Uno de los aspectos más repugnantes del emprendimiento imperialista que azota Libia es el racismo. La prensa y los mass media hegemónicos no mencionan el dato o lo pasan por alto con menciones casuales y evasivas respecto de la naturaleza del problema, pero lo que ha ocurrido y está ocurriendo en Trípoli y otros lugares supera a los linchamientos del Ku Klux Klan y sus víctimas son las mismas: los negros.
Se habrá reparado en que desde el comienzo del conflicto los mass media han resaltado la presunta presencia de “mercenarios” de color en las filas de los que defendían al régimen de Gaddafi. También se insistió en que habían sido provistos de pastillas de Viagra (!) para estimularlos a violar mujeres y dar rienda suelta a sus más bajos instintos.(1) Y bien, los asesinatos y atropellos consumados en Trípoli contra civiles indefensos o contra sostenedores del régimen portadores de piel oscura, demuestran que de lo que se trata es más bien de un fenómeno inverso; del desahogo de un resentimiento racista que no es novedad y que tiene un carácter opuesto al que la prensa ha querido prestarle. No se trataba de “mercenarios” maltratados por haber servido de carne de cañón al régimen, sino de pobladores provenientes del África subsahariana o de los rincones más meridionales de la Yamahiriya, que encontraban en el gobierno de Gaddafi una pantalla protectora que les permitía escapar a las misérrimas condiciones de vida de los países de los que provenían y una opción para un empleo que bastara a su subsistencia.
Trípoli fue “liberado” por los rebeldes ( mescolanza de libios de la etnia asentada en Cirenaica y jihadistas extranjeros provenientes de Qatar y Arabia Saudita), en una operación controlada y dirigida por la Otan, cuyo apoyo aéreo y logístico, al que se sumaron comandos de élite mimetizados con los insurgentes a los que dotaron de un cierto grado de organización, fue decisivo para tomar el control de la capital. No bien la ciudad cayó en manos de la milicias que responden al Consejo Nacional de Transición (CNT), empezaron a aparecer cadáveres de negros con las manos ligadas a la espalda y acribillados a balazos frente a la residencia de Gaddafi, donde habían acampado en signo de solidaridad con el mandatario. Las fotos de esos cuerpos martirizados se sumaron a muchas otras donde se contempla a hombres de color detenidos o maniatados en montón. Los cuerpos de los partidarios de Gaddafi aparecieron sembrados en el humilde barrio de Abu Salim, donde el régimen era fuerte y donde además se levanta la cárcel en la cual, según los periódicos, fueron torturados miles de opositores al gobierno depuesto. Las observaciones de la corresponsal de La Nación, la italiana Elisabetta Piqué, dan cuenta de las atrocidades, pero esforzándose en disimularlas enfatizando que el barrio en cuestión es famoso por ser cuna de delincuentes y criminales.
Dialéctica de un “casus belli”
La operación de prensa en torno a Libia es desvergonzada. Y no es sino una más de una serie inacabable, algunos de cuyos ejemplos más próximos son la presunción de las persecuciones étnicas en Kosovo, que ayudaron a completar la desmembración de Yugoslavia, y las historias sobre las armas de destrucción masiva que, según Washington, Saddam Hussein almacenaba en Irak. En el caso libio la magnitud de las engañifas es flagrante; sin embargo, los medios siguen agitando, agigantando o inventando la crudeza de ciertos hechos mientras se cuidan bien de mencionar las raíces reales del conflicto e incluso se abstienen de establecer referencias comparativas entre el estatus social que existía en Libia y el resto de los países del África, incluyendo los árabes.
Para los medios occidentales se trata de la insurrección espontánea de un pueblo deseoso de bañarse en las bondades de la democracia, harto de la opresión de un déspota pintoresco y brutal. Sin embargo Libia era un país con un nivel de vida muy aceptable, una alfabetización del 83 %, un nivel de pobreza de apenas el 5 % y una situación sanitaria equiparable a la de los países desarrollados de Occidente. La organización tribal de su modo de regirse era posiblemente la más adecuada para contener las tendencias centrífugas que la recorren. Por otra parte, Gaddafi hacía tiempo que había renunciado a sus pretensiones revolucionarias de corte panárabe, había dejado de lado su plan nuclear y había trabado relaciones hasta demasiado flexibles con los intereses de los gobiernos occidentales, permitiendo el asentamiento de las grandes empresas petroleras en su suelo. Pero entendía mantener el control oficial sobre los dividendos de esas empresas y además había incurrido en el pecado imperdonable de coquetear con la idea de abandonar el dólar como moneda de reserva y preconizar en cambio que las naciones africanas y árabes comerciaran con una nueva moneda única, el dinar de oro. Ya en 2002 Saddam Hussein había comenzado a aceptar pagos en euros en vez de dólares por el petróleo iraquí, y las consecuencias fueron las que se saben…
El episodio libio no tiene porqué ser muy diferente al iraquí: en las raíces del casus belli contra Trípoli no estuvo la represión contra el pueblo en Bengasi, como se adujo, sino la necesidad del sistema imperial en el sentido de contar con una provisión segura de crudo en estos tiempos de recesión y crisis económica. Con Irak dominado –aunque en este caso se debe puntualizar que los contratos petroleros han ido más bien a manos chinas que estadounidenses-, con los emiratos del Golfo Pérsico bien atados a Washington, con una presencia militar consolidada en el Asia central, que garantiza el paso de las reservas de gas y petróleo, Libia se ofreció como un campo de elección para completar el cerco. Es un eslabón de una cadena que va de Marruecos a Afganistán, con el aditamento de que dispone de una ingente reserva de agua potable subterránea y de que proporciona una base avanzada para operar sobre el Africa subsahariana. Pronto el comando africano del ejército de Estados Unidos podrá mudarse de Stuttgart a Trípoli o a Bengasi, y Francia por su lado podrá disponer de una cabeza de playa hacia el África negra, que constituyera una parte muy importante del imperio que adquiriera durante el siglo XIX. Hemos vuelto a los tiempos del coloniaje.
Por lo tanto deberíamos saber, o el público de las potencias dominantes debería saber, que las razones del conflicto son muy diferentes a las alegadas por el Consejo Nacional de Transición, por la ONU y por los voceros de la Otan, practicantes de la “guerra humanitaria”. Esta contradicción en los términos (¿puede haber una guerra que sea humanitaria?) no parece sobresaltar a esa opinión. Cosa natural, por otra parte, acostumbrados como están los europeos a la vieja retórica acerca de la misión civilizadora de occidente y “la carga del hombre blanco”. El caso es que la desaparición de Gaddafi no implica ningún trauma para la opinión occidental, dado que la guerra es librada por “luchadores por la libertad” surgidos milagrosamente de las arenas del desierto para combatir contra un “tirano sangriento” y que las bajas son exclusivamente libias. La Otan golpea desde la seguridad que le proporcionan las armas inteligentes y la distancia. Es la guerra con cero bajas propias, el ideal de las batallas de última generación. Y ahora se puede ir a por Siria, tal vez por Argelia, como antesala de la guerra contra Irán.
En la indiferencia popular reside la clave del éxito de las prácticas predadoras de occidente. Y ella no es sino el síntoma de la decadencia de la cultura política de este. Si incluso hoy, con el remesón resultante de la crisis, no se verifican movimientos de resistencia eficaces en el seno de esas sociedades, no hay que esperar mucho de esos pueblos, al menos por ahora. Es verdad que los “indignados” en España y Grecia dan cuenta de la existencia de un fermento importante entre los jóvenes y que, de pronunciarse la recesión, podría comenzar a cocinarse un cambio en Europa, pero de momento los organismos del estado y la difusa maraña de mentiras y confusionismo que desciende desde los medios, parecen bastar para mantener la protesta dentro de límites manejables.
Hacia una opción de cambio
Ahora bien, la ola reaccionaria que se abate sobre la mayor parte del mundo tiene un punto de partida bastante preciso: el hundimiento de la URSS y la desaparición del contrapeso que hasta ese momento había permitido, mal que bien, a las naciones en vías de desarrollo, insurgir con mayor o menor eficacia contra el estado de cosas. Esa opción ha desaparecido y es difícil que vuelva a fraguarse en un plazo previsible. La cuestión pasa entonces por generar políticas y proyectos que se adecuen a la naturaleza sombría de los tiempos. Conviene no engañarse, los experimentos que intentaron revertir el sistema de dominación imperial no tuvieron éxito. El capitalismo salvaje en vigencia ha pisoteado en todas partes los logros que obtuviera el mismo capitalismo cuando fue moderado por el Estado de Bienestar.
Se podrán invocar todas las razones que se quieran para explicar el fracaso de las sociedades forjadas en la matriz del colonialismo cuando ensayaron una salida, pero la cuestión es que los regímenes provenientes de la gran etapa de la libración colonial se anquilosaron y no suministraron una respuesta práctica a sus sociedades que llevara a insertarlas en el círculo virtuoso de un desarrollo dinámico. Avanzaron a medias, fueron contrabatidas por el imperialismo y remataron en una situación que mezclaba atraso y modernidad sin que esta última pudiera quebrantar el estancamiento.
Como parte del “desarrollo combinado”(2), esas sociedades, aunque pobres y rudas, son hoy muy permeables al mensaje electrónico. Ello facilita la difusión de los mensajes inconformistas y alienta la rebelión. Pero se trata de una ecuación que funciona a dos puntas, pues en ella conviven, por un lado, unas redes sociales cuyos llamados a la insurgencia poseen una ubicuidad que dificulta rastrearlos y anticipar en sus directrices; y, por otro, esa misma articulación electrónica brinda al sistema –superdotado de potencia tecnológica- la posibilidad de contener o desviar la oleada de protesta.
De las revoluciones gestadas al calor de los grandes cambios posteriores a la segunda guerra mundial, queda poco. Los movimientos que las lanzaron se fosilizaron, se corrompieron o fueron barridos. En el mejor de los casos, se transformaron hasta hacerse casi irreconocibles. De cualquier manera restó una lección, a saber: que el cambio revolucionario requiere de claridad de miras y de tiempo y espacio para desarrollarse y tener éxito. El ejemplo de China debe ser tomado muy en cuenta en este aspecto. Mientras que las tentativas de liberación y crecimiento en el medio oriente fueron abatidas una tras otra –Nasser fue suplantado por Sadat y por Mubarak en Egipto; Saddam Hussein en Irak intentó una réplica, mecánica y pobre del primero, y fue desgastado durante un largo período antes de ser liquidado-, en cambio, a partir del igualitarismo radical de Mao sé Tung, China evolucionó después de su muerte hacia una especie de capitalismo gestionado autoritariamente por el estado. Mao alfabetizó, liberó del hambre y organizó a un universo caótico, echando las bases para el crecimiento exponencial inaugurado por las reformas de Deng Xiao Ping y sus sucesores.
El único lugar del mundo donde existen atributos naturales y una comunidad cultural a partir de los cuales se puede pensar en el lanzamiento de una experiencia colectiva capaz de emular a la de las grandes potencias sin incurrir en su ferocidad expansiva o en un extremismo social similar al chino, es Latinoamérica. Aquí también se vivió la crisis de las experiencias liberadoras que recorrieron al subcontinente después de la segunda guerra mundial. El varguismo, el peronismo, el emenerrismo en Bolivia, la tentativa reformadora del general Velasco Alvarado en Perú, de Castro en Cuba o de Allende en Chile, expresaron el fermento de sociedades que reaccionaban contra el esquema de explotación al que estaban sometidas. Esto es, exportación de commodities, asociación del estrato poseyente (oligarquía o burguesía compradora) con el poder imperial; sujeción de la masa del pueblo y colonización cultural de los estratos medios, esos eran y en cierta medida son todavía, los parámetros a los que nuestras sociedades estaban sujetas.
Las tentativas de reformar esa situación -o de revolucionarla, como en el caso de Cuba-, adolecieron, sin embargo, de incomunicación entre sí, o de hiatos cronológicos que las separaron unas de otras; o, en el caso del movimiento cubano -que captó el carácter continental de la lucha- de incomprensión respecto a la naturaleza compleja y polivalente que revestía cada una de estas sociedades, lo que hacía imposible imponerles una metodología única y fundada en el voluntarismo de la lucha armada. En Cuba esta había tenido éxito, pero sólo por la existencia de unas circunstancias peculiares e intransferibles.
Hoy América latina ha despertado de la pesadilla neoliberal, está descubriendo su unidad fundamental y empieza a construir instituciones democráticas aptas para organizarla de manera flexible a través de la Unasur y del Consejo de Defensa Iberoamericano. A Suramérica le sobran recursos naturales, tiene una demografía en crecimiento y enormes espacios donde verterla. Estos atributos son una ventaja, pero también la tornan en presa apetecible para el norte en crisis. Por lo tanto una estructuración productiva orientada hacia su espacio interior, el reforzamiento e institucionalización de sus fuerzas armadas y una clara definición de las metas a las que progresivamente se debe aspirar, son expedientes fundamentales para un diseño de futuro.
En este plano no nos parece que gran parte de los cuadros políticos tengan una imagen precisa de sus deberes y un sentido apropiado de su responsabilidad. En lo referido a lo que conocemos más de cerca, Argentina, resulta devastadora la irresponsabilidad y la estrechez de miras de la oposición, que se dedica al fragote mediático y a la tontería obstructiva en vez de plantear un debate de ideas. Sigue enganchada al discurso neoliberal y casi todos sus exponentes se han convertido en promotores activos del retorno al pasado.
En lo que respecta al gobierno, si bien lo que hace es muchísimo mejor, sigue siendo elusivo en lo que respecta a las decisiones fundamentales que deben tomarse si se quiere que el país arranque y se instale en el camino de un desarrollo irreversible, aun admitiendo eventuales períodos de aplanamiento de la economía como resultado de la evolución de la crisis global. La expansión industrial y agroindustrial debe ser planificada y los recursos para llevar adelante y concretar tal planificación deben derivarse de una indispensable reforma fiscal de naturaleza progresiva y de un control del producido por las empresas transnacionales que se han asentado en nuestro suelo. Esto no ha sucedido hasta aquí. No se trata por supuesto de “nacionalizar” a troche y moche, sino de implementar los expedientes que sean necesarios para que parte de las ganancias que obtienen esas empresas se invierta en el país, en la producción de bienes de capital, redes ferroviarias, locomotoras y barcos, en vez de girarla al exterior, hacia los enclaves financieros que manejan los hilos de la economía global de acuerdo a los intereses de las potencias dominantes. La otra opción –catastrófica- sería recurrir al crédito externo. Ello nos llevaría reanudar el círculo vicioso que nos llevó al descalabro, y generaría un agravamiento de la dependencia.
El gobierno de la presidente Cristina Fernández en este momento está dando un paso importante en la buena dirección – que esperamos sea el preludio a otras iniciativas en el mismo sentido-, al enviar la Ley de Tierras al Congreso. El "agrobusiness", motorizado por la cada vez mayor demanda de alimentos y de biocarburantes se perfila como un gran negocio y los países provistos de liquidez y escasos de tierras se están lanzando al acaparamiento de espacios en África y América latina. La Unión Suramericana es un expediente indispensable para frenar ese desarrollo. Trabajemos a favor de todo lo que la ayude y permita configurar a la región como un bloque provisto de autonomía y solidario frente a la presión extranjera.
Será la única manera de eludir destinos como el que hoy se está enseñoreando de Libia y de enormes porciones del planeta.
Nota
1) El fiscal argentino de la Corte Internacional de La Haya, Luis Moreno Ocampo, un ambicioso y diligente jurista al servicio del imperio, que hizo del juicio a las Juntas el trampolín hacia el firmamento internacional, ha recogido este argumento y se muestra proclive a utilizarlo en caso de que el dictador libio sea sometido a la jurisdicción del tribunal internacional. Si es que a Gaddafi no lo matan primero, claro está.
2) La ley del desarrollo combinado atiende al salto cualitativo que se da en sociedades cuantitativamente atrasadas, donde las características de un desarrollo social bajo se mezclan con las avanzadas y determinan un proceso por el cual una nación retrasada puede en poco tiempo igualar a otras más evolucionadas. Al menos en algunos aspectos, pues el pasado influye a su vez en la nueva formulación y puede lastrarla gravemente. León Trotsky dio una explicación magistral de este tipo de proceso en su Historia de la Revolución Rusa, que conserva una magnífica actualidad.