Hay momentos en la historia en que la clase o la fuerza dominante pierden el consenso en el seno de las masas, pero sin que estas hayan incorporado una idea nueva que las oriente con certeza. Antonio Gramsci definía este aspecto de la crisis de nuestro tiempo como uno de esos momentos en que “lo viejo ha muerto, pero sin que aun pueda nacer lo nuevo… En ese interregno –decía- ocurren los más diversos fenómenos morbosos”. Osama Bin Laden fue uno de esos “fenómenos morbosos”, típico de un período significado por el derrumbe de una ideología frustrada en su aplicación práctica –el comunismo- y la persistencia del enemigo al que pretendía derrocar, un capitalismo que ha perdido su faceta creativa y que se concentra cada vez más, en un proceso endogámico que se devora a sí mismo.
Bin Laden era un emergente de la derrota de la revolución colonial y también uno de los fautores de esta, en la medida en que fue adiestrado y utilizado por Occidente para luchar, desde el fundamentalismo, contra una dictadura modernista tutelada por los soviéticos que intentaba cambiar a Afganistán. Como tal, como fruto estéril de un renacimiento frustrado, era también un elemento susceptible de ser utilizado para distraer la lucha de los oprimidos de las auténticas metas que estos habían de fijarse.
El terrorismo entendido como sistema –esto es, como conspiración de un puñado de elegidos, urgidos por tomarse venganza de un odiado enemigo- nunca puede ser otra cosa que un camino sin salida. O un elemento susceptible de ser utilizado para la provocación. Algo muy distinto son las guerras populares de resistencia, en las cuales un movimiento busca enraizar en el pueblo y a veces debe recurrir a expedientes heterodoxos para luchar, por la sencilla razón de que no dispone de la panoplia del contrincante y apela a la bomba o la metralleta contra objetivos “blandos” porque no puede soñar en enfrentarse mano a mano con los tanques y la aviación de la clase o la nación opresora...
La utilización de Al Qaeda por los servicios de inteligencia occidentales podría dar pie a una jugosa novela de John Le Carré. Y digo novela pues la naturaleza de las conexiones y en especial su peculiar manera de trabarse son para nosotros imposibles de sacar a la luz. La presencia de ellas surge más bien de datos parciales, como la probada participación de agentes occidentales en varios de los atentados que atizaron la división entre chiítas y sunitas en Irak; pero, sobre todo, de la manifiesta evidencia que se desprende de la respuesta a la pregunta: “¿A quién beneficia el crimen?”, principio básico de cualquier investigación policial. ¿ Cui bono, en efecto?
Los atentados del 11/S dieron la luz verde a un proyecto hegemónico planificado por el Pentágono y los think tanks de Washington ya a finales de la década de 1980, cuando empezaba a hacerse evidente la posibilidad de una desintegración del bloque soviético. La “guerra infinita” –necesaria para alimentar al complejo militar-industrial y para mantener la supremacía bélica estadounidense sobre el conjunto del mundo- había encontrado o más bien se había inventado, el enemigo ideal contra el cual proyectarse. Un enemigo fantasmagórico, inasible y ubicuo, al cual se le corta una y otra vez una cabeza que vuelve a reproducirse, pero que en fin de cuentas no representa sino un peligro contingente, incapaz de hacer daño en el plano de la aceptación social y útil por lo tanto para echar mano a él cuando la ocasión así lo requiere.
Es lo que pasa o va a seguir pasando con Al Qaeda o con los variados especímenes de espantapájaros que seguirán circulando, desde el fundamentalismo hasta el narcoterrorismo. Todo con arreglo a una agenda que tiene en su centro el protagonismo de los servicios de inteligencia. No creo en las teorías conspirativas de la historia, pero sí en la existencia de las conspiraciones, que en los momentos de empobrecimiento o de confusión ideológica tienden a cobrar más cuerpo y a provocar descarrilamientos en cuya barahúnda se pueden perder de vista los objetivos centrales de la lucha social.
¿Es casual que la muerte de Bin Laden por obra de un comando norteamericano operando por su cuenta en el suelo de un país “aliado”, como lo es Pakistán, sin conocimiento de su gobierno, ocurra justo ahora? ¿Es casual que venga a irrumpir en un proceso de convulsiones en el mundo árabe que podría llegar a producir un salto a la vez cuantitativo y cualitativo en la lucha por la liberación de esos países? En los próximos meses el mundo va a estar ocupado con el tema de las represalias y contrarrepresalias manejadas a control remoto que van a detonar en Oriente y en Occidente. El proceso de cambios iniciado en Túnez, corrido a Egipto, ahogado en sangre en Bahrein y contrarrestado en Libia y Siria por una oportuna contraofensiva imperial, va a estar expuesto a la acción de provocaciones de todo tipo, que repercutirán dentro y fuera de los países árabes, avivando el fantasma del “choque de civilizaciones” y enconando aun más la islamofobia que se expande en Europa y Estados Unidos.
Durante diez años Bin Laden escapó a persecución de un Imperio provisto de los más sofisticados elementos de espionaje. Con él como objetivo Estados Unidos aterrizó en varios lugares del Medio Oriente, ocupó a Afganistán e invadió Irak. Curiosamente nunca pudo encontrarlo. Hasta ahora, cuando su muerte puede representar una ventaja práctica para sacar de su eje a un proceso de cambios.
Es difícil escapar a la fascinación que suponen las tesis conspirativas. Así sean marginales al proceso social de fondo, pueden formar en él excrecencias capaces si no de producir modificaciones profundas, sí en cambio de operar como factores generadores de disrupciones en el curso de los acontecimientos: de episodios que pueden causar grandes desastres y acelerar o retrasar el tren de la historia. Esa fascinación novelesca alimenta a la prensa política y a los mass media que encuentran en ella una pimienta especial para mejorar el rating. ¿Y si a Osama no lo han matado sino que ya estaba muerto? Un tipo enfermo, con problemas de tensión sanguínea y con dolencias renales que exigían su periódica dialización, ¿podía deambular diez años bajo las bombas y en terreno montañoso a gran altura? Arrojar su cadáver al mar, como a un vulgar mafioso del Bronx, en prevención de que su tumba no se convierta en un lugar de peregrinación, ¿es coherente con el deseo de reasegurar al público norteamericano respecto de la liquidación de su enemigo público Nº 1?
Por último, contemplando los festejos en el Ground Zero, es imposible dejar de destacar el arraigo que la ley de Lynch tiene aun en el seno del público estadounidense. “Es la venganza de Estados Unidos”, dijo George W. Bush con satisfacción. Pero, francamente, es preferible este tipo de manifestación a las expresiones del presidente Barack Obama, encomiando el asesinato del asesino porque con esa muerte se incrementa la seguridad de su país. Es probable que sea al revés. Y de cualquier manera, con la muerte de Osama Bin Laden, sobrevenida tras el asesinato del hijo menor de Gaddafi y de tres de sus pequeños nietos en un bombardeo “selectivo” de la Otan, ¡qué precioso ejemplo tenemos de la benevolencia del Premio Nobel de la Paz, Barack Obama! ¿A nadie se le ocurrió pedirle que lo devuelva?