nota completa

27
JUL
2011

La masacre en Noruega

La locura gana espacio incluso en los países más ordenados. La matanza de Utoaya no se debió a un fundamentalista de tez renegrida, sino a un adalid de la superioridad blanca.

El episodio de la masacre en Noruega ha copado la atención de los medios de prensa mundiales. Pese a la cantidad de los asesinados en esa ocasión, la matanza no iguala a lo que sucede día tras día en otros rincones del mundo, donde la Otan bombardea de manera indiscriminada o se producen atentados y episodios sangrientos que no cesan. Esto podría ser tomado como otra muestra del doble rasero que la prensa hegemónica aplica para medir las cosas. Pero el dato de que en un país ordenado al extremo y caracterizado por su civilidad y la suavidad de sus costumbres políticas, se haya producido un hecho tan salvaje asesta un golpe a la tranquilidad pública y descubre con violencia, a esa sociedad privilegiada –y por extensión a las sociedades privilegiadas en general-, que se encuentran insertas, ellas también, en un mundo cuyos desequilibrios no pueden limitarse sólo a parcelas para ellas remotas del globo.

En un primer momento el doble atentado –un coche bomba en Oslo frente a las oficinas del gobierno y un ametrallamiento indiscriminado contra una multitud de muchachos y muchachas reunidos en un campamento de las juventudes laboristas en la isla de Utoaya, a pocos kilómetros de la capital- fue atribuido a fundamentalistas musulmanes. Al menos eso era lo que se traslucía de las primeras voces de condena, incluidas las del presidente de Estados Unidos, que aprovechó la noticia para justificar la política de su país en Afganistán. A poco de andar, sin embargo, se estableció que el autor del atentado había sido un individuo ario por los cuatro costados y adherente a un movimiento de extrema derecha, cuyos como parámetros ideológicos son la defensa de la identidad blanca y una islamofobia y una xenofobia asociadas al rechazo a la emigración. Un rechazo fundado en el temor a la pérdida de identidad frente al aluvión de seres oscuros, a los que se atribuye costumbres repulsivas, irresponsables y disolventes del estatus moral de la raza nórdica.

El atentado ha sido atribuido en principio a una sola persona, que habría hecho explotar el coche bomba en Oslo y luego habría cubierto el trayecto que media entre ese lugar y la isla donde se realizaba la reunión juvenil para hacerse pasar por policía primero y abrir fuego de inmediato contra una multitud de chicos desprevenidos. Luego el autor de los crímenes reconoció que, si había actuado solo, había tenido sostén de grupos de ultraderecha de su país. Las hipótesis de un segundo tirador en la isla no puede descartarse, por la cantidad de victimas producidas allí (unos 90 muertos, a los que hay sumar los producidos en el estallido de Oslo; pero atendiendo al tipo de arma que usó el asesino, un fusil de asalto, y al hecho de que empleó proyectiles de punta hueca, que se fragmentan en el interior del cuerpo impactado y siembran decenas o cientos de astillas metálicas en él, la hipótesis no resulta tan desatinada. En especial teniendo en cuenta que Anders Behring Breivik empleó casi dos horas en la matanza, antes de entregarse a la policía arguyendo que lo que había hecho era “un sacrificio necesario”.

Curiosamente, el furor del agente sacrificial no estuvo dirigido contra los seres a los que odia, sino hacia jóvenes de su misma etnia, a modo de protesta y castigo –presumimos- contra el “buenismo” de los políticos, en especial los laboristas, que tienen leyes de inmigración tan laxas que consienten la instalación de aquellos a los que la derecha fundamentalista considera agentes de la contaminación racial e identitaria de Noruega.

La teoría del loco suelto es habitual cuando se trata de explicar los magnicidios y los desastres de este tipo en Occidente. Ahora bien, aun cuando, como en este caso, eso pueda ser cierto, semejante hipótesis no explica nada. Pues incluso si la mayoría de las operaciones terroristas de derecha que se verifican en Europa y Estados Unidos hayan sido realizadas por chiflados, en ningún caso ha dejado de existir una infraestructura de organizaciones que los alimentan o eventualmente les prestan su apoyo, como fuera el caso de Timothy Mac Veigh en ocasión del atentado en Oklahoma. Pero mucho más importante todavía resulta el hecho de que por su frecuencia y similitudes estos episodios proclaman una tendencia de fondo, cuyos puntos extremos con seguridad repudia la opinión pública en esos países, pero que no dejan de abrevar en un sentimiento muy extendido de desconfianza y miedo ante un cambio que está precipitado por un tiempo emocionante y contradictorio. Este cambio es el resultado de la revolución tecnológica y de la globalización asimétrica, que interconecta a zonas del planeta con muy distinto rango de riqueza.

El neocapitalismo y su brazo armado, la Otan, intentan remodelar el mundo a la medida de sus intereses. Eso precipita la opresión económica, las guerras, el terror, el contraterrorismo y el éxodo de grandes muchedumbres de gente que intentan escapar de continentes sin esperanza para dirigirse a lugares donde la natalidad en descenso y el trabajo especializado dejan nichos en los cuales insertarse, en el rubro de los oficios menos calificados. Allí va a parar el grueso de inmigrantes, en ocasiones sumándose a la legión de trabajadores en negro que se ha convertido en un reservorio de mano de obra a bajo costo. Al mismo tiempo, la demografía cambia con rapidez debido al carácter prolífico de las familias inmigradas. Algunas zonas de las ciudades modifican su fisonomía y se convierten en reductos de los recién llegados. Reductos más que guetos, pues si nadie les impide salir; los jóvenes que allí se crían desarrollan un particularismo que se revierte en desórdenes mayúsculos cuando la policía comete algún atropello, presunto o no, contra alguno de ellos. Los trastornos que recorrieron los suburbios de París y otras ciudades francesas en los últimos años así lo demuestran.

La paranoia es una secuela frecuente de estos momentos de la historia, aun en sociedades organizadas como las europeas. El comienzo del siglo XX en Europa y América del Norte se vio poblado de temores al “peligro significado por las razas amarillas” y al crecimiento de la “gente del abismo” que se hacinaba en las zonas menos privilegiadas de las ciudades. Ante esos miedos florecieron el neodarwinismo vulgar y las teorías eugenésicas, respaldadas por figuras eminentes de la ciencia y la política de la época. Esas formulaciones fueron llevadas horriblemente a la práctica por los movimientos totalitarios posteriores a la guerra del 14. Hoy parecería que algo similar se está produciendo. Sin el respaldo del prestigio académico que existía en aquella época, pero aguijoneada por la propaganda que desde hace 10 años desarrolla el imperialismo para fogonear la cruzada antiterrorista, la opinión occidental se estremece de miedo. Y el miedo es un pésimo consejero. El terror, incluso un terror inventado, fomenta un terrorismo reactivo. El terrorismo islámico es un fenómeno que no existe o que allí donde existe es la criatura de los poderes imperiales que lo necesitan para que actúe como agente provocador, como pretexto para llevar adelante “las guerras contra el terror”, que en el fondo no son otra cosa que guerras por la apropiación del petróleo ajeno. Pero el lavado de cerebro que implica la puesta en onda de esta propaganda exacerba las disposiciones agresivas de la sociedad occidental, la lleva a excusar atrocidades como las guerras de agresión contra Irak, Afganistán o Libia, asumiéndolas como “cruzadas”, y dispara la chispa que enciende la locura en las mentes predispuestas a la manía asesina.

Para redondear el panorama, la canciller alemana Angela Merkel ha declarado hace poco que “el estado multicultural es un fracaso”. Cabe preguntarse entonces qué va a hacer Alemania con los millones de alemanes de ascendencia turca, árabe o eslava, y la pregunta debe extenderse al conjunto de la sociedad europea con su población importada del África negra, el Maghreb y el oriente. ¿Los devolverán a sus países de origen? ¿Y cómo? ¿Será su destino otra vez una opción entre Madagascar o Auschwitz? (1)

Con todos los problemas que siguen complicando a América latina, hay que convenir que este no debe preocuparnos demasiado. La fusión de razas aquí arrancó con la Conquista y no se ha detenido hasta hoy. Al menos en esto, el norte avanzado debería aprender de nosotros.

Nota

1) ) Antes de proveer a la “Solución Final” del exterminio de los judíos en los campos de concentración, los nazis habían especulado con la idea de enviarlos a Madagascar, por entonces colonia del gobierno colaboracionista francés de Vichy.

Nota leída 16253 veces

comentarios