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08
DIC
2011

Algo más que una utopía

La unidad de Latinoamérica es un proyecto. Su consecución pasará por una combinación de realismo y voluntad trascendente que rehúse el cinismo.

Como una “solemne inutilidad” califica Jorge Asís a la creación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC). El talentoso novelista y politólogo no ahorra ironías respecto del ente burocrático nacido por estos días en Caracas y dirigido de alguna manera a soslayar la OEA, dado que la nueva entidad excluye de sus filas a Estados Unidos y Canadá. Asís expresa ese punto de vista a título individual y con la originalidad que lo caracteriza, pero no cabe duda de que su opinión es la misma que alienta a los grandes medios corporativos y al establishment, erizados de desconfianza, como siempre, ante la aparición cualquier esbozo de un nuevo orden que amenace a sus intereses.

Asís ha repetido hasta el hartazgo los pronósticos catastrofistas respecto de la gestión del actual gobierno argentino y, en general, de los gobiernos que aparecen comprometidos con un giro hacia el populismo y la centroizquierda que han copado la escena en varios países del subcontinente después de la devastación neoliberal de los ’90. Aunque se haya equivocado con una persistencia sorprendente en sus profecías, no se inmuta y ha terminado por asumir las vestes de una versión picante –inteligente, ingeniosa, sarcástica- de nuestra señora del Apocalipsis, Lilita Carrió.

Seguidor de Menem en su hora, Asís no ahorra sus dardos respecto de los que han intentado corregir la plana -con mayor o menor fortuna- a los seguidores del Consenso de Washington, de los cuales el riojano supo ser abanderado con su mezcla de astucia ramplona y fría indiferencia. El cinismo caracteriza a este tipo de visión del mundo. El fuerte de Asís está en el mismo orden de cosas, aunque por supuesto a un nivel incomparablemente superior de cultura e inteligencia. Pero el cinismo es un ácido corrosivo capaz de calar hondo y poner de relieve no sólo la ridiculez de los individuos, su oportunismo y su corrupción eventual, sino de generalizar asimismo esa condena a la totalidad del género humano. Frente a lo defectuosa que es la realidad, el cínico se siente como disculpado de serlo, igualándose de ese modo a una misma miseria que, supone él, comparten todos.

Lástima que la potencia sarcástica de Asís no sea capaz de orientarse con un sentido más positivo. Claro que en este caso ya no sería cínica, sino que más bien se convertiría en un arma de combate dedicada no sólo a poner de relieve las ridiculeces y groseras contradicciones en que abunda la realidad, sino a hacerlo con un sentido positivo, dirigido a desvelar la falsedad del contrincante así como a poner de relieve las taras y falencias del propio campo, que perjudican su prédica o mellan su filo.

La CELAC es un organismo in nuce, el embrión de algo que debe crecer y fortificarse. Pero no es, como quieren muchos, un hecho casual o un invento burocrático. Deviene de un largo acontecer histórico y expresa una necesidad imperiosa de armar a estos países frente a una crisis mundial que puede arrollarlos.

Las alternancias de la historia

La unidad latinoamericana estuvo presente en el pensamiento de nuestros próceres máximos, San Martín y Bolívar, y fue también un sentimiento que embargó a figuras como Monteagudo, O’Higgins, Artigas, Belgrano, Morazán, Martí, Santa Cruz y Solano López. Aunque, como es lógico, con un diverso grado de conciencia según fuesen su formación y las circunstancias en que se desenvolvieron. El caso de San Martín, así como el de Bolívar, son los más expresivos de la tendencia centrípeta, pues ambos coincidieron en el tiempo de la primigenia empresa libertadora y todavía tenían grabada en sí mismos la idea unitaria que provenía del hecho de que Iberoamérica era parte del imperio español. El fracaso de la revolución liberal en España y la nula atención o la agresividad que el intento democrático iberoamericano encontró en las Cortes de Cádiz, que eran parte de esa misma revolución, determinó la independencia forzosa de estas tierras. Desaparecido el centro que de alguna manera las mantenía en una unidad formal, las tendencias centrífugas que las habitaban emergieron con fuerza y determinaron su desmembración; desmembración atizada por el interés británico, que hacía tiempo venía intentando romper la armazón administrativa de la América española para facilitar la penetración de sus intereses. Durante un breve lapso la conspiración inglesa hubo de ser puesta entre paréntesis por Londres en razón de la guerra contra Napoleón, en la cual España era aliada de Gran Bretaña, pero, terminada la guerra en el viejo mundo, pudo otra vez manifestarse sin tapujos y soplar para dispersar a los pueblos que se rebelaban contra el absolutismo fernandino.

La vastedad de los territorios, la escasez de población y los obstáculos orográficos contribuyeron también para que los núcleos de la burguesía comercial portuaria ejercieran una tendencia centrífuga irresistible que a la postre, gracias a su acumulación de riqueza y a la existencia de una clase terrateniente también interesada en jugar la carta del monocultivo y la vinculación con el mercado mundial trámite Inglaterra o Estados Unidos, hizo saltar en pedazos cualquier unidad continental posible. Esta tendencia al empequeñecimiento recortó incluso las posibilidades de las unidades “autónomas” que se formaron por entonces, pues en todas ellas las oligarquías dominantes tendieron a ver un mal en la extensión territorial y prefirieron operar en base a superficies manejables, ahogando las resistencias internas primero con las armas y luego con un alud inmigratorio que en la Argentina, por ejemplo, suspendió en parte de la población la conciencia de sus orígenes.

Esa suspensión de la conciencia era artificial, sin embargo, y poco a poco –en especial cuando las crisis del mundo exterior fueron poniendo en tela de juicio el vínculo con los centros globales de poder-, el sentimiento nacional comenzó a reconfigurarse. Los experimentos sustitutivos de las importaciones que dejaban de llegar del exterior o lo hacían en unos términos de intercambio absolutamente desfavorables; el trasiego poblacional del campo a las ciudades, en busca de ocasiones para salir del atraso; la hinchazón de los centros urbanos que acumulaban trabajadores mal pagos y donde solían proliferar los núcleos de pobreza; el fracaso absoluto del andamiaje político, vinculado al sistema dependiente, para dar una respuesta a las nuevas circunstancias, dieron la oportunidad a liderazgos carismáticos, populistas, que controvirtieron el modelo tradicional de hacer política, pero que fueron una y otra vez socavados y derrocados por un sistema al que ofendían sin destruirlo.

Este ir y venir fue característico de las discordias civiles latinoamericanas a lo largo del siglo XX. Revolución y contrarrevolución, progreso social y reacción, fueron el subibaja en el cual muchas sociedades latinoamericanas se reconocieron. El intento más superador en sus intenciones estuvo dado por Perón, que por su formación militar e intelectual tenía una clara noción de la geoestrategia e intentó plasmar una unión entre Brasil, Argentina y Chile, unión que no tardó en ser relegada al desván de los sueños por el suicidio, el derrocamiento o el eclipse de los mandatarios que la habían acogido.

Promediando la década de los sesenta afloró otra vez una tendencia que intentó aproximarse al sueño de una unidad continental como expediente para canalizar una revolución. La utopía partió de Cuba, pero abrevó en una concepción demasiado voluntarista de la realidad, que no midió la fuerza de las resistencias que habían de oponérsele. El resultado fue un fracaso sangriento, que ayudó a abrir las puertas a la experimentación del modelo neoliberal. El “capitalismo de shock” que aportó este devastó al continente, pero sirvió también caldo de cultivo para un rechazo en profundidad de lo que el modelo representaba y para redescubrir los vínculos con el pasado, dotando de un sentido a los esfuerzos cumplidos para configurar un bloque regional, provisto de unidad cultural y de recursos para plantarse como una fuerza de peso en la escena mundial. Gobiernos como los de Chávez, Lula, Dilma Rousseff, Néstor y Cristina Kirchner, Rafael Correa, Pepe Mujica o Evo Morales ejemplifican, con sus altas y sus bajas, con sus méritos y limitaciones, la nueva hora que despunta en América latina.

La CELAC: un salto cualitativo

La reunión de la Comunidad de Estados de Latinoamérica y el Caribe realizada en Caracas tuvo un carácter fundacional. Es un progreso respecto del Grupo de Río y un hecho inédito en la medida en que incluyó a una serie de países del Caribe, entre los cuales Cuba se proyecta como una demostración de que una cierta libertad de criterio ha sido recuperada por los países del continente. Que el estado paria de la comunidad latinoamericana ingrese con pleno derecho a ella representa un desafío a la prohibición norteamericana en el sentido de mantener vínculos con ese país. Desde luego que el diktat estadounidense hace mucho que ha dejado de tener el peso de otros tiempos –en buena medida porque Cuba también hace mucho que dejó de representar un peligro-, pero hay que recordar que el aislamiento a que fue sometida la isla al principio de su revolución resultó un factor determinante de la radicalización de esta, del contorno aventurado que tomó su política exterior y de su forzada vinculación al poder extracontinental de la URSS. Factores que a su vez contribuyeron a elevar una muralla entre ella y los otros Estados del subcontinente.

Aunque sea solo por este dato la Cumbre de Caracas habría tenido un sentido. Pero el resto de lo convenido allí tampoco puede definirse como simple hojarasca diplomática. Desde luego que algo de esta no podía evitarse, dado que sólo en base a declamaciones abstractas podía lograrse la concurrencia y el común acuerdo de mandatarios que representan diversas posiciones del espectro ideológico. Hubiera sido difícil que Sebastián Piñera y Juan Manuel Santos coincidieran con Rafael Correa o Hugo Chávez en temas como el imperialismo. Pero en el comunicado final y en los 18 comunicados especiales ingresaron asuntos que tienen importancia, como por ejemplo el reconocimiento de Haití como pionera de la rebelión de los negros contra la opresión colonial, lo que da a Toussaint l’Ouverture el carácter de primer prócer y protomártir de la independencia latinoamericana. Y fue significativo el respaldo otorgado a la Argentina en su diferendo con Gran Bretaña por las Malvinas.

La razón y la fuerza

Ahora bien, en este punto es inevitable darle algo de razón a Jorge Asís en su irónica percepción respecto de la multiplicación de organismos burocráticos y la escasa utilidad de estos. El problema de Malvinas está elevando temperatura a partir de la iniciativa británica de explorar por su cuenta la cuenca petrolera que se cree que allí existe y de la reciente decisión de crear un “santuario ecológico” en torno de las islas Georgias del Sur y Sandwich, también reclamadas por nuestro país. Las protestas del gobierno argentino van a seguir suscitando un eco en la CELAC y otros organismos, pero las palabras cuentan poco frente a la fuerza bruta. Malvinas es un tema iberoamericano, pero primordialmente es argentino. Nuestro país puede y debe buscar un respaldo continental a sus requerimientos, pero a menos que esté decidido a efectuar los gastos y sacrificios que implica sobrellevar este pleito, no puede esperar otra cosa que bienintencionadas declaraciones de solidaridad de parte de los países hermanos.

Esos gastos y sacrificios pasan por la voluntad de preparar a Argentina para una contienda que no tiene que ser bélica, pero que requiere de una política de defensa que tome en cuenta un rearme militar y psicológico que provea al país de las reservas para afrontar un contencioso a largo plazo, fundando la resistencia no sólo en los derechos humanos y soberanos, sino también en la fuerza moral y física que es necesaria para que los primeros no se conviertan en vana retórica.

La desmalvinización y un antimilitarismo genérico han minado en las últimas décadas la voluntad defensiva no tanto del pueblo como más bien de esa masa difusa que solemos denominar “público”. Es decir, del que hace de los medios de comunicación su pan cotidiano. Sería bueno que se comprendiese la necesidad poner a lo principal por delante de lo secundario y que se reconociese que las fuerzas armadas de hoy no son las de ayer, que sólo comprendiendo esto se impedirá que puedan volver a serlo y que hay temas de interés y defensa nacionales que trascienden los avatares de esas instituciones y que nos tocan a todos. El caso Malvinas es indisociable de la geopolítica argentina y, por extensión, sólo por extensión, suramericana. El archipiélago malvinero ha sido convertido por Gran Bretaña en una base aeronaval de primer nivel, desde la que irradia sus dictados sobre la región austral que nos compete y desde la que puede influenciar a Chile, cuyas fuerzas armadas y cuya clase dominante no han experimentado demasiadas variantes desde la época de Pinochet.

Este panorama, así como el que resulta de las líneas de fuerza de una política global en la que el factor principal es la carrera por el control de los recursos naturales que ponen en práctica las grandes potencias, obliga a meditar sobre el tema de la defensa nacional y a acometer los emprendimientos que en esa materia se están haciendo imperiosos. Como lo son la potenciación tecnológica de las fuerzas armadas –tema sobre el cual la Presidente Cristina Fernández por suerte se ha manifestado muy decidida-, la puesta en pié y en el aire de la Fuerza Área, el reequipamiento y reforzamiento del Ejército y la potenciación de la Armada, fuerza clave esta para dirimir cualquier tensión en el área austral.

Hace unos meses la por entonces ministra de Defensa Nilda Garré anunció la construcción de un submarino nuclear argentino. Es un proyecto que viene de arrastre desde los tiempos posteriores a la guerra de Malvinas y que fue oportunamente congelado, junto al Plan Cóndor que debía proveer de capacidad misilística a la Argentina. Ahora se conoce que el proyecto del submarino nuclear está de nuevo en marcha, pero no se han revelado los costos ni el presupuesto del que dispondría el proyecto. Aun implantándose el reactor nuclear argentino CAREM en el ARA Santa Fe S-43 –que está construido a medias en el Complejo Naval Argentino (CINAR)-, es dudoso que semejante empresa pueda concretarse dentro de los marcos del presupuesto ordinario de las Fuerzas Armadas. Este presupuesto es de una austeridad franciscana, representando apenas el 0,9 por ciento del PBI, con 2600 millones de dólares anuales, mientras que Brasil gasta en el mismo rubro y en el mismo lapso 51.000 millones de dólares. (1)

No se trata, como es obvio, de lanzar una carrera armamentística bilateral. Ese es punto perimido y superado. Brasil y Argentina han de colaborar y no competir en el campo de la defensa, puesto que sus intereses coinciden y sus potenciales enemigos son los mismos. Pero sí se trata de poner al país en condiciones de brindar algo más que una representación ética de su fuerza moral y sus buenas intenciones. El mundo no se maneja en base a esos parámetros y, nos guste o no, hemos de hacernos cargo de este hecho.

Nota

1) Fuente: defonline.com.ar 

 

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