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20
OCT
2011

Gaddafi

El joven coronel Gaddafi al comienzo de su travesía en el poder.
El joven coronel Gaddafi al comienzo de su travesía en el poder.
El último exponente de la revolución árabe de la posguerra ha sido eliminado. El futuro de Libia está por ahora en la mesa de juego que controlan Estados Unidos y la UE.

Muammar el Gaddafi ha muerto a manos de la OTAN y de miembros del movimiento rebelde. Según los datos más atendibles, un ataque aéreo destruyó el vehículo en que viajaba retirándose de Sirte, su último bastión, y luego fue retirado herido de ese lugar, y asesinado. Era un final previsible: desde el comienzo de la operación contra Libia, los intentos de eliminarlo habían menudeado –en uno de ellos perecieron uno de sus hijos y varios de sus nietos- y estos ataques habían sido antecedidos por otros, en uno de los cuales –en 1986- perdió la vida una hija adoptiva del gobernante libio.

La hipocresía reinante a nivel global intenta disimular con una nube de palabras la realidad de los hechos. Y esta no es otra que estamos –desde hace tiempo- sumidos en una ola de bestialidad colonialista que ha reemplazado el viejo lema imperial de la lucha de la civilización contra la barbarie, por el de la lucha por los derechos humanos de los pueblos oprimidos por sus “dictadores”. Una oleada de abnegación asesina conmueve a los gobiernos de occidente: se trata de liberar a naciones cuya libertad se ve sofocada por sus mandantes tiránicos. No importa que esos mismos gobiernos del Occidente avanzado estén aliados a gobernantes que estrangulan a sus pueblos a la vez que son ejecutores eficientes de las políticas del Imperio. Esta contradicción no tiene importancia, la máquina mediática está allí para atontar al público y para recubrir la crudeza de los hechos con un velo de palabras y de información arbitraria, inconsulta y banal, que otorga la misma importancia a un desnudo en la televisión o a un partido de fútbol que a una agresión imperialista. Todo pasa, todo se renueva, y el flujo de las imágenes y el martilleo de conceptos desasidos de toda conexión dialéctica con la realidad, somete a la masa del público a una jibarización mental a una escala que era imposible en el pasado.

Nunca se pone de relieve que el abatimiento de los “tiranos” -y la fragmentación de sus países, que suele ser su inmediata consecuencia- está vinculado a la existencia en ellos de recursos estratégicos importantes para la consecución del poder global, ni al detalle de que los déspotas en cuestión tienen la originalidad de pretender usufructuar esos recursos en beneficio de sus propias sociedades. Y eventualmente en provecho propio, por qué no, cosa que permite inflar el discurso redentor de los filibusteros occidentales con los vientos de una retórica de lo más indignada.

Desde comienzos del nuevo siglo o incluso un poco antes, las prácticas agresivas de la coalición liderada por Estados Unidos se han cobrado una serie de piezas. Slovodan Milosevic murió en la cárcel en circunstancias poco claras, Yasser Arafat fue envenenado –un dato sobre el que sobrevuelan los medios-; Saddam Hussein fue ahorcado tras una parodia de juicio durante el cual fueron eliminados físicamente y en forma sucesiva los abogados encargados de defenderlo, y ahora Muammar el Gaddafi ha caído, abatido por la OTAN y los rebeldes del CNT. Aunque la autoría del asesinato no cambia nada. ¡Si hasta Itzak Rabin fue liquidado por un extremista de derecha judío porque estaba llevando el proceso de paz con los palestinos demasiado adelante!

En este carrusel siniestro, cabe destacar que con Gaddafi desaparece uno de los últimos protagonistas de la revolución colonial posterior a la segunda guerra mundial. Sólo resta Fidel. Gaddaffi había llegado al poder en 1969, derrocando a una monarquía consubstanciada con los intereses de los países occidentales, y en particular con los de Italia, antigua potencia colonial que había regido al país desde 1911, en ocasiones con brutalidad suma. Fue el último de los insurgentes contra el orden colonial. Coincidió –en el tiempo-con el estallido del Mayo francés y la oleada subversiva e inconformista que lo sucedió, pero sobre todo con los últimos fuegos del nacionalismo militar árabe, que había despuntado con la revolución egipcia encabezada por Gamal Abdel Nasser. Muy poco después Nasser falleció, y el proceso por él encabezado entró en declive, siendo suplantado por regímenes sin duda despóticos que, o arreglaron con los Estados Unidos, o se mantuvieron en un difícil equilibrio entre estos y la Unión Soviética. Los casos de Siria e Irak fueron demostrativos de lo último.

Gradualmente Gaddafi fue evolucionando hacia actitudes que combinaban una mayor aceptación del Islam, el ejercicio del terrorismo como expediente para replicar el acoso a que era sometido y una apertura al África negra como forma de escapar al aislamiento y también como instancia susceptible de avivar los fuegos revolucionarios en el continente negro. Después de la caída de la URSS, sin abandonar sus intereses en el África profunda, arregló sus cuentas con Occidente, renunciando a cualquier maquinación de corte terrorista y abandonando su programa nuclear. Esto le valió el reconocimiento de los gobiernos de la UE y de Washington, muy interesados en explotar el petróleo libio, de gran calidad, y de pisar sobre los recursos hídricos que esconde el subsuelo de ese país. A partir del 2000 Gaddafi dio entrada al país a las grandes compañías de hidrocarburos norteamericanas y británicas, aunque manteniendo celosamente la soberanía sobre los recursos del subsuelo.

Si esto indujo a Gaddafi a sentirse seguro, pronto tuvo oportunidad para desencantarse. En la ola de la reconfiguración del Medio Oriente que la “primavera árabe” ha consentido a Estados Unidos, se convirtió en un blanco predilecto. Desarzonarlo del poder, dividir a su país a través de fronteras de diferenciación étnica, como las que pueden significar la Cirenaica –poblada por árabes puros-, la Tripolitania y el Fezzan, donde la población es más bien mestiza o de origen beduino, se ofreció como una posibilidad muy apetecible. De pronto surgieron grupos que reivindicaban “libertades democráticas” al estilo de los tunecinos y los egipcios. Pero esa evolución hacia la modernidad tuvo de peculiar el que fue movilizada en gran medida por ex colaboradores de Gaddafi y por fundamentalistas musulmanes. Y no tanto de adentro, sino provenientes de Arabia saudita y otras regiones. Algunos –o muchos- de ellos fueron identificados como pertenecientes a células de Al Qaida. Los “mujaidines de la libertad” redivivos, en una palabra. Entre todos montaron una guerra civil que fue explotada de inmediato por Occidente a través de una parafernalia judicial y mediática que puso fuera de la ley al mandatario libio, y de unos emprendimientos militares en apoyo de los rebeldes que violaron todas las reglas del derecho internacional, invirtieron la situación operativa en el terreno y provocaron víctimas incontables entre los civiles. El resultado estaba cantado.

A lo largo de su carrera Gaddafi experimentó transformaciones, que lo convirtieron, del coronel de apariencia austera que era al principio, en una especie de líder tribal ataviado con ropas típicas. Si esto obedeció a un histrionismo de ribetes patológicos o era parte de una adecuación de su personaje a las necesidades que le planteaba su nueva forma de entender su misión, no podemos saberlo. Pero sí que en la última etapa de su carrera su apariencia para nosotros estrambótica no impidió a los mandatarios de Occidente abrazarse con él y cumplimentarlo con gusto.

Hoy Gaddafi ha pasado a la historia. Su lugar en ella debe ser determinado aún. Pero estamos seguros de que será mejor que el de sus verdugos.

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