No es un espectáculo agradable el que ofrece Argentina en estos momentos. Puestos a elegir entre los exponentes del campo medianos productores agrarios extrañamente asociados a los pool de la soja y a la Sociedad Rural- y el gobierno que defiende su derecho a practicar una política de retenciones que, eventualmente, podría moderar el modelo neocolonial de dependencia de la soja transgénica, puestos frente a esta disyuntiva, decimos, optamos por el gobierno. Pero tal cosa no puede decirse sin hacer hincapié en el hecho de que este modelo de monoproducción ha sido estimulado por las autoridades desde mucho tiempo atrás y que los exponentes del actual régimen no han sido extraños a esa política.
Pero también debemos remontarnos a la historia. Hay un aire vagamente conocido que discurre en la incipiente unidad opositora fraguada en torno del lock out del campo y que tuvo una expresión conspicua en el acto realizado al pie del monumento a la Bandera, en Rosario.
¿A qué recuerda esta insólita coalición entre los bien provistos productores de la Pampa gringa, la Sociedad Rural, los partidos tradicionales, la Sra. Elisa Carrió, el PST y una variedad de grupúsculos de izquierda?
Recuerda a la Unión Democrática, de infausta memoria, que en 1945 y principios de 1946 cohesionó en un frente contra natura a radicales, demócrata-progresistas, socialistas, conservadores y al partido comunista, todos de acuerdo para cortar el paso y abatir, si fuera posible, la experiencia populista que tenía al por entonces coronel Juan Perón como referente indispensable de un proyecto para la transformación del país.
Pero, como suele decirse, nunca segundas partes fueron buenas. Ni los opositores al actual gobierno ni este tienen la pasión que rondaba entonces por las calles. En especial el gobierno, que se ha dedicado a administrar pacatamente, mezquinamente, una ocasión histórica que requería de una energía y de un proyecto que hasta aquí brillan por su ausencia. La catástrofe causada por el capitalismo del desastre en las últimas décadas del pasado siglo en América latina, generó una actitud de rechazo que pudo ser explotada en nuestro país para restablecerlo de acuerdo a las pautas de un plan industrialista. No se lo hizo, se contemporizó y hoy nos vemos enfrentados a una oposición heterogénea pero movida por un básico resentimiento gorila, frente a un gobierno carente de respuestas y propiciador de diálogos de sordos.
De alguna manera asistimos a la contraposición de dos concepciones falsas y simétricas del país: la de los que quieren que no cambie nada, y la de los que desearían que todo cambiase sin hacer nada.
Se juega además con los equívocos. Nadie va a discutir que nuestra sociedad tiene una fuerte compulsión integradora, y que los hijos y nietos de los inmigrantes se nacionalizaron a una velocidad récord. Pero de ahí a envolverse en banderas argentinas y a tocarse con chambergos aludos, para proclamar desde sus 4 x 4 que son la columna vertebral que habría fundado y sostenido a la nación, hay un largo trecho. En realidad este país fue hecho con “sangre de gauchos”, primero en las luchas por la independencia y después con su bárbaro exterminio por cuenta de quienes se vestían con las ropas de una presunta civilización para introducir un modelo de país que distorsionaba gravemente su estructura. Para estos exponentes de la civilización fraguada a punta de rémington, no convenía asumir el país sino modelarlo de acuerdo a sus intereses y preferencias. Eligieron entonces cambiarlo, pero no de acuerdo a su naturaleza, sino subsumiendo a la población nativa bajo un aluvión inmigratorio que no sólo debía llenar los espacios vacíos del territorio, sino que debería haber cambiado para siempre la fisonomía de sus habitantes.
Este país es elástico y pudo resistir el choque, hasta digerir a los nuevos pobladores y hacerlos parte de su sangre. Pero las trazas de la colisión, del choque originario, permanecieron y, asociadas a la tradición antipopular y despectiva respecto de la población nativa, generada por la tradición de la clase dominante, terminaron por germinar en un racismo que no dice su nombre, pero que impregna a buena parte de nuestras clases medias.
Eso sí, ese racismo no se expresa en rechazo a los pobladores de todos los orígenes que provinieron de fuera, sino en un resentimiento sordo hacia los herederos de la vida criolla: contra la emigración interior que formó los cordones proletarios en torno de las grandes urbes, que en su hora nacionalizaron al enclave portuario y que hoy, rechazados y abandonados como restos, como deshechos del naufragio neoliberal, prestan su apoyo a un gobierno que, mal que bien, ha incrementado la capacidad de empleo y los está integrando –lentamente, es cierto- a la dignidad del trabajo.
Ese racismo gravita en la evolución de discusiones que giran, evidentemente, y van a girar más de aquí en adelante, en torno de intereses contantes y sonantes, alrededor de un tema que no se puede negociar a partir de criterios estrechos. Lo que está sobre el tapete son las retenciones móviles en los mercados a futuro. Los agraristas pretenden que no haya retenciones de ningún tipo. Ven la posibilidad de una desmesurada ganancia en la medida en que se prevé un incremento muy importante de los productos primarios, en buena medida inducida por la decisión de algunas potencias en el sentido de producir energía basada en esos productos. Esto es, de generar biocombustibles.
La incidencia de este tipo de producción en el alza de los precios de las commodities va a ser doble: por un lado habrá un incremento inducido por la mayor demanda, y por otro el aumento estará determinado por el hecho de que, al aumentar las superficies cubiertas con el fin de producir elementos destinados a la generación de energía, se reducirá el espacio dedicado a la producción de alimentos y su escasez hará subir a su vez los precios.
Que el gobierno quiera controlar esa peligrosa dinámica, nos parece muy justo. El cambio que se viene no puede quedar librado a los caprichos del mercado. Como el titular del Plan Fénix, el Dr. Abraham Gak, ya lo ha dicho, el país tiene una urgente necesidad de producir un desacople entre el costo interno y externo de los productos primarios. Múltiples gobiernos en el mundo practican las retenciones y a nadie se le ocurre objetar el derecho que tienen para hacerlo. El Estado está para eso, para controlar la distribución del ingreso. En Argentina, cuando un gobierno opera a favor de las grandes concentraciones de poder, desde la prensa y los medios no se escuchan protestas. No dicen ni pío, en una palabra. Pero cuando el Estado intenta jugar un poco como factor compensador de la balanza, la histeria se apodera de los conglomerados económicos y los medios la trasvasan a una información muy orientada a su favor, camuflada de independencia de criterio. Basta observar la jerarquía fotográfica otorgada a la manifestación de Rosario y la prestada al acto en Salta, el domingo pasado, sin hablar de la titulación y los contenidos de los informes y análisis que se destinan a exponer el conflicto, para comprender lo que pasa.
Como dijimos, Argentina no está ofreciendo un espectáculo agradable. Avidez, apetitos desmesurados, incapacidad para pensar en grande con una consecuente elusión de los temas fundamentales y un egoísmo monumental de parte de los productores agrarios, parecerían ser los rasgos predominantes. Y, por favor, que no nos vengan a hablar, a propósito de este conflicto, del país federal y de la rivalidad entre Buenos Aires y el interior. Lo que hay es una lucha por la torta, entre un gobierno que sabe que si abandona su función primaria de control social y de balance entre las clases, se lo van a llevar puesto, y una oposición y incoherente y desmandada, lista a subirse a cualquier plataforma que le asegure un mínimo de atención pública. El respaldo que acuerda esta oposición a los señores del dinero y de la tierra, demuestra cuál es su rol efectivo.