El resultado de las elecciones en Francia deja incógnitas interesantes. El presidente Nicolás Sarkozy ha sufrido un impacto duro y sus posibilidades de éxito en la segunda vuelta se han tornado vidriosas. François Hollande, el candidato socialista ha partido en punta, con el 28 por ciento de los votos, seguido por Sarkozy a apenas un punto de diferencia. El golpe de efecto, sin embargo, ha corrido por cuenta de la extrema derecha (o, si se quiere, de la derecha radical) del Frente Nacional encabezado por Marine Le Pen, que sobrepasó el 18 por ciento de los sufragios. El Frente de Izquierda, liderado por Jean-Luc Mélenchon, anduvo por el 11 y pico por ciento, mientras que centristas y ecologistas recolectaron cifras muy inferiores de votos.
El balotaje se dirimirá entre Hollande y Sarkozy. La cuestión consiste en saber cómo se comportará el voto del Frente Nacional. El de Mélenchon no ofrece dudas, dado que el candidato del Frente de Izquierda llamó a respaldar sin reparar en cálculos ni mezquindades al candidato socialista: el primer deber que se plantea Mélenchon es desalojar a Sarkozy del poder. La conducta de los votantes del Frente Nacional es más dudosa. Su jefa ha anunciado que no emitiría ninguna consigna, pues “ni Hollande ni Sarkozy representan nuestras ideas”. Los sondeos posteriores a la elección del domingo habían indicado que un 25 por ciento de su masa electoral se abstendría en la segunda vuelta, que el 40 por ciento se inclinaría por Sarkozy y que un 30 por ciento iría a Hollande. Ante semejante fractura es casi seguro que la candidata del FN mantenga su posición abstencionista y se juegue a conseguir un volumen electoral propio en las elecciones legislativas a celebrarse en junio próximo.
De todo este galimatías surge sin embargo una evidencia: que una importante fracción del electorado francés tiene una actitud antisistema, sea desde la izquierda o desde la derecha extrema, ya que el candidato que mayores votos recolectó, Hollande, tiene un mandato reformista moderado respecto a la ortodoxia neoliberal que propulsó Sarkozy, y que sus competidores de la derecha o la izquierda radical propugnan la salida del euro y el desprendimiento de la Otan. Marine Le Pen incluso ha proclamado su voluntad de buscar una Europa grande que incluya a Rusia, en la línea de la vieja política del general De Gaulle. Cosa si se quiere original, toda vez que el FN surge de una matriz colaboracionista que proviene de la segunda guerra mundial. La situación resta fluida en lo referido a la segunda vuelta, pero lo que sí resulta evidente es que, en Europa, el descontento respecto de la ortodoxia neoliberal y la molestia por la creciente inestabilidad psicológica derivada del fenómeno inmigratorio se están cobrando su precio.
Hartazgo
La “financierización” de la política y el carácter autista de las formaciones partidarias, que enuncian discursos que difieren en matices, pero que no alteran el fondo de la cuestión, parecen haber hartado a una gran parte, si no a la totalidad, de la población de los grandes países europeos. La irresponsabilidad de algunos de los dirigentes más en vista, como el candidato socialista Dominique Strauss-Kahn, fulminado por sus correrías sexuales que la policía neoyorkina y la prensa descubrieron, con gran sentido de la oportunidad, en vísperas de las presidenciales francesas; o la del rey de España, que en medio de la catastrófica crisis que castiga a la península se va a cazar elefantes incurriendo en gastos afrentosos respecto a una población atormentada por la recesión, el paro y un ajuste despiadado, son apenas ejemplos de la corrupción que corroe a la clase política. Que el fenómeno no se limite a Europa y tenga al planeta en su conjunto afectado por él, no implica por eso que sus contornos sean menos repugnantes. En especial porque los países del “centro” que durante medio siglo se han acunado en un confort derivado de la subordinación de la periferia a las necesidades del primer mundo, han ejercido una especie de desdeñosa supervisión “moral” de aquellos que se encontraban fuera del círculo mágico del privilegio.
La inmoralidad, sin embargo, no reside en las correrías de un Berlusconi o un Strauss-Kahn o en la poltronería de unas monarquías estériles, útiles cuando mucho para llenar las páginas satinadas de la revistas de chimentos. La naturaleza negativa y corrupta del estatus quo deviene de la parálisis de la inteligencia crítica, de la renuncia a cualquier propuesta de ruptura con el sistema capitalista vigente y de la complicidad con que las izquierdas, centros y derechas “democráticos” se reparten los papeles en un discurso único que convierte cada día más a la política en una farsa. En un juego malabar que se practica en una cámara neumática, sobre las cabezas de la inmensa mayoría de la gente. ¿En qué se han diferenciado, en los últimos años, las políticas de gobierno del Partido Popular o las del Partido Socialista en España; las de la Unión por un Movimiento Popular (UMP) y las del Partido Socialista en Francia; las de los conservadores, laboristas y liberales en Gran Bretaña; las de los democristianos y socialistas en Alemania; o las del jeroglífico de siglas y motes que atiborran el mapa político de Italia (il Carroccio, la Margherita, etc., etc.)? Y no hablemos de la bipolaridad partidaria de Estados Unidos, donde demócratas y republicanos se distinguen por enunciar distintos contenidos y llevar adelante las mismas prácticas en materia de política social e internacional.
Frente a esta flotación de los partidos en un espacio abstracto henchido con las variables cosméticas del discurso único, la generalidad de los votantes del mundo desarrollado se siente apática. Pero esto fue así mientras la crisis en que la “bancarización” de la economía y la globalización asimétrica no tocó la relativa estabilidad que aseguraban los remanentes del Estado de Bienestar que devenían de las políticas instrumentadas en la posguerra para frenar el avance del comunismo. Hoy la inestabilidad que el público europeo veía con un asombro mezclado con desprecio en países como Argentina, los está golpeando a ellos con una dureza inesperada. Ante ella los partidos tradicionales no atinan a otra cosa que a repetir las recetas neoliberales de la escuela de Chicago, que son las mismas que han puesto a sus países en el lugar en que se encuentran. Esto irrita, enoja o enfurece al público de naciones como España, que se acerca ya la tasa menemista del paro: cerca del 25 por ciento de la población útil española está desocupada, con una incidencia proporcional mucho más alta en lo referido a los jóvenes. En Italia la situación no es mucho mejor y el fenómeno se hace sentir fuertemente en Gran Bretaña y en Francia. Las protestas proliferan y la expansión de las manifestaciones de los “indignados” da cuenta de ello.
Ahora bien, la cuestión reside en saber si el humor antisistema que evidencian las algaradas como las de la Puerta del Sol puede convertirse en una fuerza antisistema. En este plano entran a tallar las peculiaridades y los antagonismos ideológicos provenientes del pasado. El crecimiento de la izquierda radical y del Frente Nacional en Francia son datos que reflejan estas contradicciones. Como dijimos antes el Frente Nacional se reconoce en el colaboracionismo con el ocupante alemán durante la guerra y nació nutriéndose del resentimiento de los “pièds noirs” obligados a dejar Argelia tras la independencia del país norteafricano. El conjunto de medidas que propugna representa un programa duro, que incluye un referéndum en torno a la reimplantación de la pena de muerte y la restricción al otorgamiento de la ciudadanía francesa, pero también el rechazo al FMI, al Banco Mundial y a la Organización Mundial de Comercio; la propuesta de una vinculación con Rusia y la salida del euro, de consuno con Irlanda, España, Italia, Grecia, Portugal y Bélgica. No se opone a la ley Veil, que despenalizó el aborto.
Con casi seis millones y medio de sufragios, el Frente Nacional se ha convertido así en la llave para la definición de la segunda vuelta de las elecciones francesas. De cómo se comporte su voto podrá deducirse si permanece como un partido xenófobo, habitado por la memoria de los derrotados en la segunda guerra mundial y de las víctimas francesas de las guerras coloniales, o si se ha convertido en una fuerza receptora de una masa electoral flexible, capaz de decantarse por la fórmula de Hollande o de consolidarse como bloque, sin prestar su apoyo a un presidente desacreditado: “Nicó l’americain”, como lo ha bautizado sin clemencia todo el arco opositor.
Las astucias de la historia
La historia tiene recorridos tortuosos. En los momentos confusos caracterizados por la profusión de alternativas falsas y el desvanecimiento de las opciones de cambio, estas a veces tienden a manifestarse a través de canales paradójicos. La reacción contra el sistema, por lo tanto, puede significar que esta no sólo implica el rechazo de unas condiciones insoportables, sino que también ese rechazo puede surgir de segmentos o de proposiciones ideológicas que son, precisamente, reaccionarias. En el caso del Frente Nacional, el aura fascista que lo envuelve no se atenúa por el hecho de que el 30 por ciento de la composición de su electorado sea obrero. Pero si la historia enseña que la historia se repite, también enseña que nunca lo hace en los mismos términos. La irrupción de una genuina postura contestataria en la decadente política de hoy, sea de izquierda o de derecha, ha de adecuarse a términos muy diferentes a los que existían en las décadas del 20 o del 30, cuando el nazismo, el fascismo y el comunismo alteraban, desde ángulos contrapuestos del espectro ideológico, la presunción de inalterabilidad y permanencia de las democracias burguesas. Nadie puede auspiciar el retorno de los dos primeros movimientos, ni las distorsiones estalinianas del proceso revolucionario ruso, pero que la situación actual se hace cada vez más intolerable en las sociedades metropolitanas es una realidad que salta a los ojos. Presumir que este desarrollo pueda transcurrir pacíficamente, sin promover alguna clase de cambio, es una ilusión grata a los amos del sistema, que quisieran ver realizada la profecía del “fin de la historia” cosa de no tener que rendir cuentas a nadie mientras se siguen llenando los bolsillos.
Afortunadamente, la necesidad de respirar es también un imperativo vital para las sociedades en crisis. A veces, la desesperación al no poder hacerlo empuja a callejones sin salida, al estilo de “Perezca Sansón con todos sus enemigos”. Es el caso de los fundamentalismos, no tanto el del renacimiento de la derecha radical en Europa. Pero, en cualquier caso, incluso a través de vías distorsionadas como estas pueden suscitarse situaciones a partir de las cuales se haga evidente la necesidad de buscar un nuevo ordenamiento. El Estado de Bienestar nació del New Deal y de la necesidad de contrapesar las economías planificadas en mayor o menor grado por los totalitarismos europeos. Cualquiera sea el tipo de tendencia que hoy apunte a dinamitar el estatus quo debe ser ponderada y tomada en cuenta, midiendo la posibilidad de que su turbión despeje el panorama y se puedan volver a fundar las estructuras de una sociedad viable. Esto podrá resultar costoso, pero la culpa no será de los que intentan sacar la cabeza fuera del agua, sino de quienes los hunden en ella.