La novela rusa del siglo XIX representó la cúspide de la narración literaria en un siglo que fue, sin embargo, fecundo en genios de la talla de Goethe, Victor Hugo, Balzac, Stendhal, Melville, Thackeray o Dickens. Su rasgo distintivo fue su vinculación estrecha y explícita con la realidad social, una excepcional capacidad de penetración psicológica y una inagotable cantidad de temas y personajes, propuestos y desarrollados en un torrente narrativo que inundó al mundo y dejó una huella imborrable en la literatura. Tolstoi, Dostoievsky, Gógol, Gonchárov, Turguéniev, Chéjov fueron las cimas de un sistema montañoso que sin embargo contó con una gran cantidad de autores secundarios que les hicieron de contrafuerte, algunos de ellos de gran envergadura y que en ciertos casos se adentraron incluso en siglo XX: Saltykov-Schedrin, Bunin, Kuprin, Nikolai Garin, Leónidas Andréyev…, para citar a aquellos que vienen a la memoria.
La literatura rusa de la época clásica tuvo un acento épico –si no siempre por sus temas, sí por el esfuerzo titánico de comprensión del mundo que ostentaron sus autores. Aunque se suele contraponer Tolstoi a Dostoievsky en razón de su respiro y del aire que circula por los grandes espacios del primero, y de la indagación frenética hacia el subsuelo psicológico de los seres humanos propia del segundo, ambos representaron un esfuerzo, abarcador y profundo a la vez, en materia de observación y plasmación de seres situados en un universo social.
La gran tradición de la novela rusa se cortó en cierto modo después de la Revolución de Octubre. El período soviético en su primera etapa fue ocupado por un esfuerzo de destrucción y construcción donde el requisito primario de la creación artística –la libertad expresiva- con demasiada frecuencia fue sofocado o limitado por las exigencias de la lucha política y por el viraje cada vez más pronunciado hacia el estado totalitario, que encontrarían en el período estalinista y en la factura de un arte oficial su momento de congelación. El “realismo socialista” representó una deformación militante del concepto del realismo social y de hecho se convirtió en un arte acartonado y difícil de tragar. La vivacidad de las narraciones rusas se apagó o, eventualmente, encontró sus logros más altos en el cine, al menos hasta que la losa del no-pensamiento burocrático cayó sobre todos.
El punto más elevado de la literatura de ese período fue El Don Apacible, el gran fresco de la vida cosaca escrito por Mijáil Shólojov, que se extiende por los años de la primera guerra mundial y la guerra civil y que tiene una gran transparencia lírica en la pintura de la naturaleza, asociada a una brutal exposición de las contradicciones sociales en una comunidad guerrera y campesina que se ve dividida por las líneas de fuerza representadas por el bolchevismo de un lado y la reacción blanca del otro. Dicho de otro modo, por un intento de superación de la aldea de parte de algunos personajes que quieren sumarse al flujo de la historia, y el apego furioso a la tierra propio de los pequeños y medianos propietarios que rechazan el intervencionismo comunista sobre la propiedad privada. Curiosamente esta obra, ejecutada durante el período estalinista, logra asociar la ortodoxia del partido con una descripción de personajes cuya mayor vitalidad se da en los casos de los individuos renuentes a acomodarse al cambio. Esto no le valió reproche alguno a Shólojov, quien de hecho se afirmó –a través de otros trabajos a decir verdad de un tenor muy inferior al de su primera obra- como el arquetipo del escritor soviético. La alquimia que hubo de tener lugar para que se produjese este hecho, tal vez estuvo dada por el conformismo del artista respecto de la línea general partidaria, incluso en el período más sombrío de los años ’30, en la época de los “procesos de brujas” de Moscú, cuando se produce el exterminio de la vieja guardia del partido, la decapitación del ejército rojo, el fusilamiento de cientos de miles de personas y la deportación de otros millones de seres a los campos de trabajo forzado.
El régimen estalinista no toleraba la protesta. El que le siguió apenas un poco más, aunque su intolerancia ya no tuvo las características de coerción inhumana que distinguió al primero. En la posguerra Borís Pasternak escribió –ya muerto Stalin y en la estela del “deshielo” iniciado por Níkita Khrúschov-, El Dr. Zhivago, una obra que intentaba realizar un repaso de la historia rusa contemporánea a través del prisma de un médico burgués al que le toca vivir una historia de amor imposible en plena revolución. La novela fue prohibida en la URSS y se erigió en cambio en un éxito de venta en Occidente, adónde fue contrabandeada por amigos del escritor. Junto a unos logros indiscutibles vinculados sobre todo a la descripción del paisaje y de la vida íntima de los personajes, la novela renquea en razón de su desorden expositivo y de su autocomplacencia, que lleva a Pasternak a adornar a su personaje con todas las virtudes habidas y por haber –es bueno, generoso, irradia una simpatía humana que subyuga incluso a sus enemigos- y por una predisposición a olvidar la definición del campo revolucionario o de confinar este al personaje de Strélnikov, un anarquista que sólo por un esfuerzo de voluntad se allana a la disciplina bolchevique y termina suicidándose.
Otro autor que recogió la experiencia soviética en una obra de gran aliento aunque circunscrita a un asunto muy específico, fue Alexander Solyenitsin, con Archipiélago Gulag y El Pabellón del Cáncer, dedicados a describir la vida y muerte de los “zeks”, los trabajadores forzados confinados por el estalinismo en zonas remotas próximas al Círculo Polar Ártico. Solyenitsin era un tipo de firmes convicciones cristiano-ortodoxas y de gran entereza personal, cuya intransigencia llevó a que las autoridades soviéticas, tras un momento inicial en que respaldaran su obra porque servía a la demolición del mito de Stalin, lo expulsaran de su país en 1974. No volvió a Rusia hasta 1994, después de la caída del comunismo. Su obra, en el exilio y tras de la vuelta a la madre patria, viró hacia un conservatismo exacerbado, fincado en el nacionalismo y la religión, llegando incluso a sostener la necesidad del retorno de zarismo.
Vasili Grossman, un escritor mimado por el régimen y un gran corresponsal de guerra, también se volvió en contra de la experiencia soviética. Sin duda, como muchos de los exponentes de su generación, fue consciente del doble papel representado por el estalinismo en la vida rusa: la arrancó del atraso preindustrial, pero también la castigó, degradó y arruinó moralmente. Su obra más notoria fue Vida y Destino, un fresco de la Gran Guerra Patriótica que exalta la capacidad de sacrificio del pueblo ruso durante la segunda guerra mundial a la vez que fustiga la limitación de sus líderes y el carácter tortuoso de la vida bajo su égida.
Una novela-río
Pero el florón más interesante y potente de esta corriente literaria dedicada a retratar las peripecias de la Rusia moderna, es Una saga moscovita, una novela-río concebida por Vasili Aksiónov y que acaba de aparecer en castellano. A mi entender es más abarcadora y comprensiva que los libros antes mencionados, aunque comparte con ellos un resentimiento antisoviético que aquí toca extremos de inédita virulencia. Aksiónov, fallecido en 2009, fue hijo de la escritora Evguenia Guinzburg, una de las mayores cronistas de la vida en el Gulag, donde fuera recluida en 1937 con una condena de diez años por presuntas vinculaciones trotskistas. Aksiónov, de cinco años por entonces, recién volvió a encontrarse con su madre en 1948 en Magadán, una colonia penal remota adonde iban a parar los sobrevivientes de Kolimá una vez que purgaban su pena. El futuro escritor hizo sus estudios secundarios en ese lugar, volvió después a Moscú, se doctoró como médico e inició una proficua labor literaria que, al cabo de unos pocos años, lo llevó también al exilio en Estados Unidos, de donde volvió a su patria caído el comunismo, con la novela que comentamos ya casi terminada.
Una saga moscovita se propone como un relato de fuerza hercúlea. En cierto modo no disimula su propósito de emular a Guerra y Paz de Tolstoi, aunque tanto en este como en otros casos, la comparación le queda grande. Se ha tornado una costumbre, en efecto, traer a colación, a propósito de cualquier novela de grandes dimensiones, la referencia al aristócrata de Yasnaia Polyana. Es una política de mercado para ingenuos, pues es difícil que alguien pueda igualar el ímpetu narrativo, la fuerza estilística, la penetración psicológica, el universo de personajes de rica vitalidad y la habilidad para penetrar un entramado social extraordinariamente vivo, como los que ostenta Guerra y Paz, un clásico para todos los tiempos; concebido, por otra parte, en una coyuntura histórica que difiere mucho de la actual. La comparación con esa obra irrepetible, por lo tanto, puede resultar contraproducente respecto de un lector avisado. Pero si nos abstenemos de este tipo de comparaciones y reconocemos a Una saga moscovita como una parte del género épico ruso, es decir, como la presentación subjetiva de un devenir donde una gran cantidad de personajes y sucesos es ordenada por la visión abarcadora de un autor, el libro Aksiónov tiene una más que sólida presencia y vale por sí mismo.
La historia discurre a través de las diversas peripecias por la que pasa la familia Grádov, cuyo fundador es un eminente médico. En ese núcleo confluyen personajes que se funden en su seno o tienen una relación episódica con él, pero que en su conjunto resultan representativos de los diversos estratos de la sociedad soviética. Está la mujer de Borís Grádov, el médico, una georgiana que pudo tener una brillante carrera como pianista; los hijos Nikita, Kiril y Nina (un alto jefe militar, un fanático comunista y una brillante poeta que durante un tiempo coqueteó con el trotskismo), y también figura Mitia, el hijo de una familia kúlak recogido por Kíril y su esposa durante el período de la colectivización forzosa del campo. A estos se suman los personajes que giran en el entorno de cada uno de ellos, desde la esposa de Nikita, Veronika, una mujer de esplendente belleza que es deseada sin fortuna por el coronel Vuinóvich, un camarada de armas de su marido, hasta los personajes menores que tienen una presencia muy fuerte en la novela, como la sirvienta Agasha y su cortejo, un agente de la Cheká que guarda sin embargo fidelidad a la familia.
Sobre todo este mundo gravita la presencia del sistema, al que se pinta con colores que van virando desde el claroscuro a la más negra noche. De ahí también emergen retratos sobre los que Aksiónov deposita una formidable capacidad de diatriba y que resultan en algunos de los momentos más elocuentes de la novela.
El territorio de Aksiónov primero son los años veinte, en el momento en que la Oposición de Izquierda es derrotada por Stalin; luego la época del terror de fines de la década del ’30; más tarde la segunda guerra mundial y, finalmente, el período que la sigue hasta el momento de la muerte de Stalin, un lapso de ocho años en que la historia parece quedar en suspenso, mientras se aguarda la desaparición del anciano líder, pero siguen funcionando los dientes de la trituradora que muele los destinos humanos…
El libro se extiende a lo largo de 1.185 páginas, que los editores españoles, con pésimo criterio, publicaron en un solo volumen, a pesar de que el original ruso apareció en tres tomos publicados sucesivamente. El manejo de un libro de semejante tamaño es incómodo en grado sumo.(1)
Más allá de esta precisión, el libro de Aksiónov es insoslayable. Es, una vez más, un examen hostil de lo operado durante el período comunista, pero dotado de una maestría técnica que no es el lote del Dr. Zhivago y de una forma novelesca de gran altura que no alcanzan Solyenitsin ni Grossman. La pieza literaria de Aksiónov tiene algo de una sinfonía burlesca (diferenciándose en esto de la severidad conceptual de los clásicos de la literatura rusa) e introduce digresiones surrealistas que se independizan de las largas y profundas consideraciones de Tolstoi sobre la historia. Estos intervalos o entreactos no quitan unidad al relato; más bien lo complementan con contrapuntos irónicos que sólo en apariencia se separan de él.
De hecho, son estos apuntes irónicos los que vienen a suministrar el resumen de la tesis
desarrollada en el libro a lo largo de su caudaloso material narrativo. Esto es, el enjuiciamiento de la revolución y de todos sus protagonistas como un fenómeno absurdo, fundado al principio en un romanticismo que se ignora a sí mismo y que se reviste con las vestes de un racionalismo inclemente, cuyo rigor se resuelve finalmente en la paranoia y en una opresión desatinada. Los engranajes de ese proceso muelen incluso a quienes lo habían prohijado, de acuerdo al principio según el cual “la revolución devora a sus hijos”.
Junto a esta constatación pesimista, Una saga moscovita explaya una doble y contradictoria nostalgia: la del capitalismo y la de una comprensión superadora del horror del mundo a través de la reconexión a los valores del cristianismo y de una entrega panteísta al misterio de la naturaleza. Creo que la primera es un tanto oportunista y que segunda es la que está en el fondo de la concepción de Aksiónov y la que otorga a su obra su vibración más profunda. La forma en que el autor elabora sus interludios o divagaciones que enlazan las diversas partes de su novela, amén de ser original e ingeniosa, suele resultar asimismo muy expresiva de esa preocupación fundamental por el misterio. La ocurrencia de convertir a los personajes históricos en animales de vida primaria, tras una suerte de proceso de transmigración que les serviría de purgatorio antes de disolverse en el espacio, que es uno de los hallazgos del libro, no anula sino que refuerza esa tendencia. En esos “entreactos” el lector se encuentra con personajes como el poeta Demián Bedni, cortesano del poder rojo, convertido en una lechuza; a Andrei Kurbski, el príncipe que fuera enemigo de Iván el Terrible, transmutado en el perro de la familia Grádov; a Lenin, hecho una ardilla gigante de gran potencia copulativa, y así sucesivamente.
El eje del relato
Lo que cabe reprochar (al menos desde nuestro punto de vista) a Una saga moscovita es ajeno a su fuerza artística. Se vincula a su vertiente política, que se propone como eje del relato. Es legítimo, en consecuencia, observar a la novela de Aksiónov también desde este ángulo, aunque ello no destruya el reconocimiento que la obra merece por su grandeza literaria.
En la descripción de las indignidades del comunismo falta un elemento que fue parte determinante en la gestación de estas: la conjura imperialista contra el estado socialista recién nacido y que intentaba afirmarse sobre sus piernas. Es verdad que tal conjuración no alcanza a explicar la bestialidad del sistema policíaco que terminó envolviendo a la sociedad soviética, pero también es verdad que, sin ella, los elementos de atraso y barbarie feudal que anidaban en la sociedad rusa no habrían podido expandirse de la forma en que lo hicieron.
Había figuras y fermentos en la capa dirigente que cayeron abatidos por su incapacidad para comprender la naturaleza de las fuerzas a las que se enfrentaban en su mismo bando, así como la del magma social al que intentaban moldear; pero tenían grandeza y su autoritarismo difería del que a la postre se hizo con el poder y corrompió a la experiencia revolucionaria. Ni la Oposición de Izquierda ni la Oposición de Derecha hubieran incurrido en la brutalidad administrativa del estalinismo si este no hubiera encontrado su oportunidad en la paralización de sus adversarios ante la existencia de una conspiración internacional dirigida a aplastar en el huevo la posibilidad de una concreción de la utopía comunista. Por supuesto que los dirigentes de la primera fase de la revolución fueron asimismo implacables en la represión del terror blanco y no ocultaban su deseo de exportar la revolución promoviendo un trastorno universal que instaurase la “dictadura del proletariado”. Pero no hay que olvidar que ese radicalismo exterminador no era indiscriminado y provenía no sólo de la exacerbación del doctrinarismo marxista, sino también y sobre todo de la comprobación de la bestialidad del capitalismo, ilustrada por los horrores de la primera guerra mundial.
Este escamoteo del cerco imperialista y esta reducción de la peripecia histórica a los demonios de un idealismo pervertido son el tributo que Aksiónov paga al momento y las circunstancias en que su obra fue concebida, que coinciden con su exilio en Estados Unidos y el derrumbe del monolito soviético. Sin embargo, no se le puede reprochar esto en exceso; después de todo esa falla constituye su tributo a su propio momento histórico. Aunque hay que puntualizar la reserva frente a ese tipo de perspectiva, lo que cuenta en definitiva en la novela es sobre todo la vastedad del esfuerzo narrativo, la credibilidad de los caracteres, la potencia descriptiva del relato, la habilidad para enhebrar todos esos destinos y la eficacia con que son tratados personajes como Lavrenti Beria, un grabado al vitriolo de quien fuera el epítome del esbirro y del burócrata.
Sobre el conjunto de la novela planea la nota mesiánica de la gran novela rusa. Como sus antecesores, aunque fundándose en un registro irónico y en apariencia escéptico, Aksiónov busca la clave mística que le permita desentrañar el significado del universo. Por supuesto que la suya es una pregunta sin respuesta. Pero el hecho de que la haga es una demostración de que la gran literatura está viva todavía. No hay comparación entre este esfuerzo narrativo y las frías elucubraciones de un Michel Houellebecq, por ejemplo, tal vez el más significativo exponente del actual momento de la literatura occidental, quien se formula los grandes interrogantes del presente dando anticipadamente por supuesto que todo está perdido. En la manera de preguntarse las cosas que tiene Aksiónov va implícita, en cambio, la voluntad de encontrar una respuesta. Poco importa que no la halle, pues, como dijo Antonio Machado: “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”.
La novela rusa contemporánea nos sigue debiendo, sin embargo, la gran novela de la época. Los trabajos que hemos mencionado comprimen la ilusión, la brutalidad, la destrucción del sueño, pero aun no encontramos el remanente, el sedimento de la experiencia histórica que quedó de esa parábola y que no pueden ser solamente el del horror y el desencanto. Pero seguramente los tiempos todavía no están maduros para esto. En algún momento despuntará de nuevo la ilusión y la utopía volverá a convertirse en una meta hacia la que hay que avanzar. A sabiendas de que al hacerlo veremos como ella se aleja, pero revelando y abriendo otros mundos de infinitas posibilidades.
Nota
1) Existe una manía, en España, en el sentido de sacar al mercado libros de un tamaño descomunal y en ediciones de tapa dura. Se echa de menos la existencia de la industria editorial argentina, alguno de cuyos sellos fueron fundados por españoles que huían de Franco. Losada, por ejemplo, observaba un gran rigor respecto al texto y se esforzaba en sacarlo en versiones cuidadas, manejables y traducidas de manera excelente. La traducción directa del ruso por Marta Rebón de Una saga moscovita es muy fina y da la impresión de no desmerecer a estas, pero otros productos editoriales, en particular los ensayos, no suelen ser servidos con la misma calidad.