Mañana es 25 de Mayo. Oportunidad para muchos de hacer alharaca y ponerse la escarapela. Más que para esto, sin embargo, la fecha –que nos acerca al bicentenario de la llamada independencia- debería usarse para escapar de los discursos escolares y para conectar, a la emoción que nos arropa, con los hechos puntuales que caracterizaron a ese momento y con la realidad que nos toca vivir, como argentinos y como latinoamericanos. Y en este esfuerzo de comprensión deberíamos ser capaces de entender que en la historia nada se produce por un corte tajante, sino que sus diversas etapas se conectan entre sí y que los factores que precipitan los momentos clave, luego usados a modo de bisagra entre una época y otra, no son sino condensaciones de contradicciones acumuladas a través del tiempo y que estallan de pronto, al conjuro de circunstancias a veces fortuitas.
En el caso de la América española esa circunstancia fue la invasión napoleónica a la península ibérica, que súbitamente cortó a nuestros países de la madre patria, dando, en las condiciones del predominio británico en los mares obtenido en la batalla de Trafalgar, una oportunidad óptima al Imperio entonces vigente, para centrifugar a Iberoamérica, donde las burguesías portuarias, contrabandistas, comerciales e intermediarias, eran proclives al entendimiento con Inglaterra. Esas burguesías portuarias ambicionaban las aduanas que recolectaban los frutos del comercio, y por consiguiente se alzaron y se prendieron a una opción independentista a la que concebían de acuerdo a sus propios y estrechos intereses.
Pero, por ese mismo hecho, la peripecia independentista respecto a España quedaba surcada por una contradicción insanable. Si las burguesías portuarias eran las correas de transmisión del interés extranjero para penetrar en el continente con los productos de la primera revolución industrial del mundo capitalista, las económicamente endebles comunidades del interior resentían tal arrollamiento y la liquidación de sus industrias artesanales por el flujo de los artículos importados.
Las guerras de la independencia se inauguraron por lo tanto casi simultáneamente con la guerra civil. El fracaso de la expedición de Manuel Belgrano al Paraguay fue un síntoma en este sentido.
Y por si esto fuera poco, esa guerra se desdoblaba todavía en una faceta más. Junto a lucha contra los realistas y la pelea entre Buenos Aires y las incipientes provincias, había una tercera tendencia, encarnada sobre todo en figuras de punta como José de San Martín, Gervasio Artigas y el mismo Manuel Belgrano, que percibían, en la rebelión democrática de las masas populares tanto contra el poder de la progresía ilustrada de la ciudad-puerto como contra las supervivencias autoritarias del poder colonial, una opción unificadora para la América morena.
Estos prohombres no concebían a América como necesariamente desvinculada de España. Si en esta hubiera triunfado la revolución liberal, que era una de las facetas que informaba a la lucha contra Napoleón, la Península podría haber fungido como poder centrípeto que impidiese la disgregación de Iberoamérica, integrando sus partes a modo de provincias de ultramar.
No fue así, desde luego, y no conviene ir demasiado lejos en el terreno de la especulación, pues esto podría llevarnos a la divagación pura; pero la hipótesis que mencionamos es legítima en la medida en que define lo que pudo ser y no fue, y porque, curiosamente, a casi doscientos años de aquel desgarramiento de 1810, subsisten muchos de los problemas suscitados en esa época y porque muchos de sus protagonistas no difieren, substancialmente, de quienes los escenificaron por entonces.
La disputa entre el proyecto de una Argentina exportadora de bienes no elaborados, más bien pequeña y de espaldas a América latina, todavía cabe percibirlo en los roces y choques producidos en estos días entre las compañías transnacionales y los productores agrarios, soliviantados por las retenciones, y un gobierno central que no termina de definir un proyecto estructural que apunte a configurar una Argentina integrada a Iberoamérica desde una posición de fuerza.
El legado en última instancia parasitario de la clase portuaria, que fundó al país lucrando con el tráfico, está presente hoy incluso en el carácter elusivo y oblicuo del actual conflicto, cuyo protagonista positivo, que debería ser el gobierno, no ha montado hasta el momento, ni propuesto siquiera, un proyecto alternativo vaya mucho más allá de lo declamatorio. Amén de los errores de cálculo cometidos al no saber diferenciar los sectores que integran el frente agrario, el problema principal consiste en que no se implementan las medidas que son necesarias para arrancar a la Argentina de la situación de estancamiento que padece en materia de crecimiento integral.
Un país cuya economía crece casi a tasas chinas, cuyo pueblo fue escamado por la peripecia neoliberal y que estaba en predisposición para asumir el combate por la renacionalización de las empresas privatizadas fraudulentamente; que querría la implantación de un reforma fiscal progresiva; que tiene cuadros intelectuales predispuestos a actuar con patriotismo, ese pueblo se ve frenado en lo que podría ser su impulso natural, por la timidez de los estratos dirigentes. Legalmente elegidos, desde luego, pero que aun no encuentran la ocasión –o la voluntad- para precipitar el cambio que sería necesario.
Atención, porque de tanto perder el tiempo es posible que en algún momento este se acabe. El sofocón del lock out del campo así lo demuestra. Aquí no se trata ya de un conflicto entre Buenos Aires y las provincias; de lo que se trata es de un combate entre un gobierno hesitante, y un frente agrario de medianos chacareros provistos de mucho apetito y ningún proyecto, respaldados de manera solapada por la Sociedad Rural y las transnacionales, que los usan como elementos de choque para perpetuar un modelo de país ya insostenible, que sólo puede medrar devorando a la tierra y relegando a la gran mayoría de sus habitantes.
Se hace necesario construir un puente entre el pueblo y la dirigencia, entre el presente y el pasado, que dé a este 25 de mayo y a los que se aproximan, el sentido de una refundación del país. En clave iberoamericana, desde luego, pues los fermentos unificadores de Sudamérica bullen más que nunca y encuentran en figuras como Hugo Chávez y Rafael Correa a quienes saben encarnarlos.
El intento de la grande América del Sur naufragó en el siglo XIX por la debilidad o la traición de los sectores sociales que debieron encarnarlos, y por las fatalidades objetivas determinadas por la geografía. Pero hoy estas últimas están dominadas o pueden serlo, y los dispersos pobladores de un inmenso territorio casi virgen se han convertido en masas humanas a las cuales es posible apelar. Cuba y Venezuela así lo demuestran, como lo demostraron en el pasado las experiencias populistas del varguismo en Brasil y del primer peronismo en Argentina.
La conciencia histórica se forja lentamente. Pero en algún momento ha de expresarse con vehemencia y consecuencia. Esta semana se echaron los fundamentos de la Unión de Naciones del Sur (Unasur), que viene a tratar de superar el escaso o nulo desarrollo que tuviera la Comunidad Sudamericana de Naciones, fundada en 2003. Los proyectos conjuntos, industriales y de defensa, que pueden surgir en la región a través de la labor conjunta de los cuadros estatales, pueden ser el factor determinante de un vuelco hacia un progreso autosostenido que Sudamérica necesita mucho en esta etapa de la crisis mundial.
Que este planteo sea una fórmula retórica más, o un escalón para subir más alto, dependerá no sólo de la lucidez de nuestros grupos dirigentes, sino de la energía con que sepamos exigírsela.