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01
FEB
2012

Los paraísos perdidos

Totó y Alfredo en la cabina de proyección del Cine Paraíso.
Totó y Alfredo en la cabina de proyección del Cine Paraíso.
Nostalgias y realidades. La tecnología y la evolución del gusto: apostillas sobre la marcha del cine.

Uno de los encantos –y de las trampas- de la navegación por Internet son las sorpresas. Uno abre un archivo y, amén del tema que busca, se le ofrecen muchas otras vías secundarias que pueden llevarlo quién sabe adonde. Esto brinda una inigualable ocasión para perder el tiempo, pero también –si se mantiene el control mental que debería regir la utilización del Mouse- suministra la posibilidad de encuentros inesperados y descubrimientos a veces gratos. Buscando referencias sobre la revista Cinema Nuovo, que Guido Aristarco publicara en Italia durante los años 50 y 60 del pasado siglo, cuál no sería mi sorpresa al encontrar, en un archivo que afloró entre otros junto al tema que estaba buscando, un fragmento del filme Nuovo Cinema Paradiso que recuperaba una secuencia clave de la película de Giusseppe Tornatore, fragmento cuyo escamoteo de la versión difundida en América me había dejado desconcertado en su momento.

Apresurémonos a apuntar que aquel no fue un acto de censura motivado por razones ideológicas o por un prurito de pudibundez, sino que fue el resultado de una arbitraria disposición de los distribuidores de turno, que deben haber juzgado a la película demasiado larga para sacarle el número de funciones –y por lo tanto de dinero- para hacerla un buen negocio. Tiempo atrás, sin embargo, Tornatore pudo restablecer el metraje de su película para esta parte del mundo, completándola y haciéndola, por ende, más comprensible.

Cinema Paradiso contaba en flashback la historia de un consagrado cineasta italiano oriundo de la Sicilia, huérfano de padre y de alguna manera criado y formado por el proyectorista del cine del pueblo. El cineasta, que vuelve al paese para asistir al funeral de su mentor, había encontrado en esta figura a una especie de padre supletorio y en el cine casi a una madre. Cuando Nuovo Cinema Paradiso se exhibió entre nosotros tuvo gran éxito, pero, para muchos, resultaba evidente que había sido víctima de un corte de proporciones. En efecto, después supimos que nos llegó con alrededor de 45 minutos menos respecto del original mostrado en Europa. La torpeza del encargado de manejar las tijeras llegó al extremo de dejar en la película el comienzo del fragmento amputado. En vez de suprimir el trozo de pe a pa -lo que nos hubiera inferido un agravio, pero nos hubiera dejado ignorantes de este-, la novia de juventud de Totó, cuyo inexplicable abandono determinaría la trayectoria y la sensibilidad del cineasta, aparecía fugazmente en la forma de una mujer madura que el espectador podía sospechar había sido la protagonista de aquel romance juvenil. Esto generaba una sensación de falta. De no haber aparecido esos pocos fotogramas el filme no hubiera perdido unidad: el abandono podría haber pasado como un elemento más de los diversos naufragios que pueden experimentarse en la vida, pero la introducción de esas imágenes producía el efecto de un relato trunco.

Ahora pude rescatar ese trozo, flotante como un documento en una botella en el océano cibernético. Tal como estaba, el filme visto veintitantos años atrás se erigía en una paradoja ambulante. La película, en efecto, culminaba en un antológico montaje de los fragmentos que Alfredo, el proyectorista fallecido, había legado a Totó. Este final suponía un homenaje al cine y una exaltación de la libertad expresiva del artista, ya que estaba constituido por los fragmentos perdidos, inmolados una vez en el altar de la pudibundez del cura del pueblo. Sin embargo, la amputación del filme convertía a este, a su vez, en un paradigma de la censura...

El filme que lanzó a Tornatore tenía una inflexión melancólica tocante a pesar del manejo de muchos clisés y del hecho de que chocaba tanta melancolía en un director apenas treintañero. Aunque muy logrado en su factura, era difícil no preguntarse de dónde sacaba esa añoranza por el pasado un muchacho que aun no había vivido. O que había vivido poco.

Revisando el filme después de muchos años, uno se siente más bien predispuesto a reconocer en esa melancolía un carácter premonitorio. En un mundo donde todo discurre cada vez más rápida y confusamente, el cine –como industria, sobre todo, pero también quizá como método de comunicación- ha caído víctima del efectismo puro. Se cuentan con los dedos de las manos los realizadores de una talla equiparable a los muchos que poblaban la segunda mitad del siglo XX. Para gran parte de la juventud el cine de autor ha envejecido o simplemente se lo desconoce, y las tramas que presuponen un esfuerzo de comprensión que exceda a la sensación pura (como las de Lars von Trier o Terrence Malik) son anatema. El apetito y las reglas del mercado han avanzado en la pantalla grande y en la pantalla chica, hasta el punto de que cualquier filme que no cuente con un montaje arrollador y con efectos especiales que aturden y se suceden sin solución de continuidad, parece condenado a la visión de núcleos escogidos y poco nutridos de público. El problema es más perceptible en el cine norteamericano, pero no ha dejado de afectar a otras cinematografías.

Hay una infantilización del gusto, fogoneada por los sellos más importantes, que invalida la posibilidad de acceder al gran público con una intriga madura. Casi todo son fogonazos y vértigo. Incluso personajes provenientes de la literatura de aventuras tradicional son pescados y arrojados a una batidora que los revuelve y los devuelve a un escenario lleno de chirimbolos generados por computadora. No hace mucho hubo ocasión de ver una película que integraba en su trama a los personajes de Alan Quatermain, Minna, la enamorada de Drácula; Tom Sawyer, el capitán Nemo y hasta Dorian Gray, en un disparate divertido pero inserto en esa misma dinámica arrolladora que ha atrapado recientemente, por ejemplo, a los personajes de Sherlock Holmes y Watson. Los nuevos perfiles con los que se dota a las criaturas de Arthur Conan Doyle brindan oportunidades a los muy buenos actores que son Robert Downey Jr. y Jude Law para lucir sus aptitudes; pero poco queda, en estos denodados aventureros que orillan la histeria, de las cualidades de ingenio sarcástico, lógica matemática y aplicación metódica que distinguían a los personajes originales…

No creo estar haciendo una equiparación mecánica si estimo a partir de aquí que el sistema capitalista en su declive infecta incluso a sus mejores tendencias, la de la conquista científica y la libertad artística, convirtiéndolas en un remedo de su propio asomarse al abismo.

En fin, estas no son otra cosa que apostillas al pié de un desarrollo tecnológico vertiginoso que sería tonto negar. Sin embargo, a riesgo de parecer anticuado, hay que insistir en que el cine popular debería a lastrar a sus personajes con un poco más de sustancia. Cuando uno ve el backstage de estas películas está consciente de que los actores se mueven frente a fondos neutros, sobre los cuales la computación dibujará y compondrá los cuadros, la escenografía y los efectos especiales en los que los personajes serán integrados. Podría entenderse a este tipo de elaboración del relato como una metáfora del vacío. Pero nos resistimos a creerlo. A pesar de Mcluhan: si “la forma es el mensaje”, habrá que conquistar la forma, proveyéndola de esa esencialidad que es la propia del pensamiento crítico. Es decir, dominándola, no dejándose dominar por ella.

Gobernemos el Mouse.

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