del colonialismo. Japón es el vector –en parte voluntario, en parte involuntario- de este cambio. Su colisión con las potencias occidentales barre a estas en pocos meses de enclaves que guardaban desde hacía siglos. La autoproclamación de Japón como campeón del Asia sometida es a medias veraz, pues, en China al menos, su conducta es desaforadamente imperialista; pero en el resto de Asia el espectáculo de la serie de victorias con las que barrió de un papirotazo esas presencias detestadas, rompió el mito psicológico de la intangibilidad de las potencias occidentales, que en definitiva sólo pudieron volver a caballo del poderío norteamericano y ello por muy corto tiempo, pues en unos cuantos años las revoluciones coloniales las habían desalojado.
Estados Unidos recogió o intentó recoger la herencia, aunque a su vez tropezó con resistencias enconadas y debió dar marcha atrás en al menos un par de veces: frente a China y en Indochina. De cualquier modo consolidó su presencia y, a partir de la implementación arrolladora de la “revolución neocapitalista”, favorecida por la progresiva desintegración de la URSS, lanzó una ofensiva que durante un tiempo pareció invencible contra la periferia mundial, en nombre de una globalización que acarreaba la transferencia de las decisiones de la política global a organismos elitistas y ajenos a cualquier decisión o inquisición popular –el club Bidelberg, la Comisión Trilateral, el G8, el FMI, el Banco Mundial y los aun más oscuros reductos enquistados en las bolsas de Chicago, Nueva York y Londres-, desde donde se tomaban las decisiones macroeconómicas que involucraban a miles de millones de seres y cuya responsabilidad se difuminaba en el anonimato.
Hoy esta constelación oculta se ha lanzado a manipular los precios de las commodities esenciales para el sostenimiento de la vida humana. El estallido de insurrecciones populares contra el aumento de los productos de básica necesidad en el mundo entero –incluidas porciones del mundo desarrollado, donde el faltante de combustible amenaza la comodidad de los modos de vida- es indicativo de que nos estamos acercando a una crisis de gran magnitud. Si la provisión de agua, combustible y alimentos no es objeto de intervención gubernamental y se la deja sometida a la especulación financiera, no va a pasar mucho para ingresar a un torbellino frente al cual los conflictos que devastan actualmente al Medio Oriente van a ser un juego de niños.
La conformación de polos resistentes a esta transformación catastrófica será decisiva para resistirla. En los países del hemisferio sur comienzan a surgir nucleamientos que hasta hace poco parecían improbables. En América latina, con el Mercosur, por mucho que le falte a este para consolidarse, se han dado pasos gigantescos, impensables hasta hace unos años. No es absurdo por consiguiente pensar en la gestación de un Cono Sur integrado, que realice la proposición geopolítica de la condición bioceánica como expediente para substraerse a la dictadura de los grandes monopolios y para comerciar con libertad a escala del planeta. Como observa el chileno Pedro Godoy, Chile y Argentina disponen asimismo del Hinterland que supone la Antártida y están en inmejorables condiciones para irradiar su influencia sobre ese continente inexplorado. Si no ceden a las intrigas imperialistas que intentarán ponerlas una contra la otra, sus oportunidades son enormes.
Los “tigres del Sudeste asiático” se están sacudiendo las rémoras de los desastres que les causara el seguimiento rígido de los consejos del Fondo Monetario Internacional; India crece a pasos agigantados y China cuenta con una increíble tasa de desarrollo del 10 % anual. Rusia a su vez está emergiendo de la infame decadencia en que la sumiera el período Yeltsin. Las cosas empiezan a complicarse para el sistema. Pero quizá por eso mismo quepa esperar que este redoble su ofensiva.
Las oportunidades están ahí. La cuestión es disponer de dirigencias que sepan aprovecharlas. Perforar la cordillera de los Andes con túneles y extender un ferrocarril que una el Atlántico con Pacífico, cruzando Argentina y Chile; construir el gasoducto sudamericano que desde Venezuela llegue a la Argentina cruzando Brasil, atraer y consolidar los vínculos que unen a las naciones mayores con las menores en Sudamérica, son opciones están lejos de resultar utópicas. Aunque este es o será el argumento que exhibirán, con suficiencia, los profetas de la dependencia. Estados Unidos, sin embargo, se construyó a sí mismo con este género de perspectivas. ¿Por qué no hemos de plasmar una aspiración semejante, si con ella en cierto modo nos va la vida?
La conexión con la historia, la revisión del pasado de acuerdo a sus reales determinaciones y no según la leyenda edulcorada o melodramática, pero casi siempre maniquea, que nos da su versión oficial, será requisito básico para esa conquista. Ello implicará vernos en una conexión dinámica con el resto del mundo, en la cual sepamos discernir y poner el nombre a quienes han sido y siguen siendo los poderes dominantes de afuera, y los cómplices y traidores de aquí que los han servido y siguen haciéndolo en el presente.