Transcurridos casi cuatro meses del comienzo de la revuelta en los países árabes, el panorama comienza a precisar rasgos que ponen más en claro las fuerzas que discurren en él y el posicionamiento del imperialismo en esa materia. Ya se lo ha dicho en notas anteriores, pero conviene refrendarlo ahora: el movimiento insurreccional tiene componentes complejos que en general reflejan el hartazgo de las poblaciones árabes respecto de los despotismos locales que son agentes eficientes del mandato imperial; pero también responde a características tribales y asimismo a una inquietud juvenil en procura de una mayor modernidad, inquietud que puede ser manipulada a través de los mass-media y los canales de comunicación que ofrecen la informática y sus redes sociales. Estas son imposibles de dominar y resultan en extremo anárquicas, pero por eso mismo se prestan tanto al discurso racional a favor de un cambio antisistémico como a las maniobras para estimular impulsos apasionados y fácilmente orientables hacia vías sin salida.
Deshacerse de los gobiernos fantoches que responden a Estados Unidos es el motivo de la ola de fondo que sacude al mundo árabe, pero los servicios de inteligencia y la prensa de occidente han sabido desdibujar ese propósito, a nivel de propaganda, hablando de la “revolución de los jazmines” y otras bobadas por el mismo estilo, a la vez que están fogoneando en Libia las viejas divisiones entre la Cirenaica y la Tripolitania para generar una secesión que va en el mismo sentido que la de la ex Yugoslavia en los Balcanes o la de Darfur en Sudán. Esto vale también por el relieve que se da en los medios a los disturbios que se producen en Siria y que han arrojado un número no precisado pero en apariencia elevado de víctimas.
El gobierno sirio no es precisamente un amigo de Estados Unidos y sostiene un inacabable contencioso con Israel a propósito de las alturas del Golán, conquistadas por el estado hebreo durante la guerra de los Seis Días, en 1967. El régimen sirio se caracteriza por el nepotismo (Bashar Al Assad, el actual presidente, es hijo de Hafez Al Assad, dictador del país entre 1970 y 2000), pero aun dentro de ese formato es un Estado laico. Los media occidentales informan sobre un gran número de los muertos producidos durante las manifestaciones antigubernamentales de estos días, pero el gobierno aduce que muchas de las víctimas –manifestantes y policías- han caído como consecuencia del fuego de francotiradores actuando con fines de provocación. No sería la primera vez que esto sucede, y sería tonto desechar el argumento como una necia mentira oficial. La Unión Europea ya ha decidido el embargo de armas a Damasco y prepara la congelación de sus activos en el exterior, amén de la supresión de la cartera de inversiones de 1.300 millones de euros que se tramitaban a través del Banco Europeo de Inversiones (BEI).
El intento de desestabilización del régimen sirio puede ser también una antesala del fomento de las contradicciones internas que existen en Irán; en este caso a la inversa, pues si en Siria los agitadores más en vista parecen ser radicales musulmanes, en Irán la materia prima del descontento podría surgir de los jóvenes irritados por la preeminencia del los clérigos islámicos a lo largo del proceso iniciado con la revolución del ayatolá Ruhollah Khomeini, allá por la década de 1970.
Las características de los regímenes árabes durante tanto tiempo enfeudados a Estados Unidos facilitan su remoción por movimientos populares que el imperio puede aspirar a dividir o controlar. Es sabido que a los limones exprimidos se los arroja y de esto hay múltiples ejemplos en la historia. Sin ir más lejos basta mirar a nuestro inmediato pasado y observar la desenvoltura con que Kissinger se sacó de entre las patas a la Junta Militar argentina. Y advirtamos que ya había hecho lo propio con los coroneles griegos. Con esas acciones Washington suele reverdecer sus laureles de benevolente liberador y continuar su negocio.
Mientras se espera el próximo acto de la contraofensiva imperial, el presidente Barack Obama perfecciona sus dotes de portavoz del sistema y derrama un discurso almibarado a propósito de la democracia. La hipocresía reinante hace que esta oratoria le haya valido el Premio Nobel de la Paz, pero ello no obsta para que el plan de remodelación del área estratégica del Medio Oriente continúe los parámetros que desde los atentados del 11/S no han cesado de ponerse en práctica. Con resultados dispares, no siempre satisfactorios y de cara a un proceso de cambio del cual la operatoria actual de Departamento de Estado y del Pentágono, estarían dando la prueba.
Dos estilos para un mismo fin
El politólogo francés Thierry Meyssan distingue dos modelos en la pretensión de Estados Unidos a ejercer un rol hegemónico. El primero, formateado por Ronald Rumsfeld, primer secretario de Defensa bajo George W. Bush, apunta a llevarse todo por delante, fomentando las intervenciones directas en las áreas de interés para Washington y sus socios de la Otan, en un despliegue en el cual la voz cantante la lleva Estados Unidos, no dejando lugar para otra cosa que la consolidación de un dominio global frente al cual las otras potencias ajenas a la Tríada conformada por Norteamérica, la Unión Europea y el Japón –esto es, Rusia, China y tal vez la India- habrían de acomodarse o luchar en una confrontación a todo o nada. Esta opción parece estar agotada, pues excedería las posibilidades económicas de la superpotencia. Otra es la acuñada por Robert Gates, su sucesor bajo el mismo gobierno Bush y quien continúa en el cargo con el presidente Obama.(1) Gates –junto a los expertos de la CIA y del Pentágono- parece haber limado los extremos más filosos de la doctrina Rumsfeld adecuándola a un escenario más realista, aunque tal vez más implacable.
El nuevo estilo de conducta pasaría por una visión más sobria de las cosas y consistiría en dividir al mundo en dos. Una parte constituida por los países de la Tríada siempre comandada por Estados Unidos, y la otra una “in-constituida” por una periferia librada a sí misma, presa del subdesarrollo y la violencia, y apta sólo para entregar sus riquezas a las potencias del Centro, que se ocuparían de preservar las reservas naturales no renovables y de controlar su explotación. La Amazonía, los reservorios energéticos y acuíferos y las fuentes de minerales estratégicos estarían bajo control directo o indirecto gracias a bases in situ o ubicadas en las cercanías, o por la presencia en el lugar de regímenes seguros.
Esta concepción implica que los Estados Unidos domestiquen sus pretensiones y busquen un arreglo con los estados desarrollados en vías de expansión, como son China y Rusia, que compartirían la torta sin pretender disputar la preeminencia que en materia de seguridad seguiría ejerciendo la Otan, con Estados Unidos al frente. No está en absoluto claro que esto vaya a ser así, pues si bien en Rusia el presidente Medvedev parecería estar tentado a acomodarse a este escenario, el primer ministro y efectivo hombre fuerte del país, Vladimir Putin, no compartiría ese parecer; y porque además el nacionalismo chino parece ser aun menos permeable a este tipo de solicitaciones.
En cualquier caso, el plan Gates (para bautizarlo de alguna manera) parece estar cobrando vigencia. Su mecánica pasaría por la desestructuración de los territorios susceptibles de ser partidos, magnificando artificialmente sus divisiones latentes y desarticulando la posibilidad de resistencia regional. Este procedimiento tiene larga prosapia y los latinoamericanos podemos dar fe de ello, razón por la cual deberíamos estar doblemente alertas. El control de las vías marítimas con bases bien situadas –Diego García, las islas Malvinas, etc.- e intervenciones terrestres, en la medida posible subalquiladas a países aliados o a elementos mercenarios, procurarían el modus operandi y reservarían a los efectivos de la Unión para los casos extremos. Algo de esto se está viendo hoy en Libia, donde los aviones, barcos y fuerzas especiales francesas e inglesas operan en mayor escala que los norteamericanos.
Todo esto es ingenioso, pero no necesariamente factible. Paul Kennedy habla del “sobredimensionamiento imperial” como motivo clave de la caída de las grandes potencias. Y si bien el plan Gates acomoda a las ambiciones estadounidenses a un esquema menos arrogante que el de Rumsfeld, no deja por esto de ser monumental y de dar por sentado aquiescencias que difícilmente se vayan a conseguir. Ni por parte de Rusia o China, ni por parte de los países que serían abandonados a su suerte para padecer las convulsiones del hambre o el saqueo. El rebote de esas políticas en materia de aluviones inmigratorios en masa es ya un fenómeno en crecimiento. Un ejemplo de laboratorio de lo que puede llegar a pasar en este orden de cosas lo estamos viendo en estos mismos días, con los problemas que se han suscitado en Italia y entre este país los restantes miembros de la Unión Europea a causa del arribo de algunas decenas de miles de refugiados que se lanzaron a cruzar el Mediterráneo como consecuencia de la crisis libia y de los problemas en Túnez.
Los flujos migratorios son ya un problema que desequilibra a los países ricos. El día en que el infierno de la periferia arda aun más fuerte, no habrá argumentos racionales ni balas suficientes para contenerlos.
Así pues, ¿adónde va el modelo neoliberal del capitalismo? Impertérritos, sus mandantes económicos siguen en sus trece. No menos obcecados, sus intérpretes políticos, sean en la meliflua versión de Obama, en la desfachatada de Berlusconi o en la brutal de los Bush y compañía, continúan empujando al mundo hacia pruebas cada vez peores.
Nota
1) Robert Gates será reemplazado en julio por León Panetta, actual jefe de la CIA,. El puesto de Panetta será cubierto por el general David Petraeus, quien comanda hoy las operaciones en Afganistán.