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28
MAR
2011

Una pregunta de difícil respuesta

Las realidades que van componiendo la historia no son nunca confortables. Y suelen suscitar interrogantes menos cómodos aún.

El lector, colega y amigo Jorge Cónsole me formulaba –y se formulaba, presumo-, en un comentario a la nota El Imperio contraataca, una pregunta de difícil respuesta. Decía Cónsole que “todos coinciden en que las revueltas en los países árabes son justas. ¿Qué hacer entonces para ayudar a los sublevados y que no queden a merced de sus gobiernos? ¿Hay que dejar que se arreglen entre ellos y muera mucha gente? ¿Cuál es la opción?”

Vamos a ensayar contestarle, en la medida que podamos.

Ante todo hay que subrayar que la historia es dialéctica, esto es, que está presidida por una lógica de las relaciones; que en ella no hay justicia inmanente ni trascendente y que los acontecimientos deben ser evaluados de acuerdo a las circunstancias y fuerzas que se vinculan a, y operan en, un momento y un escenario dados. Las fórmulas morales no se pueden aplicar en abstracto, prescindiendo de la evaluación de los datos de la realidad que componen una situación y sin tomar en cuenta el conjunto de factores de carácter tanto coyuntural como histórico que califican a un momento en particular. En el caso de los derechos humanos, por ejemplo, que sería lo que se juega en la revuelta árabe a estar por la pregunta de Cónsole, en primer término hay que determinar que es lo importante y qué es lo secundario en el elenco de temas que los significan. ¿Atienden estos derechos a la filosofía individualista de cuño occidental o a la gama de civilizaciones y culturas que proliferan en Oriente? ¿Apuntan con preferencia a las referencias clásicas de la libertad de expresión y el laisser faire económico, o hacen hincapié sobre todo en la exigencia de justicia social, autonomía nacional y solidaridad colectiva que están en la base de los movimientos populares en la mayor parte del mundo? Está bien estimar que lo ideal es que el liberalismo y la justicia social discurran mancomunadamente, pero es muy difícil que ello suceda sin largos y complicados procesos de maduración, que no se dan nunca de la noche a la mañana.

El primer principio que nos enseña la historia es que “cuando se estudia a fondo la conducta de las naciones, se descubre que sólo la guerra perdida es un crimen internacional”. (1)  En consecuencia, la justicia es siempre la justicia de los vencedores. Esto es, la del sistema dominante. Pensadores tan eminentes como Hans Kelsen y Benedetto Croce plantearon graves reservas incluso contra el juicio de Nuremberg, donde los responsables de los horrendos crímenes del nazismo fueron juzgados por sus vencedores sin que hubiese contrapartida judicial alguna para evaluar los crímenes cometidos por estos. Los juicios en esas condiciones siempre han sido un despliegue asqueante de hipocresía. Frente a este tipo de procesos vale más remitirse al Vae Victis de Breno, cuando arrojó su espada en el platillo de la balanza que pesaba el oro del rescate que debía pagarle Roma. Es un procedimiento más limpio y que al menos nos ahorra la náusea.

La justicia del mundo actual es la del sistema dominante. Esto es, la del capitalismo imperial, tal como se ha modelado a lo largo de un período que pasó por las formas más salvajes de acumulación a través de la explotación colonial y por feroces luchas intraimperialistas, que dirimían la supremacía o la parte del león en la división del mundo en zonas de influencia. La revolución rusa de 1917 estaba dirigida a revertir ese estado de cosas. La revolución colonial posterior a 1945 prolongó y renovó ese ímpetu, que en la URSS había naufragado en un mar de sangre y en la grisalla del totalitarismo cultural. Pero el envite de los pueblos sometidos del Tercer Mundo fue a su vez acotado y deformado por las contraofensivas imperiales, gran parte de las cuales afectaron al mundo árabe, donde los líderes de la modernización y el cambio asentado en bases nacional-populares fueron destruidos o corrompidos. Esto nos trajo a la situación actual, cuando el hartazgo de esos pueblos árabes ante un autoritarismo fin a sí mismo y servil respecto de las potencias de Occidente, ha estallado por todos lados y parece prometer una reconexión con las antiguas luchas.

La unanimidad de la revuelta en el Medio Oriente no encontró una respuesta similar de parte de Occidente. El alboroto en torno de los derechos humanos respecto de Libia y la instantánea intervención militar en ese país, no se compadecen con los consejos de calma y reforma pacífica que las potencias occidentales prodigan a otros gobiernos manifiestamente dictatoriales, como los de Arabia saudita, Jordania y Egipto, cuando estos reprimen al pueblo en la calle. Podemos apostar también que la actitud que Occidente adoptaría si los acontecimientos en Siria se saliesen de madre o si en Irán aflorara una revuelta contra Mahmud Ahmaninejad, no sería igual de ponderada: más bien se parecería a la que se está aplicando ahora en Libia. Y desde luego con secuelas infinitamente peores.

El doble rasero es de práctica: lo que en un gobernante adicto es tolerable, merece la más violenta condena en el caso de un dirigente díscolo o de quien, tras ser un aliado útil, se ha convertido en una rémora que aumenta la presión social en su país y en consecuencia se transforma en una amenaza objetiva para el mantenimiento del estatus quo. Los casos de Mubarak y Gaddafi son ejemplares de esto; pero si Mubarak fue discretamente alejado del poder por sus pares, en el caso del dictador libio sus rasgos paranoicos lo convirtieron en un blanco más fácil y codiciable que permite ir a por todo. El perfil del jefe de la Jamaihrya facilita su demonización y permite levantar la apuesta para apropiarse de la riqueza energética del suelo que pisa. Pues no es otra la intención de la Otan.

El Código puesto del revés

La legalización de la intromisión en los asuntos internos de los países subdesarrollados, arbitrada por diversos organismos internacionales tal y como está sucediendo ahora, implica profundizar la reversión del derecho internacional y la vulneración de los frágiles vallados que restan entre la preservación de la integridad nacional y la fuerza bruta de las grandes potencias, lanzadas a hegemonizar el globo bajo la dirección -incontrastable- de Estados Unidos. La conciencia de este hecho es lo que determina al presidente Chávez y a Fidel Castro a tomar una posición categórica en contra de la intervención de la Otan en Libia. “Cuando las barbas de tu vecino veas cortar…, pon las tuyas a remojar”, dice el refrán. El tema nos toca de cerca y es de todo punto importante que la Unasur tome posición frente a él. No parece que vaya a ser así, por ahora, y ello es lamentable.

Volviendo al tema de la intervención “humanitaria”, como la designa Occidente, más que de intervención debe calificársela como injerencia activa en busca de determinados fines. De hecho, esto es lo que se desprende de los diversos estudios que brotaron del Pentágono a mediados de los años ‘90 y que estuvieron abocados a redimensionar las pautas estratégicas en el mundo posterior a la guerra fría. El Defense Planning Guidance de 1992 generó una cascada de documentos que tenían en su médula la proposición de que el triunfo en esta abría para USA la “extraordinaria posibilidad” de fundar un orden mundial basado en un sistema de seguridad que tuviese en cuenta la creciente interdependencia planetaria de los sistemas económicos, tecnológicos e informáticos. Hacía falta por lo tanto corregir la estrategia “defensiva” de la Otan, que había tenido a Rusia como principal enemigo, cambiándola por otra que tuviese en cuenta un marco geográfico global donde pulula el desorden y se multiplican los riesgos que provienen de una serie de áreas regionales.(2)  De ahí en más se sucedieron las intervenciones en los Balcanes, en el Cáucaso, en el Medio Oriente y en el Asia central, siempre guiadas, a nivel propagandístico, por una pretendida protección de los derechos humanos. Aunque sean impuestos a fuerza de bombas y de proyectiles de uranio empobrecido.

Esto es bastante evidente y no requiere de mayor explicación. Las pretensiones de legitimidad ética y jurídica que enarbolan la Unión Europea y Estados Unidos no resisten el análisis. Los pueblos que van a ser salvados de sus tiranos por las potencias dominantes pueden tener por seguro que el remedio será peor que la enfermedad, si no logran deshacerse de sus opresores por sí mismos. El caso de Irak así lo testifica. La invasión norteamericana costó cientos de miles de muertos, sin contar las victimas del embargo y los bombardeos anteriores a ella, y culminó en una virtual partición del país.

No hay otra alternativa que resistir a esta mecánica. Si se permite que el lema de la “injerencia humanitaria” se transforme en el principio guía de los asuntos internacionales, tengamos por seguro que las agresiones se sucederán en cascada, como ya está ocurriendo. Pues, ¿quién interpretará “el código de faltas” para que la ley se aplique? Los Estados dominantes, desde luego, que lo harán ajustándose a sus preferencias y objetivos. No existen caminos patrocinados por la moral y las buenas costumbres para salvaguardar los derechos humanos de los pueblos oprimidos, pues quienes tienen la fuerza suficiente para hacerlo están interesados en mantener a esos pueblos en el mismo estado en que se encuentran o en otro levemente modificado. Se tratará cuando mucho de cambiar la fachada, pero la esencia de la situación será la misma.

Los pueblos deben entonces operar por sí mismos su propia liberación. Para favorecer ese curso es mejor aplicar los viejos principios de la realpolitik que regodearse con los embelecos del humanitarismo abstracto. Por supuesto que este curso realista no tiene porqué desdeñar los apoyos externos que se puedan recabar si estos surgen de un contrato mutuamente ventajoso o si forman parte de un combate común contra la opresión extranjera. Los combatientes del Vietminh y del Vietcong estaban del todo justificados en buscar el apoyo chino y ruso para librar su lucha por la independencia y para batirse en su guerra civil contra los regímenes locales que eran títeres de Francia y Estados Unidos. Así, también, la República española tuvo razón en buscar la ayuda soviética frente a la insurrección que recibía el sostén militar y técnico del nazi-fascismo. A pesar del precio que el estalinismo le hizo pagar por ella y que en definitiva terminó viciando los objetivos del bando al que decía querer salvar.

Lo dicho no alcanza a responder, me temo, de manera satisfactoria a la pregunta del principio. Pero los interrogantes que plantea la realidad rara vez consienten una respuesta consoladora. El esfuerzo por encontrarla, sin embargo, nos puede ayudar a comprender mejor lo que nos rodea y puede permitirnos escapar de la desinformación que anida en la pirotecnia verbal de las grandes formulaciones sistémicas. Y a partir de allí se podrán ir estableciendo verdades provisorias y caminos tentativos que nos permitan ir modelando el rostro de una nueva Utopía.

Notas

1) Rhadabinod E. Pal, The Dissenting Opinion, citado por Danilo Zolo en La Justicia de los Vencedores, Ediciones edhasa, 2007.

2) Danilo Zolo, Op. Cit.

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