Las elecciones autonómicas de España y las manifestaciones populares de los indignados en la Puerta del Sol en Madrid y en otros muchos lugares de la península, proponen una lectura en paralelo de dos fenómenos que se oponen drásticamente. El uno es la negación del otro. De los dos, las elecciones son el hecho más superficial e irrelevante. Sus resultados, que dan el triunfo al Partido Popular, confirman la descomposición de un sistema político amorfo que está lejos de ser patrimonio sólo de España, pero que en ella –por la persistencia de los nacionalismos de campanario y por la cantinela “democrática” que dura desde los acuerdos de la Moncloa- condensa de una manera peculiar la forma en que el sistema-mundo trata los problemas que aquejan a las grandes mayorías populares. Centro-izquierda y centro-derecha son dos apelativos compuestos que coinciden en el mantenimiento de un estado de cosas significado por el neoliberalismo económico. Las diferencias son apenas de matices: el primero quiere andar más despacio por el camino de las reformas que implican una cada vez mayor concentración de la renta, y el segundo quiere llevar adelante este programa inclemente ahora y a fondo, sin preocuparse de la estela de despidos, marginación y desempleo que él procura. Pero en una crisis como la actual, la social democracia, que ya se había rendido con armas y bagajes al discurso de la globalización y el libre mercado, no sólo no opone resistencia a esta aceleración del ajuste, sino que se transforma en un agente eficiente del mismo, aplicando sus recetas a raja cincha y sin importarle siquiera su propia performance electoral.
Total, en el juego de invectivas superficiales que se propinan mutuamente el PSOE y el PP, los turnos en el comando del estado se suceden, gracias a la ficción pseudo representativa que juega con las alternancias del descontento: cuando fracasa el Partido Popular gobierna el Partido Socialista, que reproduce las políticas económicas del Partido Popular, y cuando estas se hunden se potencian otra vez en la opción conservadora que vuelve al gobierno. Y así sucesivamente, con algunas variantes referidas la cuestión de las autonomías y a algunos asuntos de detalle concernientes al manejo judicial de las causas por corrupción que salpican a ambos bandos.
En América latina y en especial en Argentina ya conocimos la experiencia neoliberal, de la cual aun no hemos terminado de salir, aunque después del desastre que engendró se encuentre hoy un poco a la defensiva frente a políticas de estado que la han controlado hasta cierto punto. Aquí el capitalismo salvaje fue impuesto a sangre y fuego a través del horror físico de la represión primero y después del horror económico que implicaron la desindustrialización, el desguace del Estado y el desempleo. Ahora le toca a Europa, que hasta aquí estaba protegida por los remanentes del “Estado de Bienestar”.
Lo que acaece en España tiene rasgos propios, por supuesto. Pero no por eso deja de estar vinculado a una circunstancia global. El movimiento español es una proyección metropolitana (y en consecuencia más atemperada por el hábito del gobierno parlamentario y del juego de la representación política) de las sublevaciones juveniles que están recorriendo al Medio Oriente y que han abatido gobiernos (sin derrocar sistemas, empero) en Túnez y en Egipto. Sería deseable que mil y una plazas Tahrir se alumbrasen en Europa y otros continentes. Esto por supuesto no va a suceder de inmediato ni con las características dramáticas que se dan en el mundo árabe, pero la conjunción de juventud, informática y redes sociales de comunicación está empezando a conmover una situación que, en las metrópolis, parecía inamovible hasta hace poco.
De abril a mayo
El movimiento de los indignados en Madrid, Barcelona y otras plazas tiene puntos de contacto con el Mayo francés, pero estos son epidérmicos. Los chicos del ’68 eran los retoños del milagro económico europeo, estaban en la cúspide de una ola económica ascendente y su reclamo, en el fondo, apuntaba a deshacerse de viejas rémoras y tabúes para disfrutar más sensual y anárquicamente de la vida. Tenían sus puntas extremistas y una retórica ingeniosa y explosiva que no impidió que pronto las cosas volvieran a su curso normal, salvo en los casos de unas limitadas experiencias insurreccionales que degeneraron en terroristas, como las Brigate Rosse en Italia o la Rote Fahne en Alemania. Pero esos experimentos no tuvieron secuelas serias, como sí en cambio las tuvieron en América latina, donde la revolución cubana y la existencia de un subsuelo social mucho más explosivo generaron experimentos que, al no fondear en piso firme ni tener el acompañamiento masivo que necesitaban, fracasaron, fueron usadas y a la postre facilitaron el avance de la ola neoliberal.
Los movimientos que se dan en medio oriente y las expresiones de contagio que empiezan a notarse en Europa no tienen gran cosa que ver con aquellos viejos episodios. No nacen en el seno de sociedades pletóricas, sino en países desgarrados por la explotación neocolonial –los árabes- o en lugares del mundo desarrollado donde, como en España, el desempleo ronda el 20 % y en el cual la alícuota juvenil es del 40 %. Al contrario de lo que señalan los voceros mediáticos del sistema, que sugieren que los disconformes no saben lo que quieren, los indignados tienen muy en claro tanto lo que quieren como lo que no quieren. Lo que no saben es cómo convertir sus reclamos en un movimiento político operante. No quieren una política al servicio de la economía monopólica sino, a la inversa, una economía utilizada por la política para ponerla al servicio de los intereses generales.
Este es un nudo gordiano que se hace presente de forma periódica a lo largo de la historia y que, por desgracia, por lo general ha sido cortado por la espada. Lo que ha significado un sangriento avance a los trompicones: a veces con signo antihumanista, a veces con saldos que a la larga se revelan positivos. Nada autoriza a pensar que en esta ocasión las cosas serán diferentes, pues el sistema-mundo ha llegado a un punto crítico que exige su revisión profunda. Sea en el sentido de una mayor y más genuina participación democrática, sea en el de la confirmación del rumbo tomado a partir de la expansión global de las doctrinas de la Escuela de Chicago. Estas últimas, hasta ahora, no han sido contradichas por ningún movimiento lo suficientemente poderoso como cortarle las alas y conjeturar una salida.
Nadie desea que las cosas tomen un giro catastrófico y existen posibilidades racionales de salir del atasco en que ha sumido al mundo el capitalismo conjugado según la escuela de Chicago. Pero, ¿hay racionalidad en el capitalismo? ¿No es su rasgo característico, el más terrible y el más revolucionario a la vez, su incapacidad para detenerse y su requerimiento insaciable de nuevas y mayores ganancias?
Las guerras que ha puesto en marcha el establishment norteamericano para implantar su hegemonía después de la caída del bloque soviético y la rapacidad con que algunos de sus socios atlánticos lo acompañan, nos están hablando de que lo único que puede otorgar cierta racionalidad al capitalismo es el miedo. Un miedo como el que recorrió al mundo cuando la crisis del ’29, prólogo necesario de la segunda guerra mundial e inspirador de las políticas keynesianas de intervención estatal para regular y hacer más armónico el mercado. Políticas de las cuales salió el Estado de Bienestar, que supuso un formidable paso adelante, si no en la redistribución de la riqueza, sí en lo referido a la implantación de políticas sociales más humanas y a planes vinculados a una asunción más responsable de los deberes globales frente al subdesarrollo; sin hablar de lo que significó como vitrina del consumo expandido, factor que sedujo e influyó de manera decisiva en la decantación de las sociedades del Este de Europa hacia occidente, abandonando un modelo comunista gastado, desprestigiado e incapaz de sostener la comparación con el de su enemigo.
Pero incluso bastante antes de esas fechas la calidad reformadora de la economía keynesiana no pudo sostenerse ante la evidencia de que la acumulación capitalista no podía mantenerse al mismo ritmo, una vez colmadas las necesidades más urgentes de las sociedades desarrolladas. Las multinacionales estadounidenses se sentían amenazadas y cada vez más molestas por una modesta distribución (para ellas desperdicio) de la riqueza en gasto social. Sentían la necesidad de volver a las viejas reglas del juego y así acabar con el modelo derivado del New Deal rooseveltiano. Las doctrinas de Milton Friedman tardaron en demoler los bastiones del Estado de Bienestar, pero una vez en marcha no se detuvieron más, engranando con un apoyo dinerario y mediático que sometió y sigue sometiendo al mundo a un discurso único de cuyo concepto central –acumulación y derrame- sólo se verifica primera parte. De la economía productiva se pasó a la economía financiera, invirtiendo los términos de la ecuación que había sostenido la evolución social a lo largo de dos siglos. La revolución de las comunicaciones potenció al infinito este cambio de carácter y favoreció, no al nacimiento de la economía globalizada, pues esta lo era ya desde los tiempos del descubrimiento de América, sino al perfeccionamiento de ese fenómeno, haciendo que las transacciones y los golpes de mercado tuviesen un efecto instantáneo y recorriesen los centros nerviosos del sistema de una antípoda a la otra en el tiempo que tomaba parpadear frente al monitor de la computadora.
Los sucesivos desastres sociales que generaron las recetas para activar la economía, prodigadas por los organismos internacionales de crédito, no crearon culpa ni afectaron a su presunta verdad doctrinaria. Primordialmente porque su objetivo no era evitar los desastres sino propiciarlos, pues, como lo ha demostrado Naomi Klein en La Doctrina del Shock, el propósito de las políticas de ajuste y de sequedad monetaria es introducirse precisamente en el seno de sociedades traumatizadas por un choque de gran magnitud para agravar este y poder operar sobre una colectividad aterrorizada, a la que el castigo ha despojado de capacidad de resistencia. El pronóstico que cabía y cabe formular ante este tipo de operaciones es muy negativo, desde luego, pero sólo puede evaluárselo así desde una perspectiva que atienda al bien de las mayorías. Esto es, de la masa de maniobra a la que el neoliberalismo entiende confundir, aturdir y someter. Para la mirada imperial, en cambio, los sufrimientos innecesarios que esa experiencia inflige son una bagatela, sedimentos de una lucha darwinista que ha de consagrar la superioridad del más fuerte.
Cualquier similitud con el credo nazi no es ninguna casualidad.
Ahora bien, de unos años a esta parte las manifestaciones de resistencia al modelo único han crecido en todo el mundo y sus ondas alcanzan ya a los países metropolitanos. Esto ha empezado a inquietar a algunos miembros de la élite dominante, en especial en Europa, que resiente el diktat norteamericano y que está muy amenazada por la presión inmigratoria proveniente del Africa y, en menor medida, del este europeo, hechos que sólo pueden agravarse si se persiste en la ruta emprendida. Un retorno a las políticas keynesianas está siendo considerado en algunos círculos y es quizá en conexión con este tipo de preocupaciones que haya que mirar el incidente en que se vio envuelto en Nueva York el renunciante presidente del Fondo Monetario Internacional, Dominique Strauss Kahn, durante años vinculado a los think-tank del pensamiento neoliberal y hombre de Washington y Tel Aviv; pero quien parecía haber evolucionado hacia posturas más elásticas. Pues el núcleo duro de la ortodoxia económica y del complejo militar-industrial de Estados Unidos es tenazmente reaccionario y no se para en expedientes para imponer su voluntad.
El caso Strauss-Kahn
El caso del auge y la caída de Dominique Strauss-Kahn, atrapado en Nueva York por un presunto caso de abuso sexual, puede ser una prueba de esto. No es que haya que exculpar al ex patrón del FMI por el presunto delito de género por el que fue arrestado. Un par de antecedentes vinculados al tema femenil habían manchado con anterioridad a su reputación, sin que hubiera probaciones que redundaran en secuelas negativas para su carrera. Pero esto fue así mientras conservó su prestigio de economista ortodoxo. Su permeabilidad a un proyecto chino para crear una moneda internacional de reserva que suplante al dólar y una expansión de su carrera política que lo ponía en dirección a la candidatura a la presidencia de Francia, parecen haberle quitado de pronto su aura de intocable. Strauss-Kahn fue detenido a bordo de un avión de Air France, minutos antes de que este despegara del aeropuerto Kennedy, en un extraño operativo durante el cual todos los celulares en la zona quedaron anulados por un espacio de tiempo, lo que podría indicar la participación no sólo de los miembros del organismo de la lucha contra el vicio, sino la presencia en el operativo de los servicios de seguridad nacional, los únicos que tienen prerrogativas para decretar semejante cosa. Strauss-Kahn fue esposado y paseado de manera humillante entre los flashes de los fotógrafos. Se lo acusó de haber violado a una empleada de color del hotel Sofitel, en Manhattan.
Strauss-Kahn estaba previsto como el casi seguro candidato socialista a la presidencia de la República, con un alto grado de posibilidades de vencer al actual presidente Nicolas Sarkozy, un diligente servidor de Estados Unidos, que en estos años ha revertido por completo el curso de la política exterior francesa. Esta, si bien no responde desde hace tiempo a los patrones autónomos que le marcara Charles de Gaulle, nunca se había apartado de cierta reserva hacia Washington. Con Sarkozy las cosas cambiaron: Sarkozy se consagró a aplicar los teoremas de la escuela de Chicago y a seguir como perro fiel las inflexiones de la política exterior de Estados Unidos. El incidente que ha acabado con la carrera política de Strauss-Kahn le viene como anillo al dedo en vísperas de un nuevo año electoral y evoca el escándalo del juicio promovido contra Dominique de Villepin en vísperas de la elección de 2007, que dejó a su rival fuera de carrera, a pesar de que con posterioridad fuera absuelto de todos los cargos en ese asunto, que enjuiciaba las coimas abonadas en una transacción por armamento vendido a Taiwán.(1)
Hay muchas cosas en juego en esta instancia del momento económico, político y guerrero del mundo. Las suficientes como para preguntarse sobre una posible conspiración para sacar de en medio a alguien a quien, por muy neoliberal y fondomenetarista que fuera, se perfilaba como un posible incordio. El escándalo, por otra parte, ha postergado sin fecha el debate en torno de los Derechos Especiales de Giro (DEG), el esbozo de una moneda internacional, que era propiciado por China y Rusia, y que debía autorizar una emisión de los DEG por un valor de 250.000 millones de dólares, así como la posible creación de un Consejo de Estabilidad Financiera al que estarían asociados los grandes países emergentes. El reemplazo de Strauss-Kahn al frente del FMI ha recaído en la ministra de Economía de Sarkozy, Christine Lagarde, una economista de larga carrera en Estados Unidos y muy vinculada al complejo militar-industrial, que no tiene el más mínimo interés en la iniciación del proceso auspiciado por Rusia y China. Este, en efecto, podría determinar que el dólar cesase en su rol de moneda de referencia, lo que supondría una cesación de pagos de parte del gobierno federal de Estados Unidos y la renuncia de este a financiar su poderío militar a través de la deuda, para consagrarse a la reestructuración interna.(2)
Hay mucho en juego detrás de las noticias. Los remolinos que empiezan a agitar las aguas en España y en otras partes son expresión, por un lado, de un estropicio; pero, por otro, de una reacción indicativa de que las cosas no pueden seguir como están.
Notas
1) Hay un largo e interesante informe sobre el caso Strauss-Kahn en un artículo de Thierry-Meyssan aparecido en la Red Voltaire. De allí provienen los datos que aquí recopilamos.
2) Artículo citado.