Todas las guerras son brutales, crueles y están plagadas de crímenes. En ocasiones de crímenes contra la humanidad, dada la enormidad de las masacres producidas sobre personas indefensas. Hay sin embargo un dato que pone de relieve la diferencia que se se establece, no sólo entre guerras justas o injustas, o entre naciones o incluso entre clases, sino respecto a la guerra que se hace de acuerdo a prácticas coloniales. Este dato no es otro que el desprecio fundado en el odio o el desdén racial: para el agresor las sociedades a las que enfrenta están integradas por no-hombres, por seres que son poco menos que animales o alienígenas. “El choque de las civilizaciones” teorizado por Samuel Huntington, es el resultado -cuidadosamente filtrado y refinado, por supuesto-, de esta percepción visceral y se encuentra en la base de un esquema mental que no es de ahora, pues proviene de lejos; pero que, al confundirse con el discurso políticamente correcto predominante en el occidente de hoy, conforma un espectáculo que se cuenta entre los más repugnantes y cínicos que muestra la historia.
En el calor de la guerra y al compás de la propaganda la concepción racista puede contagiar incluso a las colisiones entre los estados imperiales. Tal fue el caso de la Gran Guerra y sobre todo el de la segunda guerra mundial. Los alemanes, pongamos por caso, pese a ser un grupo esencial de la civilización occidental, fueron descritos como unos autómatas sin alma por la propaganda aliada y por consiguiente se hicieron merecedores de los peores castigos, que fueron desde los bombardeos terroristas que mataron a medio millón de ellos, a la promesa de su erradicación como factor aglutinante de la Europa central a través del Plan Morgenthau, que preveía la liquidación de sus industrias y la reducción de Alemania a la condición de estado agrario y apto apenas para proveer a su propia subsistencia. Los alemanes evitaron este destino gracias a la existencia de la Unión Soviética, que todavía se perfilaba como una amenaza sistémica al capitalismo debido a su concepción comunista de la economía. Necesitados del contrafuerte germano contra los soviéticos, los norteamericanos archivaron el Plan Morgenthau y en su lugar lanzaron el Plan Marshall.
No obstante, la designación de Alemania como víctima propiciatoria de las rivalidades imperiales de occidente, no se fundó en una hostilidad irremediable y estuvo mechada por una apenas disimulada admiración por las cualidades marciales y la capacidad organizativa del Tercer Reich. Algo parecido pudo decirse respecto de Japón, que también fue requerido para asociarse con Estados Unidos en contra de la URSS y de la China Popular para estabilizar el frente asiático, trastornado después la guerra por la revolución encabezada por Mao Sé Tung. En este caso, sin embargo, el componente racista del antagonismo estadounidense respecto de su rival nipón en el extremo oriente estuvo mucho más presente. Baste señalar que los norteamericanos de origen japonés fueron los únicos descendientes de inmigrantes que fueron trasladados a campos de concentración durante la guerra, mientras que los alemanes y los italianos, que tenían asimismo raíces nacionales originadas en países enfrentados con la Unión, siguieron con sus vidas y sus carreras sin inconveniente alguno. Es más, como en el caso del almirante Nimitz, ocupando alguno de los cargos de mayor responsabilidad en el manejo de las operaciones.(1)
El odio y el desprecio hacia los japoneses se puso de manifiesto, de una manera aun más terrible que en Alemania, en los bombardeos incendiarios de las ciudades niponas en el último año de la guerra, horrores que culminaron en la destrucción atómica de Hiroshima y Nagasaki. Destrucción gratuita, practicada contra un país vencido, que entre bastidores intentaba negociar la paz, y sobre dos urbes que habían sido respetadas hasta entonces por los bombardeos a fin de disponer de dos blancos intactos para probar la potencia de la nueva arma. Esto permitió también arrojarla como una pesa en la balanza internacional del poder en el momento de la victoria aliada.
Sin embargo, el componente más paradigmático de la bestialidad a que puede arrastrar la concepción racista de la historia que arraiga en la dinámica del imperialismo occidental, estuvo dado por la Alemania nazi con su sistematización del concepto biológico de la nacionalidad, que dio a su vez lugar al Holocausto de la población judía de Europa. La oriental, principalmente.
Esta puesta en práctica de los extremos más escalofriantes de la lógica del poder fue posible porque se verificó en el escenario de una conflagración mundial. Sólo ahí, en el marco de una lucha sin confines, se hizo factible no sólo la liquidación de la judería europea sino también la puesta en práctica de un proyecto de colonización y esclavización en masa de las poblaciones eslavas, que tuvo un principio de cumplimiento en el intento de liquidación de la intelligentsia polaca y rusa en los territorios ocupados.
Las circunstancias propiciatorias
Para que estos crímenes a escala masiva puedan tener lugar hace falta, en efecto, el elemento globalizador, la existencia de un espacio donde todo es tan grande que se pierde la noción de las magnitudes, o bien se establece un factor de distanciamiento que obnubila la percepción de las cosas. Las prácticas coloniales en América, Asia y África, que regaron de oro a la civilización europea y que hincharon sus arcas a través de la piratería y la apropiación de la riqueza ajena, estuvieron signadas por este último factor. ¿A quién le interesaba la suerte de los indios, hindúes, chinos o negros que vivían en lugares de los que se tenía una concepción legendaria antes que real? Para los casi inexistentes medios de comunicación de los siglos 16 y 17, 18 o incluso para los del 19 eran una remota constelación donde –se presumía- convivían el atraso con la ignorancia.
El presente y su red de información intercomunicada complican el ejercicio desnudo de la fuerza al poner en contacto a universos que resultan estar al alcance de la mano. Pero esos medios, al mismo tiempo, disponen de un poder de saturación que puede suspender momentáneamente la conciencia de la realidad en gran parte del público. La primera posibilidad paraliza hasta cierto punto los desafueros más extremos. Pero la segunda imposibilita una reacción orgánica contra la injusticia. De no ser por el primer factor, ¿podría imaginarse que el problema palestino siguiera en pie, sin que los elementos más fundamentalistas de Israel no hubiesen intentado aplicar su propia Shoah contra ese pueblo? La Nakba, o Catástrofe, la expulsión terrorista de los palestinos de sus hogares en 1948, fue un anticipo de lo que pudo pasar. Asimismo, una situación de conmoción general en el mundo podría dar lugar a que se repitiese, en el escenario mesoriental, la triste suerte de los judíos europeos entre 1941 y 1945.
Atrocidades peores se dieron en el mundo colonial: durante la dominación británica en la India, en la colonización española de América –donde sin embargo ese fenómeno se fundió con un proceso de mestizaje que dio lugar a una nueva cultura-; en el exterminio de los pieles rojas o en las infinitas atrocidades cometidas por los blancos y los árabes contra las culturas de la negritud del África profunda el racismo sirvió para exculpar a los depredadores y para justificar la conciencia que tenían de sí mismos.
Las guerras que Estados Unidos ha estado llevando adelante después de 1945, pero muy especialmente las que ha desencadenado después de la caída de la Unión Soviética y del 11 de diciembre de 2001, han estado imbuidas por este componente racista al que la retórica democrática hace doblemente detestable. La falacia largamente probada en el pasado acerca del “mensaje civilizatorio” que los estados europeos propagaban por el mundo a cañonazos y a punta de bayoneta, se repite en el presente con una desfachatez insoportable. A veces una imagen vale por cien mil palabras y días pasados, en una portada on line de la revista Rebelión, hubo oportunidad de ver una caricatura que denuncia esa ecuación hipócrita con gran precisión. Por desgracia no pudimos reencontrar la imagen para reproducirla aquí, pero su descripción vale: un bombardero norteamericano deja caer una hilada de gruesas bombas y con ellas se va componiendo la siguiente oración:
Let
me
to
teach
you
Democracy.
“Permíteme que te enseñe Democracia”.
El soldado norteamericano que una noche se fue a dar un paseo afuera de su base en Afganistán y mató a 16 mujeres y niños en las dos casas en las que se introdujo y vació sus cargadores, es un ejemplo de la locura a que puede llevar ese tipo de doble concepción, que integra la retórica “liberadora” con la práctica de actividades exactamente opuestas a ese mensaje. Venía de cumplir dos turnos de servicio en Irak y estaba comenzando un tercero en Afganistán, de modo que no faltarán quienes invoquen el estrés del combate para justificar su acto; pero semejante conducta hubiera sido imposible si en el fondo de su odio no perdurase el efecto de una intoxicación propagandística que muestra a los musulmanes como a seres extraños, invariablemente fanáticos, opresores de su entorno familiar e inmunes al discurso de la modernidad. La burbuja informativa en que vive gran parte del público norteamericano contribuye a demonizar a los musulmanes, que para sectores de la opinión se están convirtiendo en lo que los judíos fueron, tanto para los alemanes como para un ancho sector de la opinión europea, durante las crisis del siglo XX. Esto es, en la encarnación de todos los males y en los chivos expiatorios en los que descargar las propias culpas. Representantes de una dimensión cultural que se supone ajena e inasimilable, los musulmanes son susceptibles de ser tratados de la peor manera posible y los factores que de verdad cuentan en el diseño de los conflictos –petróleo, materiales estratégicos, geopolítica, maximización del beneficio- hacen de su presunto carácter demoníaco una óptima cortina de humo para disimularse. Estamos frente a una empresa colonial a escala inédita, a una globalización asimétrica que intenta crear un apartheid mundial.
Pero la historia, por supuesto, no termina aquí.
Nota
1) El almirante Chéster Nimitz fue el comandante en jefe de la Flota del Pacífico y el Comandante en Jefe del Área de Operaciones del Pacífico hasta la rendición japonesa.