El año de la guerra de Malvinas se dio en un contexto global muy peculiar. Estados Unidos hacía una década que había salido del pantano de Vietnam y buscaba algún tipo de terapia para superar ese trauma. Bajo la égida de Ronald Reagan, estaba lanzando un ambicioso programa de reajuste económico (que pronto sería denominado neoliberalismo), rearme militar y presión sobre su contrincante global, la Unión Soviética. El medio oriente era, como de costumbre, un polvorín debido a la ocupación israelí de Cisjordania y a la ambición de Tel Aviv, nunca desmentida por los hechos, de crear un Gran Israel que absorbiese esos territorios. La URSS estaba en decadencia: su economía estaba estancada y para colmo había decidido aceptar el desafío armamentista norteamericano y había expandido su arsenal nuclear, aunque su inferioridad en los campos decisivos del combate moderno convencional –la aptitud de generar software y tecnología de avanzada- era conocida por amigos y enemigos. Al mismo tiempo estaba empantanada en su batalla contra los muhaidines en Afganistán, fabricándose su propia guerra de Vietnam a menor escala. La tensión de este esfuerzo no tardaría muchos años en precipitar la implosión soviética y de abrir un nuevo capítulo en la historia contemporánea.
En Gran Bretaña una política conservadora, Margaret Thatcher, se había propuesto como la mensajera de la buena nueva neoliberal, y había iniciado un programa de privatizaciones y ajuste neoliberal (o neoconservador) de la economía, programa profundamente impopular, pero que la configuraba como el referente trasatlántico de la Escuela de Chicago y la mejor aliada de los tecnócratas del Departamento del Tesoro de Estados Unidos.
En América latina esta línea de acción económica se había desarrollado antes. A contracorriente de la ola revolucionaria que había recorrido el continente después de la revolución cubana, se engarzó un proceso reaccionario que, en muchos lugares, alcanzó una violencia sin paralelo. Los grupos de la izquierda radical y de la ultraizquierda se dejaron llevar por el espejismo de la “teoría del foco” y pretendieron instalar –a la escala de los Andes- la experiencia de la Sierra Maestra. Vocingleros, populares entre el estudiantado, pero aislados de las masas profundas e incapaces de comprender la complejidad situaciones sociales muy diversas entre sí y por cierto disímiles respecto a la de Cuba, fueron exterminados por fuerzas armadas orientadas por Estados Unidos, que de ningún modo iba a repetir el error cubano. En algunos casos esas fuerzas armadas eran poco más que guardias pretorianas del dictador de turno, pero en otros representaban un factor de poder dotado de peso social y de cierto prestigio. Estas últimas, cuyos jefes eran cooptados por el establishment oligárquico y tenían la anuencia del Pentágono, podían contar con elementos nacionalistas disidentes en seno, elementos que, en el caso de una oleada popular arrolladora, como la que se gestaba a principios de los años 70, podrían haber emergido por encima de unos mandos que se erizaban de odio de clase ante las expresiones políticas de corte populista. La acción militar de los grupos guerrilleros se dirigió sin embargo contra esas fuerzas como a un todo, cosa que terminó fundiéndolas en un bloque rezumante de rencor y espíritu de venganza.
Esta dialéctica estuvo en la base de la “política de shock” que aplicó el imperialismo contra nuestros países. En Argentina el proceso tuvo características especialmente repugnantes: la represión se ejerció de forma indiscriminada y recurriendo a prácticas aberrantes, mientras que, en la estela de la conmoción psicológica y la indefensión que generaban estos procederes, la economía comenzó a experimentar un proceso de desintegración caracterizado por la liberación de las importaciones, la especulación financiera, el achique del Estado y el anunciado retorno a un modelo de país agrario, exportador de commodities. Este proceso tendría su culminación una década más tarde, instaurada ya la democracia formal, durante las gestiones de Menem y De la Rúa.
Ahora bien, la utilidad de los verdugos tiende a diluirse cuando ya han sacrificado a la víctima. Alboreando los ’80 parecía evidente que la dictadura militar argentina había vivido y que era hora de reemplazarla por gobiernos más respetables que continuasen las políticas económicas inauguradas por esta, pero en un terreno allanado y donde sería posible operar con expedientes menos repulsivos. Había que encontrar un recurso para sacarla de en medio.
Esa expectativa imperial coincidía con el hartazgo de la ciudadanía argentina ante el carácter pedestre e impopular de las iniciativas de la Junta. Fue aquí donde los imponderables de la historia produjeron una de esas conjunciones explosivas que de pronto arrojan todo por el aire y abren perspectivas inimaginables hasta un momento antes. La tensión en torno al archipiélago Malvinas y a las islas del Atlántico Sur -reivindicados por nuestro país a partir del momento en que, en 1833, fuerzas inglesas arriaron el pabellón argentino que flotaba en las islas y desalojaron a la población criolla asentada allí-, había venido creciendo desde 1976, cuando por un lado se afirmó la tendencia a la globalización y al control por las potencias dominantes de las zonas de paso oceánico, y asimismo se hizo patente la posibilidad de la existencia de grandes reservas petrolíferas bajo el mar alrededor de las islas. La posibilidad de una escalada militar a propósito del problema venía siendo estudiada desde entonces, y no sólo por Argentina. En 1982 una serie de situaciones confusas en las Georgias llevaron a aumento de la tensión y al anuncio del envío de un submarino nuclear británico a la zona en disputa. La presencia de esa nave vedaba el acceso a la Armada argentina a las Malvinas, dada su potencia y velocidad. Era imperioso por lo tanto actuar antes de que llegase o resignarse a perder la baza que significaba una ocupación de las islas que suscitara la posibilidad de negociar la cuestión de la soberanía desde una posición más o menos equilibrada.
El 2 de abril de 1982 las fuerzas argentinas desembarcaron en las islas.
La astucia de la razón
“La astucia de la razón” de la que habla Hegel encontró una inmejorable ocasión para ejemplificarse en la guerra de Malvinas. La dictadura militar, rabiosamente anticomunista, se vio llevada por las circunstancias y por el peso de la tradición nacional que reivindicaba a una porción irredenta de nuestro territorio, a enfrentarse con una potencia de la OTAN que era a su vez la más próxima aliada de Estados Unidos. Hubo un enorme error de cálculo –no sabemos si inducido en forma deliberada por Estados Unidos o debido sólo a la infatuación de los gobernantes militares que se creían socios más que subordinados de la gran potencia imperial- que determinó a Galtieri a suponer que Washington fungiría como moderador del diferendo con Gran Bretaña a propósito de Malvinas. No comprendió que él mismo y sus colegas habían cumplido su parte y eran un obstáculo para la normalización institucional del país, que debía sacralizar con fuerza de ley la devastación económica que ellos habían instrumentado en beneficio del régimen imperial y del establishment local.
Pronto iban a salir de su engaño y a encontrarse también con la gran sorpresa de que la reacción popular favorable a la reconquista de las islas excedía lo esperado y que ella y la intratable hostilidad de los británicos los empujaba en una dirección que jamás hubieran supuesto. Margaret Thatcher, por su lado, asió al vuelo la oportunidad para fabricarse un perfil churchiliano y emerger así del pozo de impopularidad al que sus despiadadas prácticas económicas la habían arrojado. Hizo a un lado las posibilidades de arreglo y terminó dando la orden de torpedear al Belgrano (fuera de la zona de exclusión marítima que los mismos ingleses habían determinado), con lo cual no solo envió al fondo del mar al crucero argentino con 323 de sus tripulantes, sino también las gestiones diplomáticas del gobierno peruano, que ofrecían una ocasión para escapar del impasse diplomático.
La narración de las hostilidades escapa al espacio de este artículo. Baste señalar que en ellas los efectivos argentinos –aéreos, navales y militares- dieron lo mejor de sí, pagando un elevadísimo precio para consagrar con su sangre el suelo que reivindicamos, y cobrándose, asimismo, un precio muy alto en naves y soldados del enemigo. Pese a la conducta incompetente, errática y renunciataria de los comandantes de la Junta, la guerra o al menos la batalla por Malvinas estuvo a punto de ser ganada. Numerosos comentarios provenientes de especialistas en Inglaterra y Estados Unidos así lo afirman. Paul Kennedy, el notable historiador estadounidense, llegó a decir que, sin el paraguas de la OTAN y el apoyo norteamericano en logística y en inteligencia, el resultado del conflicto podría haber sido muy diferente(1) . De hecho, más de la mitad de las unidades navales que componían la Task Force fueron hundidas o averiadas, y las posiciones en tierra fueron duramente disputadas. Enfrentados al horror de la guerra, los combatientes de Malvinas no fueron simples víctimas, como suele afirmar el progresismo al uso, sino patriotas determinados en el cumplimiento de su deber.
Más allá de esto, importa describir los procesos a que dio lugar la guerra de Malvinas. La presión de los hechos desveló la realidad de forma brutal. Los exponentes del gobierno, que habían colaborado en la represión de los movimientos nacional-populares tachados de comunistas en Centroamérica, y se querían asociados a Estados Unidos, descubrieron de pronto que este los dejaba en la estacada y que sólo los países latinoamericanos (con la excepción de Chile, dominada por una dictadura militar similar a la nuestra y con contenciosos pendientes con nuestro país) les estaban al lado. La visita del canciller Nicanor Costa Méndez a Fidel Castro representó el súmmum de esta hegeliana “ironía de la historia” que de pronto revelaba cuál era el verdadero lugar que Argentina debía tener en el concierto mundial.
El súbito planteo de una reivindicación nacional y popular había convertido a nuestro país en un paria para las naciones dominantes. Pronto se hizo evidente que en el seno del gobierno había figuras que se oponían al emprendimiento y que estaban dispuestas a sabotearlo. Era obvio que personajes como el ministro de Economía Roberto Alemann y los jefes militares de mayor rango, como Cristino Nicolaides, abominaban la ruptura consumada con la alianza atlántica. El proceso de desmalvinización comenzó durante el conflicto mismo y fue propiciado incluso por las figuras más representativas del gobierno. La marcha adversa de las operaciones y el operativo derrotista que tuvo lugar con la visita del Papa Juan Pablo II dieron pie para un golpe interno que acabó con el incómodo interludio significado por una guerra que iba en contra de todo lo que el proceso militar había representado. El primero y más doloroso acto de la desmalvinización fue el escamoteo de los soldados que volvían de las islas al abrazo del pueblo argentino, abrazo que los hubiera no sólo consolado sino que también les habría suministrado la certidumbre de que su sacrificio no había sido en vano. En vez de esto la Junta los escondió y licenció en cuanto se pudo, cosa que contribuyó a agravar la psicosis que suele arrastrar la experiencia en combate.
El progresismo al estilo de Página 12 no ha podido ni querido lidiar con la complejidad dialéctica del problema de Malvinas. Aunque la nieguen, la desmalvinización fue –y es todavía- un factor que cuenta mucho para los intelectuales progresistas cada vez que intentan tomar entre sus dedos el problema quemante de la guerra de 1982. El leit motiv de filmes como Los chicos de la guerra o Iluminados por el fuego fue la victimización de los combatientes, reducidos a meras marionetas en manos de una oficialidad embrutecida. La misma ecuación ha definido, a posteriori, la apreciación de Malvinas para gran parte del arco político y periodístico que se dice de izquierda. Esto es grave. La realidad es proteica, y el pensamiento abstracto que prescinde de la complejidad de las cosas prefiriendo aferrarse a certidumbres maniqueas -como el delirio insurreccional de los 70-, se ciega a la realidad y, en consecuencia, no encuentra los expedientes para abordarla con una mínima posibilidad de éxito. El papel de las fuerzas armadas y de las tendencias ideológicas que aparentan ser reaccionarias deben ser juzgadas, en las sociedades sometidas a un diktat colonial o semicolonial, a partir de su conexión con los hechos. La actitud de las corrientes de pensamiento que reivindican la liberación nacional y social debe evaluar ante todo la naturaleza del enemigo principal y esforzarse en comprender la evolución que los hechos objetivos pueden suscitar en grupos en apariencia inconciliables respecto de un proyecto popular.
Malvinas gravita pesadamente todavía sobre la conciencia de los argentinos no sólo porque es un problema que afecta a nuestra soberanía y a la soberanía latinoamericana, sino también porque no aun no se termina de resolver el nudo inextricable que supone la alienación de vastas capas de público, dificultadas de mirar la realidad a través de un prisma que no sea el de la cultura artificial que se le ha inyectado a través de la academia y la historia oficial. La guerra de Malvinas es una herida abierta. Sólo cicatrizará cuando se la asuma en sus contradicciones y cuando las islas vuelvan al seno de la patria argentina e iberoamericana.
Consecuencias de Malvinas
El país salió del conflicto austral muy golpeado. Los responsables de la conducción de las operaciones y el poder militar que había señoreado la sociedad argentina a lo largo de 27 años, no pudieron resistir la prueba. Fue lamentable sin embargo que, debido a turbia conciencia de estos y a la naturaleza timorata o abiertamente renunciataria de gran parte de la clase política, la nación no pudiera elaborar el duelo de la derrota y convertir, con coraje, ese fracaso en un nuevo punto de partida que asumiera lo que había de positivo en esa trágica peripecia.
La guerra de Malvinas fue en contra de todo lo que la dictadura había representado, defendido y actuado. Esta contradicción es el tipo de paradoja ante la cual la intelligentsia progresista de los países dependientes suele quedarse sin habla. O, mejor dicho, frente a la que se siente inducida a prorrumpir en aluviones verbales que no manifiestan otra cosa que su desconcierto. En la medida que gran parte de sus integrantes han sido educados en el seno de un mundo conformado por el imperialismo y por las clases que le están conectadas, suelen verse a sí mismos y a todo lo que los rodea a través de un espejo deformante. Su capacidad de observación se detiene en la superficie de las cosas; raramente en la compleja realidad que bulle debajo de estas.
Son, en general, antimilitaristas, sin reparar que muchos de los procesos contemporáneos de liberación nacional han sido acaudillados por militares profesionales (Chávez, Nasser, Perón, Gadafi, Velasco Alvarado, Arbenz, Villarroel y Cárdenas, para no hablar de José de San Martín) (2). Practican, como dijera Alfredo Terzaga, una “sociología de sastrería”: todo lo que porta uniforme les resulta abominable. En el caso argentino esta animadversión venía justificada por las horribles experiencias del Proceso, por el golpe del 55, dado por el ala antinacional, de cuño mitrista, de las FF.AA.; por la represión del 56, por la devastación económica y por la chatura intelectual que había irradiado con demasiada frecuencia desde las cúpulas militares y se había cebado en el ámbito universitario. Pero la historia no se para en “minucias”; lamentablemente, el sufrimiento individual no cuenta demasiado en procesos largos y complejos, cuyos actores creen conducirlos, pero que a veces en buena medida son conducidos por ellos. El caso Malvinas fue ejemplar de esta dialéctica atormentada y confusa. Sintiéndose acosada por la ebullición popular y por la creciente presión británica en el Atlántico sur, la dictadura huyó hacia delante. No fue, como suele afirmarse, tan sólo una forma de evadir responsabilidades con una empresa nacional que le otorgase un período de sobrevida política, sino también la asunción de una causa nacional a la que encararon basándose en cálculos errados (el supuesto respaldo del gobierno norteamericano para llegar a una negociación sobre las islas). Esto empujó a la Junta mucho más allá de lo había previsto. Pero la razón de esta proyección hacia un compromiso que a la postre podía ser liberador, provino del pueblo argentino. Su apoyo masivo fue el factor determinante para fijar una política de resistencia a la fuerza expedicionaria británica. Ese mismo pueblo que la progresía juzga, muy suelta de cuerpo, como engañado y predispuesto a comulgar con ruedas de molino porque a la hora de la verdad colmó lo que algunos intelectuales han llegado a denominar “la plaza de la vergüenza”, del 10 de abril de 1982.
Nacionalismo popular y nacionalismo reaccionario
Este sector de la intelligentsia suele pronunciar su condena a esa manifestación popular genuina basándose en lo que presumen es el carácter engañoso y reaccionario del nacionalismo. Incapaces de discernir la diferencia que existe entre el nacionalismo de un país opresor y el de un país oprimido, o poco propensos a ello; connotados por el pensamiento de Marx -que fue el pensador más fecundo del siglo XIX y que ha dejado un instrumento esencial para la decodificación de la historia, pero que en cualquier caso fue un pensador eurocéntrico-, tienden a exasperar esa incomprensión debido a que ellos mismos son el producto híbrido de una deformación determinada por la balcanización y la colonización cultural. En realidad, como lo señalara Jorge Abelardo Ramos, para que “esa doctrina marxista sea útil, hay que destruirla y reutilizarla en sus elementos vivientes para hacer reconocible a la realidad latinoamericana”(3).
En el siglo XX y aun más en el siglo XXI la historia discurre en torno de la contradicción fundamental que se plantea entre países desarrollados y países que no lo son y se encuentran impedidos de serlo por la acción del imperialismo. Visualizar entonces el problema nacional como un elemento básico a considerar en la lucha social no es sino adoptar la única premisa salvadora para rescatar a las naciones sumergidas y con ellas al mundo, en la medida que ellas componen los tres cuartos de la población global. Este espíritu nacional no puede prescindir del concurso del pueblo, desde luego, pues este es el único contrafuerte que, por su carácter multitudinario, se interpone entre la presión imperial y la acción de los cuadros políticos que pueden ir dando forma a un proyecto liberador; ni tampoco puede prescindir de configurar este nacionalismo en un marco que supere la fragmentación a que se nos ha condenado en América latina para elevarse a la creación de un bloque regional que esté en condiciones de defenderse y negociar con el o los imperialismos que están pujando por el control de los recursos naturales y la hegemonía político-militar.
La guerra de Malvinas supuso una inyección de realidad para la Argentina. De pronto se pusieron de relieve las cuestiones de fondo que debía afrontar y se desnudaron sus limitaciones para encararlas. La cuestión, de aquí en más, consiste en aprender de lo vivido y en prepararse para crecer en el ámbito de una conjunción iberoamericana que, inevitablemente, terminará absorbiendo –ojala que pacíficamente- dentro de sí misma al problema insular, a la vez que plantea una batalla por la soberanía que deberá darse en el escenario de un mundo donde Latinoamérica debe cobrar peso, so pena de ser sometida a una segunda balcanización.
Psicología de una guerra
Malvinas es una suerte de compendio de las virtudes, los errores, las contradicciones culturales y de clase, y los nudos de la psicología política argentina. Es imposible resumir en unas pocas líneas la trabazón de todos estos elementos, pero se pueden señalar al menos sus principales directrices. Primero tenemos el problema de la soberanía, y no sólo respecto a ese lugar de nuestra tierra. Luego aparece el de la conciencia escindida que existe en el país respecto a este tema y el accionar epiléptico y abundante en afirmaciones tajantes sobre él, afirmaciones que tratan de ocultar la inseguridad de fondo que nos aqueja a propósito de nuestra identidad, fuente de esas contradicciones y agitaciones. Y, debajo de todo, cabe percibir la presencia de un núcleo, instintivo pero fuerte, que existe en el seno del país profundo respecto del sentido último de nuestro destino como nación vinculada a la Patria Grande.
Aunque no se lo admita abiertamente, la guerra de Malvinas es, para una buena parte de nuestra opinión ilustrada, una vergüenza. O un episodio despreciable, promovido por un militar borracho y sostenido por un pueblo inconsciente que llenó la Plaza de Mayo, como lo sostuvo Beatriz Sarlo en ocasión de su visita a 6, 7 y 8. Su afirmación no fue cuestionada por ninguno de los desconcertados panelistas allí reunidos. Fue lógico que así fuera:el progresismo en nuestro país no tiene respuesta ante este tipo de planteo porque en el fondo está de acuerdo con él. Y lo está por la sencilla razón de que discierne la realidad en términos abstractos, sin entender que la historia es dinámica y variable y que sus protagonistas pueden cambiar de carácter según adónde los llevan las circunstancias. No importa que usen el uniforme del ejército regular, que gasten barba guerrillera o que sean impecables políticos civilistas; se trata de cómo actúan en una coyuntura dada y de cuáles son las oportunidades que su accionar abre. Sin por esto dejar de tener en cuenta sus antecedentes, que pueden marcar el límite de su acción posible. Como fue el caso de los jefes de la dictadura argentina.
Por otra parte, situaciones como la de Malvinas y la exaltación popular producida a propósito del conflicto, dieron la ocasión, a la legión de comunicadores que flotan sobre la masa del pueblo, para ostentar los rasgos de oportunismo a los que su actividad los condena en su condición de profesionales dependientes de un sueldo y de los vaivenes de una clase dirigente donde el factor nacional casi siempre cede el paso al poder de un sistema económico caracterizado por su coyunda con el imperialismo. Fue así como, en el caso malvinero, los énfasis triunfalistas y la jactancia ocuparon el lugar que debía haber llenado una opinión crítica responsable e inspirada nacionalmente. Cualquier aproximación imbuida de este carácter hubiera sido, sin embargo, considerada como derrotista por los jefes de la Junta, implacables en su vocación para equivocarse. Convocaban pero temían el soporte popular, y suponían, ¡nada menos!, que Estados Unidos iba a apoyarlos contra el Reino Unido…
Pero el derrotismo, en realidad, no era otro que el que surgía de la comunión en ese triunfalismo hinchado, pues cuando este se desinfló por obra de la derrota militar, se produjo una brusca distensión de esa aparente voluntad guerrera y se abrió el paso al verdadero derrotismo, el que propugnaba la “desmalvinización” de la sociedad argentina y que fue servido en buena medida por los mismos militares y comunicadores que antes portaban los estandartes de la victoria fácil y descontada.
La victoria en Malvinas no podía haberse logrado de otra forma que profundizando el proceso de liberación nacional. Ni Galtieri ni sus semejantes podían producir tal cosa. Pero habían abierto sin querer la puerta a esa evolución: los países de América latina fueron los únicos en el mundo que prestaron su apoyo a la gesta. Esta constatación está cada vez más vigente y comienza a adquirir una gravitación decisiva. No son sólo los reclamos argentinos en ocasión del trigésimo aniversario de la recuperación las islas los que han promovido la histeria belicista británica de estos días, sino sobre todo los pronunciamientos del MERCOSUR y la UNASUR en el sentido de no permitir a los barcos que enarbolen la bandera de conveniencia de las “Falklands” el ingreso a sus puertos. Porque Malvinas es un combate indisociable de un destino histórico que involucra a todo el subcontinente. A propósito de la guerra de Malvinas nuestra opinión ilustrada ha tendido a sentirse reflejada en la ingeniosa –pero errada- frase de Jorge Luis Borges: “es la pelea de dos calvos por un peine”. ¿Se puede creer en serio que la más grande y costosa operación aeronaval y terrestre perpetrada por Gran Bretaña después de la segunda guerra mundial estuviera determinada sólo por la voluntad de Margaret Thatcher de engatusar a la opinión británica y distraerla con una puesta en escena imperial al viejo estilo, mientras procuraba la reversión de las coordenadas económicas en aras del proyecto neoliberal? ¿O bien, tan sólo por el deseo de la dictadura argentina de escapar hacia delante para remediar su orfandad popular?
Fueron dos factores que tuvieron algo que ver con lo sucedido, por supuesto, pero resulta trivial convertirlos en el Deus ex machina de esa guerra. En el fondo –y a perpetuidad- están las cuestiones del potencial petrolífero de la cuenca submarina, del libre acceso a la conexión bioceánica y a la Antártida, y de la riqueza ictícola del mar austral. Argentina, sola, no puede sostener el reto que le plantean en ese campo Gran Bretaña y la OTAN. Como tampoco podría hacerlo Venezuela con su petróleo ni Brasil con la Amazonia. Es así como la causa austral se identifica con el plan de esa Patria Grande negada o despectivamente considerada por el sistema y sus escribas, y sus –conscientes o inconscientes- intelectuales orgánicos.
Ahora bien, debatir Malvinas supone asimismo debatir el carácter de quienes han de protagonizar la lucha por la liberación iberoamericana. El pasado nos demuestra que solo las clases populares y sus pocos organismos corporativos –como la clase obrera organizada, unas fuerzas armadas rescatadas para un rol nacional y democrático, y la pequeña burguesía consciente de su papel, movilizada políticamente y capacitada para el análisis crítico- son capaces de proveer un respaldo consistente a una empresa liberadora de gran aliento. De modo que Malvinas es mucho más que la reivindicación de unas islas irredentas: es la piedra de toque para una concientización que las excede, incluyéndolas en el mapa de un gran proyecto histórico, la unidad latinoamericana, que deberá ocupar a todo el siglo XXI.
Notas
1) Paul Kennedy, The Rise and Fall of British Naval Mastery, Fontana Press, 1991, Londres, pág. 422.
2) Conviene señalar que esta incomprensión se extendió incluso a figuras egregias provenientes del ámbito civil: tales son los casos de Getulio Vargas e Hipólito Irigoyen.
3) Jorge Abelardo Ramos: Historia de la Nación Latinoamericana, pág. 417, edición del Senado de la Nación, 2006.