George Orwell, en su novela 1984, forjó un neolenguaje en el cual el sentido de las palabras se invertía para que estas implicasen lo inverso de lo que originalmente querían significar. De este modo lo bueno equivalía a malo, lo frío era lo caliente y así sucesivamente. Hoy estamos en pleno universo orwelliano. El imperialismo acomete sus guerras y sus empresas de dominación en nombre de la paz y de los derechos humanos. Nos encontramos frente al auge del “imperialismo humanitario”.
Orwell vivía en la época de Goebbels y de Stalin, de modo que le sobraron modelos en los cuales inspirarse. Pero nunca hubiera imaginado los extremos a los que se podría llegar en la distorsión de la realidad a través de la propaganda y de la saturación informativa. El mefistofélico doctor Goebbels fue un maestro, pero era un nene de pecho al lado de quienes instrumentan las técnicas de la propaganda actual. Los nazis después de todo impregnaban el éter y las pantallas con su verborrea sobre la raza dominante, pero no disimulaban su brutalidad. Sus discípulos han incorporado en cambio el valor de la hipocresía como expediente supremo para engrasar y hacer más fácil de deglutir las ruedas de molino que produce el discurso sistémico.
Es así que, enancándose en los disturbios y la incipiente guerra civil de Libia, las potencias occidentales han descubierto la necesidad de proteger a la población de ese país de los excesos represivos del déspota que la domina. No se precisa de qué población se trata; si es mayoritaria o no, ni si expresa o no a un tribalismo que se opone a otro. La cuestión es que EE.UU. y la Unión Europea han decretado que Gaddafi es inviable y que debe ser condenado y expulsado o liquidado si antes no decide irse por cuenta propia. Es un tirano repugnante, aunque hasta ayer el presidente francés lo recibía en el Elíseo y Estados Unidos estimaba que había sido recuperado, tras muchos años de figurar entre los réprobos, para el clan de los mandatarios responsables. En su lugar debe brotar una democracia representativa al estilo occidental y con el mayor número de participantes que expresen la peculiaridad de cada una de las etnias o tribus que componen al país. Democracia y tribalismo son una contradicción en los términos, pero no importa. Todo sea en nombre de la libre expresión de los pueblos y de los derechos humanos. Como excusa, es inmejorable.
Este procedimiento no es muy diferente al aplicado al caso de la ex Yugoslavia, ni a los expedientes empleados para acusar a Saddam Hussein antes de desmembrar a Irak. En todas esas ocasiones gobernantes con los cuales Occidente había contemporizado o conspirado, fueron de pronto revestidos de los peores defectos. Fomentando las divisiones intestinas de las sociedades que esos gobernantes dominaban y recurriendo al expediente del bloqueo, el bombardeo y la agresión militar lisa y llana, a Yugoslavia se la partió en una miríada de mini estados y a Irak se lo convirtió en un país inviable, provisto de una soberanía ficticia que se distribuye entre tres grupos confesionales y étnicos, y aherrojado por la presencia militar norteamericana (50.000 soldados todavía al día de hoy, más un ejército de mercenarios equivalente).
Dos opciones para una misma oportunidad
La insurrección popular que recorre desde hace un par de meses a los países árabes supone para el imperialismo una amenaza, pero también una oportunidad. Una amenaza porque desde luego ese movimiento puede no sólo derrocar a los monarcas o gobernantes que colaboran con Occidente para perpetuar la explotación social y el predominio económico extranjero, sino porque también puede crecer y consolidarse para terminar rompiendo esa hegemonía. Y es también una oportunidad porque, en el remolino de los acontecimientos que vienen y van, Occidente puede engranar una cuña que actúe a modo de contramarcha, permitiendo desplazar a una casta envejecida y corrupta de colaboracionistas para reemplazarla por un grupo más presentable de explotadores. Pero sobre todo porque los desórdenes en curso pueden brindarle una oportunidad de oro para poner en práctica, bajo el palio de la intervención humanitaria, una intervención militar que actúe las premisas del “Nuevo Siglo Americano”, cuyas bases fueron echadas en la época posterior a la caída del Muro y que han sido seguidas con aplicación durante todos estos años. La agenda militar de ese proyecto se denomina “Reconstruyendo las Defensas Americanas”, y su objetivo proclamado es como “Luchar y ganar de forma decisiva en múltiples y simultáneos escenarios bélicos”.
Hoy por hoy las reservas energéticas y acuíferas son, junto al posicionamiento geoestratégico con miras a un choque eventual con un enemigo global, el dato esencial de un casus belli para el Imperio. “Reordenar o reconstruir las defensas americanas” equivale a rediseñar el mapa del mundo, en especial en África, el Medio Oriente y el Asia central. Es dentro de este marco conceptual que el caso libio cobra su sentido para la potencia rectora de Occidente.
Libia es un importante reservorio petrolífero y gasífero. Dispone del 3,5 por ciento de las reservas mundiales comprobadas, el doble de lo que tiene Estados Unidos, con el agregado de que se trata de un crudo de alta calidad. Se encuentra a un tiro de piedra de la Unión Europea y suple a sus países a través de un oleoducto que atraviesa el Mediterráneo y hace tierra en el puerto siciliano de Gela. Es también la puerta de acceso al África subsahariana, cosa que importa mucho a Francia pues allí reivindica su zona de influencia. Lo cual puede explicar la diligencia de su presidente Sarkozy en reclamar la creación de una zona de exclusión aérea. Libia cuenta asimismo con un gran acuífero subterráneo que podría ser de importancia en el futuro, si se decide colonizar el desierto. En la medida en que se trata de un país muy poco poblado resulta más fácil de controlar para una eventual fuerza ocupante, que no tendría que lidiar con los hormigueros humanos que existen en otras zonas susceptibles de ser invadidas.
El control militar o corporativo de las reservas naturales es uno de los pilares de la política imperial. Nadie está exento, en los países del tercer mundo, de convertirse en un objetivo, si ello conviene a las miras del Imperio. Michael Chossudovsky trascribe, en una nota publicada en Global Research, una conversación que el general Wesley Clark, ex comandante supremo de la Otan, sostuvo con otro alto mando del Pentágono en Noviembre de 2001, poco después del 11/S. “Sí, estamos en camino para atacar a Irak. Pero hay más. Eso se lo está discutiendo como parte de una campaña de cinco años, que afectará a un total de siete países: Irak, luego Siria, Líbano, Libia, Sudán, Somalia e Irán.”
Las contingencias de la política prolongaron los tiempos de ese proyecto, pero la estrategia subsiste. La conmoción que recorre a los países árabes en este momento es un factor que lo complica, pero que también le brinda oportunidades. El caso libio lo ejemplifica. Pero además, en Bahrein, sin que a nadie en Occidente se le haya movido un pelo, el ejército saudita ha operado una virtual invasión de ese enclave insular para sofocar las protestas populares que se hacen eco de la conmoción que recorre al mundo árabe. No es improbable que en el futuro inmediato la monarquía saudita actúe oficiosamente en otros escenarios, jugando un papel parecido al que desempeñó en la época de la guerra afgana contra los soviéticos, cuando suministró armamento y liderazgo para las tribus que se rebelaban contra el poder central. ¿Se acuerdan de Osama bin Laden y de los “mujaidines de la libertad”, como los bautizaba Ronald Reagan? ¿Será el canal saudita por el que se cuelen los misiles antiaéreos y antitanques con que se podría aprovisionar a los insurgentes anti Gaddafi? Si es así los saudíes y la CIA tendrán que apurarse mucho, porque a los rebeldes parece quedarles poco aire.
Ventana al Apocalipsis
En este cuadro general ha venido a impactar el terremoto y el tsunami que asolaron a Japón. Desde luego que una catástrofe natural no es susceptible de consideración política alguna. Los desastres de ese tipo suceden, simplemente, cuando tienen que suceder. Se puede destacar el grado de preparación o impreparación en que el país o la zona afectados pueden encontrarse y el grado de responsabilidad que respecto a esto puede imputarse a las autoridades, pero nada más. En el caso japonés, la preparación era alta en lo referido a las estructuras edilicias de las grandes ciudades y por eso el número de víctimas del terremoto, con ser aterrador, no ha llegado a ser apabullante.
Pero el tema de la energía nuclear y el enorme riesgo en que se encuentran las plantas afectadas por el tsunami es otro asunto y muy complicado. No queremos hablar a tontas y locas sobre un tema que requiere el examen de los especialistas, pero incluso el lego puede formularse algunos interrogantes. ¿Por qué se apuesta en semejante escala a la alternativa energética nuclear en un país que se encuentra en la zona de mayor riesgo sísmico del mundo? ¿Cuál es el compromiso económico que puede existir detrás de un presunto intento de disminuir -o aumentar- el nivel de alarma ante la propagación de la radioactividad? ¿Qué clase de impacto puede tener la casi segura reducción de la apuesta en la energía nuclear que va a producirse después de este desastre, en el precio del petróleo?
Parece bastante obvio que el precio del crudo va a subir. La energía nuclear es barata y limpia en lo referido al impacto ambiental, siempre y cuando no se produzca una catástrofe de características parecidas a esta. Pero por un tiempo es creíble que el choque psicológico y la evidencia de los riesgos que ella supone van a frenar el avance en ese campo. Esto va a incidir a la suba en el precio del petróleo y en consecuencia acentuará la reacción en cadena que viene produciéndose desde el comienzo de las revueltas populares árabes. Si el imperialismo occidental estaba decidido a no dejar que se le escape el control de las reservas petroleras de mayor valor estratégico, lo sucedido en Japón va a estimular la tendencia a bajar la mano sobre ellas. Es decir, a arrebatarlas militarmente.
Nos encontramos entonces frente al “amanecer de un día agitado”. ¿Quién dijo que la Historia se había acabado?