Las distinciones maniqueas son detestables, puesto que suelen servir para equivocar más que para aclarar las cosas. Como en el caso de la izquierda y la derecha en política. En efecto, si se toman esos términos en abstracto, sin describir los rasgos concretos de los fenómenos a los que les aplica el remoquete, ni a su ubicación en un contexto social dado, se induce a confusiones derivadas de eso a lo que Goethe aludía diciendo que “gris es la teoría, pero verde el árbol de la vida”.
Genéricamente, se suele entender que de izquierda son los movimientos que propugnan un cambio más o menos radical y que ponen en su centro los intereses de las masas populares. Razonando por descarte hemos de concluir, entonces, que la tendencia central que recorre a la política en el mundo de hoy es a la derechización antes que al izquierdismo. Pues si miramos en rededor descubriremos que, en la parte desarrollada del mundo al menos, la izquierda ha quedado reducida a una formulación trivial, muy distante del sentido que se le adjudicó en su época clásica, mientras que los postulados de la “revolución conservadora” predominan en los países que más influyen en el ordenamiento mundial.
Los apelativos de izquierda y derecha vienen de la época de la Revolución Francesa, cuando la Montaña –compuesta por las agrupaciones más radicales del proceso revolucionario- se sentaba a la izquierda del presidente en la sala de la Convención Nacional, mientras que los Girondinos, que encarnaban tendencias más moderadas, se agrupaban a la derecha, dejando en el centro a una mezcla muy amplia de legisladores que se volcaban alternativamente hacia uno u otro de los polos de la asamblea. Esta agrupación era denominada la Llanura, el Centro o, de forma despectiva, el Pantano.
Desde esa época que alumbró la revolución burguesa hasta acá, las fórmulas y contenidos que se han arrogado las líneas ideológicas que han pretendido orientar las transformaciones en el mundo han escogido, de una u otra manera, los vocablos provenientes de aquel modelo. En las insurrecciones francesas de febrero y junio de 1848 se produce sin embargo un punto de inflexión, supuesto por la aparición del proletariado como un protagonista dinámico de la historia. Al ver a la plebe, que hasta ahí había constituido la punta de lanza del envite contra el viejo orden sin dejar de subordinarse a la dirección burguesa, al ver a la plebe, decimos, organizarse y constituirse en un factor capaz de amenazar a la propiedad, la burguesía, según la frase de Marx, “cambió de hombro el fusil” y de agente propulsor de las libertades democráticas pasó a desempeñarse como la guardiana de las instituciones. Sin dejar por esto, sin embargo, de propulsar la corriente del cambio tecnológico y económico generado por la revolución industrial ni de instrumentar las soluciones políticas e institucionales que podían asegurarle el control de la sociedad.
A partir de allí se pudo entender que izquierdas y derechas eran fenómenos que vivían de la actualidad y que significaban distintas concepciones de organizar la corriente transformadora. Se supuso que las primeras ponían el énfasis en la provisión de una mayor seguridad social para los desposeídos y promovían la participación masiva del pueblo en la determinación de sus destinos, mientras que las segundas se ocupaban primordialmente de la concentración de la riqueza y tendían a dejar fuera o a premiar tan sólo de forma subsidiaria al pueblo llano, cuya incidencia en la orientación de la marcha de las cosas era rechazada o minimizada al filtrársela por los mecanismos representativos, bien aceitados, que median entre la masa y la toma de decisiones del gobierno.
Esta contradicción se vio subsumida al mismo tiempo en otra, que a la larga se ha revelado aun más fundamental: la que resulta de la oposición entre las naciones; y, sobre todo, entre las naciones ricas y las naciones pobres, entre los países imperiales y los que no lo son. Entre dominantes y dominados. Esta contraposición se refracta tanto en el seno del primer bloque como en el del segundo; sólo que en las naciones dominantes los estragos de la acumulación primitiva e incluso de la concentración de la riqueza fueron paliados por la explotación de los países colonizados. Esta consintió un excedente de ganancias que en cierta medida alcanzaba a beneficiar a los sectores proletarios o medios de las naciones metropolitanas, también favorecidos por la apropiación y el aprovechamiento de los grandes espacios ganados por la superioridad militar y tecnológica de las potencias imperialistas, espacios que quedaron abiertos a la inmigración. El flujo migratorio que se descargó en las praderas norteamericanas y en las colonias o semicolonias de Europa, descomprimió la presión social en las metrópolis y en el este de Estados Unidos, consintiendo su desarrollo más o menos ordenado y morigerando los ímpetus del radicalismo social.
En los países objeto de colonización, como los de América latina, la dependencia en cambio agudizó las divisiones internas. Pues los sectores locales que concentraban poder en connivencia con el imperialismo se configuraron como “una clase capitalista oligárquica, pero no burguesa” (Ramos). O, para decirlo en los términos del marxismo, se construyeron como una “burguesía compradora” que fungió de correa de transmisión del interés externo. Este aportó un desarrollo ceñido tan sólo a los factores que le devengaban utilidades en algunos aspectos específicos. Como la construcción de ferrocarriles o puertos. El monocultivo fue la norma y la diversificación productiva fue hecha a un lado o suprimida a través de expedientes técnicos, como la desprotección tarifaria. El librecambismo fue ley.
El capitalismo oligárquico fue el agente local de ese sistema y en consecuencia revirtió su interés y su mentalidad hacia fuera, dando a sus inversiones internas un carácter más bien suntuario. Gastaba en sus campos o minas, pero la renta que extraía de la exportación de las commodities la derivaba al exterior o la aplicaba a la construcción de palacios, palacetes y jardines. Embelleció a las grandes ciudades, pero ignoró el desarrollo integral del país de donde extraía su riqueza.
Más allá de las cuestiones de escala, la contraposición entre el desarrollo y la integración territorial y productiva de Estados Unidos y la balcanización y el empobrecimiento de los países iberoamericanos, brinda un ejemplo aplastante de la diferencia del rol que existe entre una burguesía nacional y unas burguesías dependientes. Sin la existencia de esa burguesía industrial que se concentraba en los estados del norte y fogoneaba un espíritu de frontera que se rehusaba a estancarse en el cómodo disfrute de la renta, factores que fueron el meollo del impulso que construyó al país, la gran potencia que es Estados Unidos hoy se hubiera fragmentado en al menos dos pedazos mediando el siglo XIX. Sólo una guerra civil implacable contra las tendencias secesionistas de la aristocracia agraria y esclavista del Sur salvó la unidad norteamericana y la preservó para la misión que latía en el futuro.
Los fascismos y el frenesí del “modernismo reaccionario”
La ferocidad de las contradicciones intraimperialistas por el reparto de los mercados y por la hegemonía de un poder sobre otros, dio lugar a conflagraciones enormes, cuya expresión máxima se concentró en el período 1914-1945. Los países imperialistas que desafiaron el orden constituido, como Alemania e Italia, con Japón como recién venido- se revistieron con los oropeles de una derecha conservadora, pero en realidad no tuvieron mucho de esta. Las derechas nazi y fascista, así como el militarismo nipón, fueron movimientos revolucionarios que adoptaron un barniz tradicionalista, pero eran expresivos de un “modernismo reaccionario” -como lo bautizó Jeffrey Herf-, que tomaba prestadas del pasado algunas consignas que apelaban al prejuicio racista y aprovechaban la inquietud generada por las consignas revolucionarias de la izquierda extrema en un amplio espectro social; pero se colocaban en las antípodas de cualquier inmovilismo. Este más bien era atributo de las potencias satisfechas, que no tenían deseo alguno de modificar un estatus quo que las favorecía.
Como secuela de la primera guerra mundial, la revolución rusa, con su propuesta de abolición de las clases, había introducido un principio explosivo que funcionó a manera de divisoria de aguas en todo el mundo. El espectro ideológico se polarizó, abriendo el espacio para la aparición de los fascismos, que enarbolaron lemas que a la vez que anticomunistas, eran también antiliberales y apelaban a una suerte de democracia directa, fundada en una relación entre el Führer o el Duce, y la masa. Antiigualitarios, proponían –teóricamente- la jerarquía del mérito por encima de la eminencia provista por el dinero. No buscaban –pese a su elogio del campesino y de la naturaleza- recuperar el presunto paraíso perdido de un mundo no industrial, sino poner en el centro de su actividad una energía sin límites y motora de decisiones audaces, estimando a la técnica y la industria como dínamos de una evolución marcada por la huella del darwinismo social. Esto es, de la selección natural y la primacía del más fuerte. En el caso alemán, esta evaluación biológica de la historia remataba en la figura del superhombre ario, portador de la luz y la espada, cuyo arquetipo era el guerrero. Pero la irracionalidad de sus formulaciones románticas enmascaraba la necesidad del capitalismo alemán, llegado con retraso al reparto del mundo, de ingresar a la palestra global para librar un combate desigual con los imperios ya establecidos –Inglaterra, Francia y Estados Unidos. Sólo un credo mesiánico podía intoxicar a las masas para asumir semejante desafío.
Ahora bien, la velocidad impresa por los dirigentes al proceso de decisiones y la vesánica energía de Hitler llevaron a los acontecimientos mucho más allá de lo que los dirigentes del capitalismo alemán hubieran augurado. Y si la revolución es un proceso de destrucción y construcción, Alemania hubo de asumir sólo la primera parte de ese predicado. Pero no por ello el desarrollo de ese fenómeno dejó de implicar una sorprendente transformación revolucionaria…, en sentido negativo. Al final de la guerra las burguesías europeas boqueaban, y sólo la intervención de Estados Unidos y la deserción estalinista bloquearon un proceso de cambios potencialmente radical que las hubiera eliminado. La Rusia soviética privilegió las razones de la realpolitik y se aseguró su glacis defensivo en Europa oriental, dejando a los comunistas franceses e italianos arreglárselas solos, contando con ellos únicamente como con un expediente en la retaguardia del enemigo en el caso de que las cosas se embrollasen definitivamente con occidente. Estados Unidos por su parte ayudó a transformar a Europa occidental en un dique contra el comunismo gracias al Plan Marshall. El viejo mundo y la victoriosa Norteamérica se convirtieron así en el escenario de los “30 gloriosos”, como Eric Hobsbawm denominó a los años de plétora económica que se extendieron desde 1948 hasta mediados de la década de los ’70.
El choque del período de las guerras mundiales dejó a las nuevas potencias aspirantes al cetro mundial destruidas, y a las viejas que hasta ahí de alguna manera lo detentaban, exhaustas. Con una excepción, Estados Unidos, que recién se asomaba como protagonista dominante en el escenario mundial y que había podido librar la guerra desde lejos, acopiando un enorme poderío militar y económico. De hecho, EE.UU. era la única potencia de veras victoriosa; la Unión Soviética, que se constituiría poco después en su rival en el mundo bipolar, estaba en realidad desangrada y sólo la pronta adquisición del arma nuclear le permitió durante varias décadas mantenerse como un contrapeso al poder de Estados Unidos.
¿Y qué hacía la izquierda en este escenario? Pues decaía. El movimiento comunista, -“el gran resplandor al Este”, como lo denominó Jules Romains en su novela-río Los hombres de buena voluntad-, se opacó hasta transformarse en una luz siniestra con Stalin. Sus corifeos en todo el mundo equivocaron, a veces por mediocridad intelectual y a veces por perverso servilismo, las rutas que debían tomar y que, presuntamente, debían dirigirse hacia la victoria de la revolución en el mundo y la liberación de los pueblos. Más allá de los crímenes cometidos contra el pueblo ruso, la grisalla cultural que envolvió a los países de Europa del Este después de que cayeran en el área de influencia soviética estranguló las esperanzas en un cambio positivo y confirmó a las mayorías europeas en su rechazo a la URSS y en su simpatía hacia Estados Unidos. En el caso ruso, al final de cuentas fue el espesor de esa opresión lo que desanimó al pueblo y lo desarmó frente a los fementidos liberadores al estilo de Boris Yeltsin, fundadores de una burguesía mafiosa derivada en parte de la nomenklatura del viejo partido.
En esos años sólo la irrupción de la revolución colonial devolvió a la izquierda parte del lustre perdido. Este proceso está muy vivo todavía, a pesar de los retrocesos provocados por las agresiones contra los movimientos de afirmación nacional de los pueblos oprimidos y del redoblar del accionar imperialista una vez que el bloque soviético fracasó en ofrecerse como una alternativa de cambio.
La socialdemocracia europea se instala en el Pantano
En el mundo desarrollado, por el contrario, la tendencia fue a la fijación en las metas de la clase dominante. Allí los vocablos izquierda y derecha han perdido casi todo su sentido. Europa, otrora la cuna de los movimientos de protesta social, es un ejemplo claro en este sentido. Aun en la etapa del reformismo bernsteiniano e incluso después de la segunda guerra mundial, la socialdemocracia no había abandonado su creencia en la importancia del rol del Estado como factor ordenador de la economía, y tenía como objetivo un orden social más justo. Si el objetivo de máxima referido a la abolición del capitalismo había sido tácitamente cancelado, subsistía la aspiración a un capitalismo de corte keynesiano, que ponía el acento en un proceso de desarrollo negociado entre las partes para encontrar acuerdos en la política de distribución de las rentas, al tiempo que cuidaba que las variables de la inflación y el mercado se mantuviesen más o menos estables. De esto no ha quedado nada.
La irrupción del “capitalismo de shock”, como la llamó Naomi Klein, sucesiva a la imposibilidad de seguir aumentando la cuota del beneficio empresario más allá de ciertos límites, dio alas a la financiarización de la economía y rompió las barreras de contención con las cuales el keynesianismo intentaba moderar la concentración del capital. El impulso monopólico contó con el apoyo de la revolución tecnológica y de la incesante multiplicación de la velocidad informática, que consentía transacciones instantáneas y traspasos de inmensas sumas de dinero virtual de un escenario a otro de manera casi automática. A partir de la implosión del rival sistémico –la URSS- el capitalismo salvaje se encontró en condiciones de imponer su ley manu militari en el mundo entero. La concentración económica se proyectó sobre el escenario comunicacional, y los mass media se convirtieron en el ariete propagandístico más demoledor que podía haberse imaginado. La propagación del discurso único fue un instrumento masificador en el peor sentido del término. Aunado a la permeabilidad que la nueva sociedad de consumo padecía ante ese machacante mensaje, flaquearon las defensas psíquicas e ideológicas del público sometido a ese bombardeo.
En este escenario, la socialdemocracia europea se rindió con armas y bagajes al nuevo credo. En cuanto a la organización política que podía pasar como expresiva de las tendencias de la izquierda moderada en Estados Unidos –el partido demócrata- se encontró cada vez más entrampada en la red de complicidades que existe entre el complejo industrial-militar, Wall-Street, la oligarquía del sistema bipartidario y los mass media, apéndices operativos de la red del poder.
En estos escenarios la distinción entre izquierda y derecha ha perdido casi todo su sentido. Los llamados conservadores –los Reagan, Thatcher, Berlusconi, Cameron, Bush, Merkel, Aznar, Rajoy, Sarkozy- proclaman y buscan objetivos que implican un implacable sometimiento a una globalización calificada por la ortodoxia de la Escuela de Chicago. Esto es, ortodoxia monetarista, privatizaciones, liberación de trabas fiscales al gran capital, políticas de estado que den preponderancia de las reglas dictadas por los organismos internacionales de crédito y de los clubes de influyentes anónimos, como la Comisión Trilateral o el grupo Bilderberg; y achicamiento o supresión de las conquistas sociales en lo referido a la salud y la educación públicas, la sindicalización y demás.
Esto incluye también la proyección de una geoestrategia a la escala del planeta, que busque asegurar el control de las reservas naturales y el posicionamiento de bases y flotas en condiciones de controlar cualquier poder emergente que intente escapar de ese predominio o desafiarlo. La opción militar se desprende como una fruta madura de este esquema y las pruebas están a la vista: los Balcanes, Irak, Afganistán, Libia; las bases en Colombia, la IV Flota en el Caribe, la red de espionaje satelital e informático que circunda el globo, etcétera.
Ahora bien, la socialdemocracia en los países dominantes, que suele adjudicarse el rol de izquierda en el hemiciclo parlamentario, comparte en un todo estos postulados. Matiz más, matiz menos, se alinea en cuanta ocasión sea propicia con este tipo de procederes. Los Tony Blair, Felipe González, Rodríguez Zapatero, D’Alema, Prodi, Clinton y Obama- son diligentes servidores de esta política, a la que adornan con un derecho humanismo genérico que mide con muy distinto rasero las atrocidades cometidas por los llamados terroristas y los horrores infligidos por vía directa o indirecta a los pueblos o sectores sociales sumergidos. A veces ni siquiera son capaces de aplicar sinapismos verbales contra las políticas de ajustes y las guerras de agresión. Al contrario, con frecuencia las apoyan aduciendo su “carácter inevitable” o su valor como elemento disuasorio contra “los tiranos que oprimen a sus propios pueblos…” Claro que nadie indaga porqué unos tiranos son más déspotas que otros. Ni sobre porqué son las potencias que detentan el poder tecnológico, financiero y militar, las que establecen los parámetros jurídicos del juego.
Sin duda que en los países metropolitanos hay, aunque en menor medida que en los países sometidos, una resistencia tanto social como psicológica a las políticas de ajuste, pero falta la dimensión política que pueda canalizar esa resistencia por una vía que sea compatible con la tradición socialista forjada en las luchas del pasado. No hay más que ver las mesas redondas de la televisión para percibir como el juego del poder se ha fijado en una atribución de roles falsa y esquemática, frente a la cual no hay expresiones valederas que contesten el discurso dominante, provisto siempre de los rótulos del prestigio académico, político o mediático. La RAI, la televisión española, la francesa, incluso la BBC, son reductos del pensamiento monetarista ortodoxo o bien nos brindan un muestrario de personajes “derecho humanistas” que, mientras protestan contra la actitud arrogante de una Europa que cierra el acceso a sus puertos a las masas de inmigrantes, coinciden en atribuir la culpa de lo que está pasando al atraso de los pueblos subdesarrollados, sin preguntarse quienes son los primeros responsables de mantenerlos en ese estado. En cuanto a las grandes emisoras norteamericanas no hay que formularse el interrogante siquiera. El discurso único es manifiesto y las polémicas giran en torno de problemáticas locales o abstraídas de la realidad. Cualquier interrogación lógica vinculada a los parámetros que efectivamente afectan al mundo está excluida. Tanto allí como en Europa se establece un debate cerrado entre pares que comparten el modelo liberal ortodoxo para lidiar con la economía: ajuste para contrarrestar la inflación, desregulación de los mercados mundiales para dar salida al capital especulativo y condena a quienes no se adecuan a esta normativa tachándolos de desactualizados, nostálgicos o “populistas”.
A este último vocablo le es conferida una acepción que implica una mera demagogia, sin otorgarle el reconocimiento o al menos la atención que merece por ser un producto original de la vida política latinoamericana, nacido de la necesidad de las masas en el sentido de encontrar una vía al poder que pueda saltearse el obstáculo de una mediación parlamentaria con frecuencia espuria, pues ha sido concebida y manipulada, como tantas veces en la historia, por castas decididas a bloquearles el paso y signadas por una composición de lugar que se pone de espaldas al país y a sus urgencias.
El caso argentino
Como país aun subdesarrollado y dependiente, ¿qué podemos hacer para romper el círculo vicioso? Argentina tiene mala fama a nivel internacional. Se le reprocha haber descendido desde el nivel de potencia que se presumía emergente en la época del primer Centenario de la Independencia, a la sima de la imprudencia, la impudicia, la irresponsabilidad y el desperdicio de oportunidades. Este descenso a los abismos es fogoneado por la prensa monopólica a nivel mundial -cuando accede a ocuparse de estas tierras-y es reproducido con servil entusiasmo por la prensa monopólica a nivel local, enhebrada al mismo discurso sistémico y predispuesta a potenciarlo aun más.
Muy lejos de nuestra intención está disimular las inconsecuencias en que hemos incurrido como país, ni los errores de los gobiernos que por breves intervalos han podido interrumpir la primacía oligárquica en la conducción de nuestros destinos. Pero la realidad es que, contrariamente a lo que finge creer Mario Vargas Llosa, han sido esos intervalos los únicos que han podido revertir o al menos frenar una decadencia originada en el sostenimiento a sangre y fuego, por parte de una cerril casta dominante, de un modelo de producción especulativo, exógeno, dependiente y parasitario. La pretendida estatura internacional de la Argentina en “tiempos de la República” es un mito que tiene vigencia sólo por la enfeudación de partes de la clase media a la fábula de “la civilización y la barbarie” y a un persistente masoquismo que nos hace considerar que todo tiempo pasado fue mejor y que extrapola las perspectivas para vernos a nosotros, los dominados, desde la óptica de los dominadores.
Desvanecida la conjunción de factores que permitían la prosperidad argentina en una coyuntura internacional favorable –apreciación de los productos agroganaderos, escasa población, presencia de un cliente firme en el exterior e inexistencia de una eficaz resistencia de clase al modelo vigente-, la decadencia argentina estaba latente en la configuración contrahecha del país, con su cabeza de gigante sobre un cuerpo grande pero fláccido que no se sostenía sobre sus piernas, y comenzó a concretarse a fines de los años veinte, cuando hizo crisis el modelo surgido de la organización de Argentina como semicolonia privilegiada de Inglaterra. La casta dirigente, en vez de intentar revertir el modelo diversificando la producción, potenciando la industrialización y expandiendo la participación democrática, se aferró al esquema perimido e intentó perpetuarlo oponiéndose al proceso de cambio, proceso que terminó teniendo como protagonista, a falta de una burguesía nacional digna de ese nombre, a una conjunción corporativa surgida del bípode ejército-sindicatos y llevada adelante con éxito, durante un período, por el peronismo.
Como todo poder vicario, la falta de un corpus ideológico provisto de coherencia, supeditó el movimiento a los aciertos y errores del líder carismático que lo encabezaba. Su derrocamiento en 1955 fue la señal del estancamiento en el proceso ascendente que había iniciado el país en 1943 y el comienzo de una situación de áspero y disputado empate social que sólo se quebraría en 1976, cuando otra asociación corporativa, la del establishment con un ejército desnacionalizado por la Escuela de las Américas, arrasó al país. El derechismo liberal-cipayo recuperó así, de pronto, su impronta más siniestra: la de una regresión voluntaria al pasado, al imaginario de un país-factoría tan injusto como agotado e irrepetible.
Hoy estamos, desde el punto de vista del acomodamiento pendular entre derechas e izquierdas, pasando por un punto intermedio. El de los Kirchner es, quizá, el único izquierdismo posible en Argentina, de momento. La cuestión, en todo caso, pasa empero por saber qué es lo que es o debe ser izquierda en este país. La connotación de progresividad que se le da usualmente debe ser revisada de acuerdo a los requerimientos reales y más urgentes que tiene la nación. En este sentido no estamos muy seguros de si las prioridades que se agitan son las más importantes ni de si el rumbo emprendido será profundizado en la medida de lo necesario, pero de lo que sí estamos ciertos es de que la oposición al actual gobierno no cumplirá con esta tarea en absoluto. Es más, no hay duda de que hará lo contrario, estacionándonos una vez más en procedimientos que buscarían ingresar a los mecanismos del crédito internacional sin una contrapartida que busque generar un progreso económico autocentrado y sin un diseño político fiable respecto de Latinoamérica, único escenario donde a la larga se podrá cimentar un desarrollo conjunto que permita parar a la Argentina como pieza esencial en un bloque regional que sea capaz de resistir a las oleadas de la globalización desigual que se está inaugurando.
La formación de la nación –de la nación argentina primero y de la fusión de esta en la patria grande iberoamericana- no es una construcción fácil. Sobre todo hay que aprovechar la nueva coyuntura internacional favorable a los precios de los productos agrícolas para potenciar industrial y tecnológicamente al país, evitando repetir el fallo histórico que cometió la oligarquía cuando desaprovechó la oportunidad de oro que se le brindaba en sus orígenes y que duró mucho.
El tema del frente nacional de clases se pone aquí como un principio irrenunciable. Pero, ¿quiénes pueden componerlo en un país cuya clase dirigencial adolece de una cortedad de miras que no ve más allá de los expedientes tácticos para alcanzar metas de alcance limitado? El último estadista de peso, capaz de una visión estratégica y apto para concentrar y resolver en sí mismo las contradicciones de esta sociedad, fue Juan Domingo Perón, más allá de los defectos que podían imputársele y que lo hicieron encerrarse en un personalismo que dejó tras de sí un paquete que explotó al abrirlo sin su presencia.
La construcción de poder en este país ha de decantar las lecciones de este complejo pasado, sin hacer excesivo hincapié en dogmatismos que, a veces, más que intransigencia u ortodoxia reflejan fobias particulares, como las que impiden por ejemplo revisar a fondo la dinámica perversa que se estableció entre la guerrilla y el terrorismo de estado, o que agitan como banderas temas significativos para sectores restringidos de la sociedad, como es el llamado matrimonio igualitario, que a otros grupos importa poco, mientras no se tratan precisamente la cuestiones atinentes a la configuración de los planes de reforma fiscal y estructural, y de formación de cuadros técnicos y políticos capaces de llevar adelante las políticas de estado que son necesarias para aproximarse, gradualmente, a un desarrollo nacional integrado.
Por encima de cualquier otra calificación, la batalla por la Argentina es una batalla por una conciencia nacional y popular de la historia. Todo salto adelante será, entonces, necesariamente de izquierda, si por tal se entiende la proximidad con el pueblo en el cual se encarna la nacionalidad, y la voluntad de ponerse a su servicio. Pero, por favor, no concibamos ese término en la acepción restringida que le dan las capillas dogmáticas, ni en el sentido elitista y perfumado del progresismo a la violeta, sino en el de la búsqueda de una identidad política que haga hincapié en la configuración de las fuerzas corporativas capaces de aunarse para empujar un proyecto conjunto, en el cual los intereses de parte puedan acomodarse en función a un objetivo de máxima. Hasta aquí, a mi modesto entender, la figura que mejor representa este perfil es la actual presidenta, sin que ello obste para que no puedan aparecer figuras capaces de igualarla o superarla en un futuro próximo. Es también una garantía en el sentido de poder continuar con un trabajo que apunta a profundizar las reformas que este país requiere y que, por cierto, deben ir bastante más allá de lo realizado hasta el presente.
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