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17
SEP
2011

Juan y Eva

Una película de mucho nivel, que devuelve inmediatez física y hace afectivamente reconocibles a dos figuras a las que el imaginario popular ha tendido a convertir en leyenda.

Me resulta difícil, casi imposible, disociar la crítica de una película como Juan y Eva de mis propias vivencias. Mi infancia la viví en Buenos Aires, en un hogar politizado si no en el sentido técnico del término, el de la militancia, sí en el de un interés apasionado por lo que ocurría en rededor nuestro. Eran los años de la guerra mundial y del nacimiento de peronismo. El gobierno de facto del ’43 y sus figuras me eran familiares. El 17 de octubre lo sentí con una inmediatez urgente. Vivíamos en Barracas y tuve ocasión de ver y oír a los grupos de obreros que remontaban la avenida Vélez Sarsfield rumbo al centro de la capital y la Plaza de Mayo, provenientes de Valentín Alsina y Avellaneda. Ese día quedó grabado a fuego en mi memoria. A mediodía parecía todo terminado, pero durante la tarde se hizo evidente que la situación se tensaba cada vez más. Y a la noche escuché al general Farrell por la radio, intentando hacerse oír por el pueblo en la plaza, su fracaso y el discurso de Perón que cerró la jornada en un baño de masas y una epifanía popular nunca vista hasta entonces.

De modo que mi aproximación crítica a Juan y Eva, la película de Paula de Luque que engrana sobre una idea original de Jorge Coscia, no está muy en condiciones de establecer la distancia que se supone debe tener un trabajo de este tipo. Y sobre todo es difícil separarla de una exigencia de pertinencia documental que no es la mejor manera de evaluar una obra de arte. Los obreros con gorra, por ejemplo, que aparecen continuamente en Juan y Eva, eran típicos de los años ’20 y ’30, no de los cuarenta, como se observa incluso en las tomas de archivo sobre el 17 de octubre que se muestran en la misma película. En los ’40 los obreros andaban por lo general destocados e incluso el sombrero en la clase media estaba retrocediendo. Más allá de esta observación, sin duda banal y admito que quizá hasta pedante, tampoco pude dejar de sentirme incómodo ante el tono docente y un poco admonitorio que ostentan algunos personajes secundarios; tono que remite, más que a la época de los orígenes del peronismo, a la cabalgata romántica del militantismo de los ’70, que tan mal terminó.

Pero, si se prescinde de estas observaciones, la película de De Luque es una interesantísima y poderosa aproximación a una historia romántica que se imbricaría profundamente con el devenir argentino de esos años decisivos. En el ir y venir de la vinculación entre Perón y Eva Duarte, y en el trazo que se da a los personajes, hay una historia íntima y una historia tumultuosa y colectiva, cuya dialéctica no es fácil manejar y que la directora resuelve sin embargo con mucha eficacia. Como observa Julio Fernández Baraibar, la película se abre y se cierra con dos terremotos: el telúrico de San Juan, que brindará ocasión del mutuo descubrimiento de los personajes, y el social del 17 de octubre, que pondrá a su relación en el umbral de la trascendencia a un plano superior, histórico.

Es notable aunque no sorprendente, que hayan sido dos mujeres, De Luque y María Luisa Bemberg, las primeras en combinar en el cine la significación social de esa fecha y su llegada a un universo particular y afectivo, articulando los dos ámbitos en un tramado narrativo coherente. Para mi gusto, Miss Mary, de Bemberg, es la mejor por su categoría poética y en lo referido a la ilación que va produciéndose entre lo íntimo y lo social; pero también es natural que así lo sea pues es un filme en cierta medida autobiográfico y centrado en peripecias personales en el seno de un mundo muy protegido. Esas peripecias, en consecuencia, son impactadas por lo que sucede en el mundo exterior de una manera más bien asordinada. Es inevitable, en cambio, que ese universo en convulsión invada la vida íntima de Juan y Eva, pues estos son o serán protagonistas directos del drama colectivo.

Contar y combinar personajes y datos que se mueven por este doble carril supone un requerimiento muy exigente para las cualidades narrativas de cualquier autor. Paula de Luque resuelve esta obligación con gran eficacia. El guión, el montaje, la fotografía y la combinación del color con el blanco y negro de las imágenes de archivo –genuinas o reconstruidas- están logrados con total solvencia.

Es sin embargo en el trabajo actoral y en el diseño de los caracteres donde el filme brilla con mayor intensidad y donde el riesgo de caer en la hagiografía apologética es soslayado de manera impecable y hasta implacable. En la definición de los perfiles de Juan y Eva hubiera sido fácil caer en la tentación del panfleto partidista o sumirse en el melodrama, edulcorar a los personajes o convertirlos en los individuos de una pieza como después los dibujó la leyenda. Por el contrario, De Luque los enseña con una rigurosidad psicológica poco propensa a la sensiblería y no disimula aspectos de su personalidad que, desde una mirada convencional o incluso no tanto, podrían evaluarse de una manera negativa. Esos rasgos no distorsionan el perfil de los personajes porque están aprehendidos desde una comprensión simpática, capaz de concebir a ambos con una mirada abarcadora, asumiendo sus defectos junto a sus virtudes y balanceándolas en una totalidad humana.

Eva no es aquí una tierna niña como la encarnó Flavia Palmiero en una película de Eduardo Mignogna, veintitantos años atrás. Es una joven vivida (aunque de apenas 25 años), con metas precisas, grandes ambiciones y de una decisión a toda prueba. Es con esta que se lleva puesto al coronel Perón, secretario de Trabajo y hombre fuerte del régimen militar salido del golpe del 4 de junio de 1943. Este, a su vez, nos es presentado de manera simpática, pero sin disimular ciertos repliegues de su conducta (su propensión por el fruto verde en materia de jovencitas), que bien podría haber configurado el delito de estupro. Ambos personajes se descubren y se hacen crecer mutuamente en el plano sexual y afectivo. La gazmoñería vigente en el ámbito militar determina que muchos de sus camaradas le reprochen esa unión “desigual” convirtiéndose en uno de los pretextos para sustentar el golpe interno de los primeros días de octubre de 1945. Este era expresión, en realidad, no de la disconformidad con la vinculación de Perón con una figura del espectáculo, sino de intereses adversos a las medidas tomadas por este en materia gremial y de política exterior, que subrayaban un espíritu de justicia social e independencia nacional, a la vez que le permitían construir un poder sustentado por bases que iban en contra de los intereses del sistema oligárquico y del esquema del cipayismo dependiente.

Cuando adviene el 17 de octubre, la película elude la fácil tentación de otorgarle a Eva un papel que no tuvo en el rescate de Perón. Pero enfatiza con mucho acierto la desesperación con que esta se lanza a buscarlo por los despachos oficiales, sus arrebatos de ira impotente y el estallido emocional cuando lo reencuentra. La estupenda actuación de Julieta Díaz toca aquí su punto más alto y la aleja por completo de la tentación de cierto feminismo al uso que quisiera ver en la figura de Eva Perón un adalid en la guerra de los sexos. Por el contrario, la muestra indisolublemente unida a la figura de su contraparte masculina. Con esto también traza una raya respecto de la oblicua forma de minusvalorar a Perón contraponiéndolo a la figura de Evita, cosa más frecuente de lo que se cree. Un rasgo de este tipo lo tuvo por ejemplo la inefable Dra. Carrió cuando dijo que ella era radical de Alem y peronista de Evita, deshaciéndose así con un encogimiento de hombros nada menos que de Yrigoyen y de Perón, los constructores de esos movimientos… Bueno, la Dra. Carrió es coherente consigo misma: políticamente nunca ha sido capaz de construir nada.

La interpretación de Perón por Osmar Núñez es también de primer nivel. Aunque más viejo y menos pintón que el original en los años de su surgimiento, Núñez trasvasa el discurso y las ideas del Perón del 45 a un molde actoral patrocinado por él mismo y dotado de flexibilidad y matices que conjugan la astucia, la firmeza, el realismo y el amor por la joven mujer que lo ha elegido tanto como él la ha escogido a ella.

La responsabilidad de la directora en la marcación de sus actores es por supuesto innegable, y a ella va parte del mérito de la labor actoral. Pero para templar la cuerda de un instrumento y arrancarle los acordes necesarios, es indispensable que este sea de muy buena madera. Y Julieta Díaz y Osmar Núñez van a pervivir por este par de retratos que abren –espero- una apasionante bien que difícil veta para el cine argentino.

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