Se cumplen hoy 70 años del ataque alemán a la Unión Soviética. El 22 de junio de 1941 los efectivos de la Wehrmacht y sus aliados rumanos y finlandeses irrumpían a través de un frente de 1.600 kilómetros en tres direcciones diferentes: por el norte, contra Leningrado; por el centro, en una dirección general hacia Moscú, y por el sur, hacia los vastos trigales de Ucrania. Era el primer paso de una empresa concebida por Hitler y el Estado Mayor alemán con el objetivo de obtener el tan declamado “espacio vital” ( Lebensraum) y asegurarse la fuente de materias primas que consentiría a Alemania convertirse en esa nación-continente que el Führer entendía era la carta maestra para poner a su país a la altura de la era de superpotencias que se estaba inaugurando.
Era un empeño vesánico y acabó como debía terminar una locura de ese género: en una catástrofe mayor que provocó víctimas sin cuento y que puso a Alemania y a Europa a un dedo de su aniquilación. Es curioso que el septuagésimo aniversario de esa aventura no haya provocado mayores repercusiones en la prensa del mundo. Aunque sea a modo de espejo distante, el mundo de hoy podría reconocerse en el autoritarismo con que se puso en práctica esa desatinada empresa. Hoy, en efecto, asistimos a un intento de implantar una globalización pensada a la medida de las potencias imperialistas que, más allá del velo hipócrita con la que suele adornársela, es una tentativa disparatada de someter a las tres cuartas partes de la humanidad al diktat de la cuarta parte restante.
La Operación Barbarroja (nombre código dado a la invasión a la URSS) fue el punto de inflexión de la segunda guerra mundial. No se lo sabía por entonces, aunque se lo entreveía vagamente. Abrió la primera página de una lucha titánica que costaría la vida de decenas de millones de personas –en combate, de hambre o como resultado de la exterminación sistemática- y que no acabaría hasta que su principal ideólogo se pegase un tiro en el búnker de la Cancillería del Reich, cuatro años más tarde.
Porque Adolfo Hitler fue el deus ex machina de ese gigantesco desastre. La guerra europea llevaba ya casi dos años y, pese a las fulgurantes victorias alemanas en Polonia, en Noruega, en los Países Bajos y en Francia, no se había definido todavía. Gran Bretaña resistía, Estados Unidos evolucionaba con rapidez hacia su ingreso en la guerra contra las potencias del Eje y la Unión Soviética era una incógnita. Estaba vinculada a Alemania por el pacto Ribbentropp-Molotov firmado en agosto de 1939, que había permitido a Hitler invadir Polonia y después volverse contra el oeste, pero la sociedad con Stalin era precaria y la desconfianza minaba las relaciones. Cosa natural tratándose de dos regímenes de perfiles ideológicos encontrados y con ambiciones territoriales contrastantes.
Más allá de la rivalidad ideológica, sin embargo, las razones de la geopolítica podían dictaminar tanto en un sentido como en otro, en el caso de la vinculación germano-rusa. La disparidad de criterios entre la Armada y el Ejército, o entre Hitler y su ministro de Relaciones Exteriores, Von Ribbentrop, acerca de cuales eran los objetivos centrales de la guerra, así lo ilustra. Para el almirante Raeder y para Ribbentrop la guerra debía desarrollarse contra Gran Bretaña y Estados Unidos principalmente, mientras que la URSS era vista como una potencia favorable o incluso aliada, en el encuadre de un bloque euroasiático que implicase una alineación duradera de todos los estados comprendidos en él, desde España y Francia, hasta Japón, pasando por Alemania, Italia y la URSS. El espíritu de esta construcción teórica iba en contra, sin embargo, de los objetivos programáticos del Estado Mayor del ejército y sobre todo del mismo Hitler, que entendía que Rusia era una potencia inconciliable y que no se le podían prometer las compensaciones que podía obtener con una proyección geoestratégica hacia la India. En el centro de esta preocupación hitleriana, sin embargo, estaba también presente una doble ilusión, cuyos componentes se derivaban de su concepción racista de la historia: uno, que Gran Bretaña era una potencia blanca a la que quería asociarse y a la que no quería molestar en su posición preeminente en la India; y, dos, que semejante planteo vedaba definitivamente su pretensión de hacerse con un dominio similar al británico en Asia, transformando a los eslavos del Este en su propia mano de obra esclava y a sus tierras y materias primas en el reservorio agroganadero y energético que Alemania necesitaba para cumplir su “destino”.
Había también razones pragmáticas que hacían del proyecto occidental alemán un desafío casi impracticable y estimulaban las razones para llevar adelante la aventura rusa. Las exigencias soviéticas respecto de las salidas marítimas hacia el Báltico, el Atlántico y el Mediterráneo demostraban que Stalin no se conformaba con un rol supletorio en un programa controlado por Alemania, sino que aspiraba a ejercer su propia proyección europea y no descartaba una vinculación con las “potencias marítimas”, Gran Bretaña y Estados Unidos. Los proyectos de Raeder y Ribbentrop llevarían mucho tiempo en definirse y en una primera etapa sólo prometían éxitos parciales en el Mediterráneo y eventualmente en el Lejano Oriente, si Japón cumplía su parte. Mientras tanto el poderío anglonorteamericano se reforzaría de forma vertiginosa y Alemania podría verse atrapada entre la presión que venía de occidente y el “rodillo compresor” en que la Unión Soviética podía transformarse en cualquier momento. La opción, por lo tanto, era cortar el nudo gordiano con la espada, acabar con el poderío soviético y consolidar la posición germana en el continente haciéndola invulnerable a una contraofensiva aliada proveniente del Atlántico.
Esto implicaba la guerra con la URSS. El empeño era formidable y, a decir verdad, mensurando las proporciones de las posiciones que la URSS y Alemania ocupaban en el mapa, decididamente peligroso y prácticamente imposible. La realidad, sin embargo, no siempre es tan evidente como aparece a posteriori. El ejército rojo había sido “purgado” por Stalin, había perdido a la casi totalidad de sus mandos altos y medios en el carnaval sangriento de los juicios “por brujería”: los montajes de la NKVD que definían a oficiales como el mariscal Tujachevsky como agentes de Alemania o Japón, de la misma manera en que un par de años antes se había dibujado al trotskismo y a la disidencia interna del partido como espías a sueldo del imperialismo para pasar a sus miembros por las armas o asesinarlos en los campos de concentración. Los mejores jefes de las fuerzas armadas soviéticas habían desaparecido y su lugar había sido ocupado por arribistas o por oficiales de segundo rango asustados de su propia sombra, debido a la posibilidad de ir a parar frente a un piquete de ejecución al menor fallo o síntoma de independencia táctica. Sólo la guerra reinventaría, a un costo atroz, a la generación posterior de mandos competentes.
La opinión desdeñosa de Hitler y sus jefes respecto del ejército rojo estaba abonada también por el pobrísimo desempeño que este había tenido durante la “guerra de invierno” librada contra Finlandia. Una muestra de que ese desdén no era solo de los alemanes sino que era compartido incluso por sus enemigos británicos lo dio el jefe del Estado Mayor inglés, el general Alan Brooke, quien, al enterarse del ataque alemán le comentó a Winston Churchill, refiriéndose a los rusos: “Supongo que serán rodeados en hordas”.
Fue así, en efecto, durante un lapso, pero al mismo tiempo los alemanes tropezaron con una resistencia feroz y un despliegue material y humano de proporciones cada vez más imponentes. Al cerrar el año 1941 la primera campaña rusa estaba perdida, el nudo gordiano no había sido cortado y las bajas habían subido exponencialmente. Contra los alrededor de 100 mil muertos que los alemanes habían contabilizado para los dos primeros años de guerra, en seis meses en el frente oriental habían perecido alrededor de 300 mil soldados alemanes y una gran cantidad de los aliados rumanos, finlandeses, búlgaros, húngaros, croatas, italianos e incluso españoles, belgas, noruegos y franceses.
Y en ese momento Pearl Harbor señaló el ingreso de Estados Unidos a la guerra. Los dados ya estaban echados. Las posibilidades de éxito que los alemanes habían tenido durante las primeras semanas y meses de la campaña rusa habían fincado no sólo en la victoria militar sino en la efectiva posibilidad que existió, por un breve instante, de allegarse a la población de la Ucrania occidental, enloquecida de desesperación como consecuencia de las hambrunas que se derivaron de la implantación de la colectivización forzosa a principio de los años 30 de parte de Moscú, y cuyo fervor nacionalista se había multiplicado ante la opresión ejercida por el régimen, cuyas políticas se confundían con facilidad con el abuso histórico ejercido por los grandes rusos en detrimento de las nacionalidades menores. Pero la política nazi de supremacía racial y de sujeción a la esclavitud de los “subhombres” eslavos, con su cortejo de brutalidades, alienaron a esas poblaciones de cualquier simpatía por Alemania. A esto se sumó el exterminio de la población judía para terminar de conferir a la operación Barbarroja un tinte espeluznante que vedaba cualquier contemporización con el enemigo y convertía la lucha para los soviéticos en la “gran guerra patria”.
Hoy, 70 años después de esos episodios, el mundo deriva por un andarivel que a muchos parecerá que nada tiene que ver con lo que se ventiló en el turbulento año de 1941. Pero esta es una presuposición engañosa. La guerra fría acabó y las grandes potencias se enfrentan en términos mucho menos vehementes que en el pasado, pero un proyecto de poder global está en marcha y acarrea guerras y tensiones en todo el planeta, a la vez que los gastos militares hacen parecer, a los de la época de la guerra, un juego de niños. Más de un billón de dólares anuales son invertidos en armamentos modernos y tecnológicamente ultra sofisticados, junto a los cuales las panoplias de 70 años atrás parecen fuegos de artificio.
Que no pase inadvertido, entonces, este especial aniversario.