El periodismo suele ocupar espacios en las páginas de los diarios y en sus suplementos, -que en ocasiones no son fáciles de llenar-, con la recapitulación de episodios dramáticos acaecidos en el pasado y que marcaron hitos en la historia contemporánea. En este sentido, el trabajo periodístico hoy lo tiene fácil: el siglo XX suministra una inacabable cantidad de referencias para enganchar un sinfín de remembranzas. La cuestión, sin embargo, consiste en si se asumen estas ocasiones para jugar a la moralina histórica -¿quién duda hoy de que el nazismo o el estalinismo fueron fenómenos condenables, por ejemplo?-, o si se abordan esos y otros temas con criterios objetivos, que traten de representar la naturaleza de los hechos que se describen en el momento en que produjeron y de percibir la forma en que dichos fenómenos aun se encarnan o se pueden encarnar en el presente, a menudo de acuerdo a formas más sutiles y mucho peores que las que revistieron en su primer momento.
El siglo XX fue fecundo en extremo en todo lo referido al cambio, en ocasiones catastrófico. Guerras mundiales, revoluciones y guerras civiles menudearon en su trayecto. El enfrentamiento de ideologías contrapuestas provocó verdaderos maremotos humanos. La sociedad totalitaria se esbozó sin tapujos en el nazismo y el estalinismo. Todos esos fermentos siguen vivos en el mundo de hoy, aunque revistan características muy distintas y aunque su atuendo se haya modificado hasta hacerlos irreconocibles al examen superficial. Pues el rasgo totalitario no ha hecho sino acrecentarse, tornándose más peligroso porque el discurso de los medios de comunicación es mucho más abarcador y penetrante que en el pasado y porque puede disimular la identidad de fondo que impregna a sus contenidos, bajo una capa variopinta que simula la libertad de expresión, pero a la cual sofoca en realidad bajo el peso y el volumen de la información desjerarquizada y distorsionada que ofrece.
El aparato burocrático que rige las prácticas políticas y económicas mundiales a su vez se difumina para el público, pues deja en primer plano apenas a los figurantes que expresan los intereses que se mueven en ámbitos que escapan a la mirada de la gente. Estos poderes no tienen nombre o se ocultan bajo siglas que dicen poco, tras cuya hermética fachada, sin embargo, se diagraman estrategias de largo aliento y a enorme escala.
No se trata de sectas secretas, por cierto; pero sí de grupos que escapan al escrutinio público. Wall Street, el Banco Mundial, el FMI, el Grupo de los 7, la fundación Bilderberg, la Comisión Trilateral y la intrincada trama del complejo militar-industrial, no están sometidos a compulsas electorales ni ofrecen más que unos pocos rostros reconocibles para la gente. Pero deciden las líneas maestras de los programas económicos, militares y políticos que mueven al mundo.
A partir del derrumbe del bloque soviético el poder de esta informe pero tentacular forma de gobierno capitalista, a la que puede en verdad denominarse oligárquica, se ha incrementado muchísimo y está poniendo en práctica técnicas para alcanzar la hegemonía sobre el planeta, en un impulso que se propone arrollar los obstáculos circunstanciales que puedan oponérsele.
Los Balcanes, Irak, Afganistán, quizá mañana Irán, no son sino anticipos de una dominación que se pretende planetaria. La partida está lejos de haber sido definida, desde luego, pero sus características están claras. Intervencionismo militar, ejércitos mercenarios, privatización de la violencia, contralor policial de los Estados y las regiones, tortura institucionalizada; y, como respuesta a una opresión contra la cual no se puede articular una contraofensiva coherente, los terrorismos fundamentalistas: implacables, asimismo carentes de transparencia y eventualmente manipulables por los servicios de inteligencia de las potencias mandantes.
Un anticipo profético
Resulta apasionante ver como, cien años atrás, el arte pudo adelantar de manera visionaria el universo en el cual nos estamos moviendo. Y ello a través del trabajo de un escritor hoy un tanto olvidado, o relegado al campo de la literatura para adolescentes, quien sin embargo fue un autor de marca mayor –aunque rústico-, y padre de la literatura norteamericana moderna: Jack London. La deuda que la literatura angloamericana tiene con London es muy grande. No solo Sinclair Lewis sino también Ernest Hemingway y John Dos Passos le deben mucho. Y George Orwell debió tenerlo entre sus autores de cabecera.
Jack London (1876-1916) percibió los contornos del cataclismo antes de que este se verificase, con una precisión que demuestra que el artista (el artista genuino) es el sismógrafo que detecta a distancia las vibraciones de subsuelo social con una sensibilidad que a menudo escapa a la generalidad de las gentes. Ezra Pound observó en una ocasión que el artista es la “antena de la raza”. En el caso de London puede decirse que este percibió, a partir de las primeras manifestaciones de la brutalidad que connotaría al siglo XX, el carácter insanable de la contradicción entre el capitalismo oligárquico y la democracia.
Este año se cumple el centésimo aniversario de la publicación de su novela “El talón de hierro”, obra que pasara casi desapercibida en su momento, pero que alcanzaría una gran popularidad a partir del estallido de la primera guerra mundial y que hoy se nos representa como una alucinante visión del abismo al cual la humanidad se está asomando.
La novela fue emprendida con el doble objetivo de verter la ideología socialista de London y a la vez procurarle algunos dividendos, de los que estaba ansioso, debido a sus difíciles comienzos como autor autodidacta. En consecuencia la concibió como un panfleto político y como una historia de amor. El resultado fue un producto irregular, con algunos personajes de psicologías esquemáticas, pero hirviente de ideas, provisto de una andadura restallante y articulado con gran originalidad de acuerdo a normas que debían no poco al cine, del cual London era un ferviente seguidor. Las notas a pie de página, en efecto, que ocupan gran parte del libro y que por supuestos son concebidas por el autor, evocan el montaje cinematográfico y comentan las memorias de Avis Everhard, la viuda del líder socialista Ernest Everhard, interrumpidas poco antes del estallido de la segunda gran intentona revolucionaria que se disponía el relanzamiento de la ofensiva contra el sistema oligárquico, designado con el temible apelativo El Talón de Hierro.
Todos los elementos que caracterizan a nuestro presente se pueden hallar en las febriles páginas de London, escritas a tres años del final de la primera guerra de los tiempos modernos, la ruso-japonesa; a igual distancia de la revolución rusa de 1905, que fue su secuela y un par de años después del terremoto e incendio de San Francisco, que brindó al autor muchos elementos del escenario apocalíptico que convenía a la sustanciación de su relato.
El conjunto de personajes, corporaciones y situaciones que desfilan por el libro son un brillante anticipo de lo que ocurriría después, no sólo bajo el fascismo o el estalinismo, sino sobre todo en nuestros tiempos, cuando la libertades civiles en Norteamérica son puestas en entredicho por el Acta Patriótica, cuando aun están vivos los recuerdos de los motines raciales que devastaron a varias urbes de esa nación en las décadas de los ’60 y los ’70, cuando los servicios secretos predominan, cuando muchas figuras políticas de primer rango han sido asesinadas -o eliminadas de la escena por escándalos cuidadosamente montados-, y cuando las ciudades de la periferia mundial que caen bajo la égida del Imperio se ven sometidas a batidas feroces en busca de insurgentes perseguidos desde la tierra y el aire.
Algunas de las páginas dedicadas a la represión de la “Comuna de Chicago” imaginada por London, son aplicables a Bagdad o a cualquier otro centro urbano del Tercer Mundo sacudido por la miseria y envuelto en una permanente guerra intestina, tolerada y condenada, estimulada y reprimida a la vez, por las autoridades. La represión utiliza aeronaves, explosivos y ametralladoras disparadas desde el aire, ni más ni menos como se lo puede contemplar hoy en algunos barrios de Bagdad, o como pudo visualizárselo en Vietnam y en tantos otros escenarios. La novela describe la conspiración de la oligarquía económica y política, para impedir la libertad de expresión, la libertad de reunión, para controlar la información e instalar ejércitos profesionales de mercenarios pagos, encargados de reprimir una guerrilla omnipresente pero sin metas claras ni una sólida esperanza de victoria.
Es el universo de “la guerra permanente”, cara a George W. Bush; y de Blackwater, la agencia de mercenarios subcontratada por el Pentágono y en continua expansión por el mundo, algunos de cuyos miembros se rumorea han llegado ya a América latina.
El dato sorprendente y que da un giro aun más dramático al libro es el descubrimiento que el lector efectúa al final, en el sentido de que la segunda revolución ha fracasado, que la autora de las memorias ha tenido tiempo apenas para enterrarlas antes de desaparecer en el torbellino y que han debido pasar siete siglos para que esos tiempos de abominación hayan sido superados. London tendía a ser optimista respecto del futuro de la raza humana, pero ese optimismo no le oscurecía la vista ni le impedía ser realista y mensurar la fuerza de la bestia a la que pretendía oponerse.
El rol del artista
A ojos de lo que hoy podría llamarse el progresismo light, Jack London como individuo era tan imperfecto como muchas de sus novelas. A pesar de su socialismo, su penchant por Nietzsche y la mezcla de la lectura del gran filósofo alemán con los prejuicios propios de su tiempo y de su ambiente, lo llevaban hacia un darwinismo social impregnado de racismo. De esta actitud quedaron no pocos testimonios literarios. Su admiración por el hombre blanco y su presunta superioridad sobre los pertenecientes a las razas “inferiores” destila de muchos de sus relatos y reportajes. Pero, ¿quién pretende que un artista sea perfecto? Lo que cuenta es que sea capaz de transmitir sus vivencias con eficacia. Y esta eficacia está indisolublemente ligada a la sinceridad para consigo mismo.
Ese compromiso interior es lo que en definitiva le impide mentir y lo que dota a sus trabajos de una intensidad que sería imposible de otro modo. Es sabido el aprecio que Marx y Engels tenían hacia la obra de Honoré de Balzac, a pesar del proclamado monarquismo y conservadurismo de este. Pero la sinceridad de la efusión artística es imperativa y en Balzac, y en otros muchos, se impone a los condicionamientos sociales y a la parcialidad ideológica. De la devoción al realismo se desprende una verdad objetiva, por mucho o poco que se simpatice con los “villanos” de una trama.
En el cine y la pintura pasa lo mismo. Sergio Eisenstein, por mucho que se esforzó por acomodarse al culto de la personalidad durante la era estalinista, no pudo evitar adensar, en “La conspiración de los boyardos”, que llega al clímax de su saga sobre Iván el Terrible, un clima de furia asesina y sangriento apetito de poder que le valió que su filme no fuese proyectado hasta varios años después de su muerte y, por supuesto, hasta bastante tiempo después de la desaparición de Stalin, a quien indirectamente se pretendía halagar a través del retrato del Zar que había unificado a Rusia en el siglo XVI. Y Goya, el acomodaticio pintor de corte que combinó su simpatía por la Ilustración con el mantenimiento de su cargo bajo el dominio de Fernando VII y con su desempeño en igual carácter durante la monarquía de José Bonaparte, trazó los más terribles retratos de la bestialidad de la guerra, del oscurantismo inquisitorial y de la imbecilidad coronada en una serie de magníficos testimonios que iban del aguafuerte a los retratos. Ninguno de los cuales podía evitar –como en el caso del cuadro que retrata a Fernando VII o en el de la familia de Carlos IV- una sinceridad brutal, que desnudaba la sensibilidad del artista frente a la forma que se ofrecía a sus ojos y que se rehusaba a consumar lo que hoy llamaríamos el photo shop.
En London conviene seguir la traza de esta honestidad más que la de su imperfección técnica y la de sus extremismos darwinistas. Novelas como “La peste escarlata” –que puede leerse como una advertencia respecto de las pandemias que inquietan al siglo XXI-, junto a “El Talón de Hierro”, abren un camino que se dirige hacia las honduras del presente. Tengámoslo en cuenta.
Obras emblemáticas de Jack London
“Colmillo blanco”
“La llamada de la selva”
“El lobo de mar”
“El talón de hierro”
“La peste escarlata”