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23
FEB
2012

Tríptico del amor al cine

Martin Scorsese se repropone como Méliès en el set de Hugo.
Martin Scorsese se repropone como Méliès en el set de Hugo.
Recuperación de una vieja estética ("El artista"). Maridaje de esta con la nueva ("Hugo"). El redescubrimiento del cine juvenil y su articulación con una forma cinematográfica impecable ("Caballo de guerra").

Por una feliz coincidencia en el lapso de apenas dos semanas se ha hecho posible ver tres películas populares que ostentan un maridaje temático y formal vinculado al sentido del cine. Hace poco reflexionamos en torno al tema en esta página (ver Los paraísos perdidos, del 1º de Febrero). La irrupción de las tres películas que mencionamos nos remite al mismo asunto. ¿Cuál es lenguaje del cine? ¿Es posible disociar la sensación de la emoción, la imagen de la palabra, la forma del contenido, el negocio del arte?

Partamos del reconocimiento de que las tres películas en cuestión, no menos que los thrillers vertiginosos y sangrientos que nos tira la pantalla en grandes cantidades y que no tienen otro propósito que el de ganar mercado aturdiendo e hipnotizando al espectador, tienen en su centro una comprensión muy clara del carácter industrial del cine y por cierto se proponen no ser un fiasco comercial. Más bien al contrario, buscan el rédito. Pero un rédito no sólo crematístico sino también crítico y de público, al que quieren hacer vibrar apelando a cuerdas más nobles que las de las máquinas de asustar, picar carne y destrozar coches en que se ha convertido el grueso de las películas de Hollywood.

La nostalgia aparentemente liga a las tres películas. Pero no se trata de una melancolía banal sino más bien del redescubrimiento del valor humano que existía en las intrigas de antaño y del encanto de unos seres capaces de amarse unos a otros más allá de la brutalidad, las intrigas y el cinismo del mundo que los rodeaba. Es decir, de seres capaces de construir su propia realidad y sostenerla a pesar de todo. Los directores que encabezaron el proyecto de las películas que estamos comentando no confunden el “revivalismo” cinematográfico con una pedantería frívola como la que supondría hacer una exhibición de maestría formal rescatando formas sepultadas de hacer cine y tramas superadas. Lo que buscan es ganar a través de ellas una vitalidad que estaba muy presente en aquellos tiempos, que eran los del nacimiento o las etapas iniciales del cine y que, como toda época que da a luz una forma nueva, estaba poblada de entusiasmos vitales que encontrarían múltiples y complejas formas de manifestarse. Ya fuera en el arte, la literatura, el cine y la política.

El artista y Hugo

Michel Hazanavicius es un realizador francés de ancestros lituanos, casado con la actriz de su filme, la franco-argentina Berenice Bejo. Esta combinación heterodoxa se parece un poco a la factura de esta película, por cierto inspirada por un eclecticismo que integra, a una película que es muda, una serie de referencias al cine sonoro. Pues esa reconstrucción de la estética de los viejos filmes desemboca en la aceptación de los criterios que abrirían el paso a la nueva era del lenguaje cinematográfico, iniciada al terminar la década de los años veinte.

La relación entre el mudo y el sonoro y el traumático traspaso de un sistema a otro fue ilustrada a menudo por el cine. Los ejemplos más egregios en este sentido son Cantando bajo la lluvia, de Gene Kelly y Stanley Donen, y Sunset Boulevard, de Billy Wilder. Ambas películas, sin embargo, tendían a obliterar la memoria del mudo a través de la puesta en evidencia, desde el sonoro, de la antigüedad de sus formas, tramas y personajes, una vez apelando a un registro cómico-irónico, bien que lleno de ternura, y en otra ocasión recurriendo al expediente de la tragedia. Ambos filmes fueron maravillosos y hasta ahora no han sido superados. El Artista no pretende hacerlo. En su lugar, nos brinda una inmersión en la estética misma del mudo que no hesita en apropiarse de sus elementos para enhebrar con ella la integridad de su argumento. Y el experimento funciona. La historia de George Valentín –una estrella del cine mudo que evoca en su nombre a Rodolfo Valentino y en su exterioridad física a Douglas Fairkbanks- es contada apelando a los recursos de lenguaje (sobreimpresiones, ángulos expresionistas de cámara, tonalidades del blanco y negro, estilo actoral, intertítulos) propios del cine de aquella época. La omnipresencia de la música en la banda sonora puede ser interpretada como una intrusión del cine parlante, pero la objeción pierde peso si se toma en cuenta que las exhibiciones de las películas mudas iban acompañadas por una pianola o una orquesta que enfatizaban y hacían de comentario a lo que sucedía en la pantalla. Por otra parte, para los fanáticos del cine, tanto el comentario musical como la elaboración de algunas secuencias, suministran pistas muy placenteras de rastrear que incluyen a la música de Vértigo, así como la escena del desayuno entre Valentín y su malhumorada esposa, que está filiada de manera transparente a una escena casi similar de El Ciudadano.

La línea argumental es previsible para todo el mundo, incluso para las generaciones jóvenes, que poco saben de la historia del cine. Un galán de moda del cine mudo, George Valentín, se prenda de una joven aspirante a actriz, Peppy Miller, quien a su vez está deslumbrada por él. La llegada del sonoro fuerza el retroceso de Valentín, quien se aferra con terquedad al pasado y es incapaz de adaptarse a la nueva forma, pero al mismo tiempo propulsa a Peppy al estrellato. Los elementos provenientes de Cantando bajo la lluvia, Nace una estrella y hasta de Luces de la Ciudad (la escena del frac en la vidriera), están sutilmente aludidos por el guión. El impacto del traspaso del mudo al sonoro tiene su correlato en una trama romántica y de crisis existencial. Ambas vertientes se articulan en una perfecta simbiosis narrativa y rematan en un happy end que apenas trasluce un poco de amargura. Se trata sin embargo de la sana amargura que proviene del reconocimiento de la necesidad del cambio. Nada vive para siempre y la frase de Norma Desmond en Sunset Boulevard: “¡Entonces no nos hacía falta hablar; teníamos un rostro!”, más que una reivindicación, era un epitafio.

Orgullo y amor, bondad e inocencia son los frágiles reparos en torno a los cuales se construye la trama de Hugo o La Invención de Hugo, la más reciente película de Martin Scorsese y por la cual ha cosechado tanto admiración por su maestría como desprecio por lo que se entiende es el abandono de las temáticas “duras” de su primer período y su presunta entrega al cine “gastronómico”. Se trata de una crítica injusta. Scorsese es un realizador multifacético que no se agota en un solo registro. El querer limitarlo a asuntos como los de sus magníficas Taxi driver, Toro salvaje o Buenos muchachos, es una injusticia. En el temperamento de Scorsese cohabita el testigo inclemente de una realidad brutal con el hombre de cultura que gusta de la literatura, el análisis psicológico, la música y la pintura. De lo contrario no se comprendería la coexistencia de obras como las antes citadas con la bellísima y triste La Edad de la Inocencia, ni con  Hugo, dirigida esta última al público infantil y adolescente que puede, sin embargo, capturar con su encanto a espectadores de todas las edades.

La adscripción de los recursos del cine digital a la recreación de los orígenes del cine y sobre todo al rescate de la personalidad artística de uno de sus descubridores, Georges Méliès, es un homenaje a lo más entrañable de la tradición cinematográfica. Méliès fue, para quienes no lo saben, un pionero y un fundador del cine. Ilusionista proveniente del teatro, captó las posibilidades del aparato de los Lumière para producir algo más que fotografías en movimiento de la realidad y de alguna manera abrió el ojo de la cámara a la ficción, a través de juegos de magia en los que desplegaba su talento para el escamoteo, la superchería y el humor. Creó el primer estudio –vidriado para aprovechar la luz solar, pues en esa época no se disponía de spots lo bastante potentes para compensar la insuficiente sensibilidad de la película- y montó una empresa encuadrada en criterios poco más que artesanales que, tras unos pocos años de éxito, fue sumergida por la competencia industrial y por la Gran Guerra, que determinó el alejamiento del público de la sensibilidad ingenua que impregnaba a sus películas. Meliés terminó sus días pobre, en una Casa de Reposo para viejas figuras del cine francés, tras regentar durante muchos años un quiosco de juguetes en la estación de Montparnasse, en París.

Es a este lugar al que Scorsese va a buscarlo por la mediación de Hugo Cabret, un huérfano desvalido que se esconde en los recovecos de la torre del reloj de la estación y que está poseído por el interés hacia los ingenios mecánicos. Scorsese se vale de la libertad del artista para poner, por un momento, a Meliés, en las vestes de un viejo amargado por el fracaso de sus sueños y el olvido en que ha caído. La realidad no parece haber sido exactamente así, pues el viejo mago habría conservado hasta el final un espíritu benevolente y un sentido del humor que hasta cierto punto lo protegían de la intemperie; pero otorgarle un aura levemente siniestra al principio de esta película resultaba útil no sólo para la economía del relato sino también para situarlo en el campo visual del protagonista. En la convergencia entre Meliés y Scorsese se verifica un hermoso milagro: la inoculación de la esencia del cine y del espíritu descubridor que lo animaba en sus orígenes, a la revolución que aportan la imagen digital y el efecto estereoscópico, a los que se suministra aquí una indicación precisa sobre las maneras de cargar sustancia y escapar a ese vacío magnificado por el ruido y el vértigo que nos suelen prodigar los filmes de efectos especiales.

Caballo de guerra

El filme de Steven Spielberg que cierra esta tríada de comentarios es quizá el que menos importante nos pareció de los tres a que hacemos referencia. Pero no sabemos muy bien si es por el convencionalismo que afecta a sus previsibles personajes y situaciones, o por el efecto negativo de la partitura de John Williams, aplastante por su omnipresencia, estridencia y carácter enfático. La película de Spielberg es sin embargo una bella pieza de cine para adolescentes, que recupera el viejo gusto por la aventura que caracterizó al género tanto en la literatura como en el cine. Y está filmada con un esplendor fotográfico y un sentido del ritmo y el montaje que hacen honor al cine y ostentan la maestría de un narrador que se cuenta entre los más hábiles y convincentes que ha habido en las últimas décadas.

Quizá la resistencia que la película creó en quien esto escribe es la aplicación del criterio adolescente a un tema que lo excede por completo y al que es difícil aproximarse sin un sentimiento de horror trágico. La primera guerra mundial -como cualquier guerra, por otra parte, pero en especial esa por la magnitud, masividad y concentración de la matanza-, resulta inapropiada para el despliegue de los buenos sentimientos. Con todo, el carácter protagónico que asume un animal en el tramado del filme de alguna manera pone las cosas en su lugar y devuelve a la película su carácter simbólico: ese animal traído y llevado por todos los contendientes, convertido de caballo de batalla en un caballo de carga condenado a arrastrar cañones, y luego visto corriendo despavorido entre las líneas de fuego o enredado en las alambradas de púa, se convierte en una metáfora del carácter sacrificial del conflicto, que muele por igual a bestias y hombres. "Kindermord bei Ypern", "La matanza de los inocentes", llamaron los alemanes a la primera batalla de Ypres, que en 1914 segó la vida de decenas de miles de estudiantes y jóvenes que se habían presentado voluntarios al comenzar la guerra. 

El narrador toma una opción de estilo que no es frecuente en Spielberg: la contención. Tal vez era la única manera de mantener a su pieza en un terreno que no violase la mística juvenil que envuelve a sus personajes. Si se compara a Caballo de guerra con Rescatando al soldado Ryan, se comprueba que hay una distancia notable entre la violencia salvaje de aquella y el pudor con que se tratan las escenas de guerra en esta. Spielberg prefiere aquí las elipsis a la mostración cruda y desnuda de lo atroz de la guerra. Así soslaya la carnicería del escuadrón inglés que carga contra las ametralladoras alemanas mostrando los caballos sin jinete que traspasan las líneas y, en una secuencia de inusual belleza y de contenido patetismo, el fusilamiento de dos desertores es compuesto en un gran plano general tomado desde la torre de un molino cuyas aspas giran al viento. El momento de la descarga es ocultado por una de ellas que se interpone entre el momento de la muerte y la cámara, abriendo luego el espacio para la visión de los dos pobres despojos tendidos en el suelo.

Hay una precisión y un cuidado en el detalle que también deben ser tenidos en cuenta a la hora de hacer el balance de la película de Spielberg. Los uniformes y las armas, las trincheras y la tesitura del comportamiento de oficiales y soldados están recuperados con una minuciosidad preciosista. Dato este que no dejarán de apreciar los aficionados a la historia. La composición, el montaje y la calidad pictórica son asimismo estupendos y se articulan también en una especial genealogía cinematográfica. Los horizontes incendiados por el crepúsculo, los cielos grises del campo de batalla que contrastan con la preciosidad de la campiña inglesa; y el ímpetu de las cargas de caballería, remiten con indisimulada adhesión al cine de John Ford, maestro del género épico. Cuán verde era mi valle, She wore a  yellow ribbon o Horse soldiers son aquí referencia. Es un homenaje merecido, tal y como lo es el que Scorsese tributa a Méliès y los que El artista brinda a toda una pléyade de estrellas y de forjadores de un lenguaje del cine mudo y del cine sonoro.

Es consolador que las tres películas se cuenten entre las nominadas al Oscar. No porque esperemos que ganen ni porque vayan a lavar, de serlo así, a la Academia de Hollywood de su servilismo al rey dinero, sino porque su éxito puede estar indicando un viraje en el gusto del público masivo, que podría estar volviendo de su infatuación o enajenamiento por los blockbusters proveedores de nada y regresando al mundo donde la fantasía y la invención formal pueden ir aliadas a algo que no sea abyecto o puramente revulsivo.

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