Todos los años la atribución de los premios Oscar provoca una catarata de artículos y comentarios. Curiosamente, no suelen ser ditirámbicos sino todo lo contrario. La fiesta de Hollywood es seguida por millones de telespectadores en todo el mundo y las candidaturas, anuncios, preanuncios y especulaciones sobre quién será el mejor actor o actriz y cuál será la mejor película tienen de cabeza a las publicaciones especializadas y a los noticiarios de televisión durante semanas; pero, al final, casi todos concuerdan en que la fiesta es un fasto esnob, espectacular, vacío y carente de espontaneidad.
Y bien, esto no quita para que no puedan extraerse algunas conclusiones sobre los resultados que arrojó la puesta en escena mayor del año cinematográfico; mayor en el sentido industrial del arte, puesto que en Hollywood, más que en ninguna otra parte, el marketing es ley.
Esta vez volvió a confirmarse, por si hiciera falta, la regla no escrita en el sentido de que lo que debe primar en la atribución de los premios es la recompensa a “la pièce bien faite”: la composición en la que no falla ninguno de los rubros que debe integrar un producto bien hecho y que debe estar rematado por una moraleja aleccionadora que complazca al gusto del público masivo. La película británica El discurso del Rey llena todos esos requisitos: tiene impecables actuaciones, fotografía lustrosa, montaje perfecto, ambiente prestigioso y una anécdota cuyo colofón es el premio al coraje de un individuo que se esfuerza con denuedo para superar un impedimento –en este caso en apariencia de carácter psicológico más que orgánico- para ponerse a la altura de lo que las circunstancias requieren de él.
El discurso del Rey es una película barata, en la acepción que Hollywood puede dar al término barato: costó unos 20 millones de dólares, según se dice. Esto y el hecho de que haya sido producida a partir de una iniciativa de productores ingleses y australianos no ligados a los mayores sellos, permitió conferirle un aura de cine independiente que, a decir verdad, no tiene gran cosa que ver con lo que se entendía como cine independiente en el pasado. Pues la película se basa en la misma concepción que informa a los megaproductos, sólo que la pone en práctica con la inteligencia suficiente para evitar el derroche de efectivo. No hace falta reconstruir grandes escenarios, porque en Europa la escenografía la proporciona el entorno arquitectónico e histórico. Pero e lo que se refiere al enfoque general de la obra, esta responde a los criterios más anquilosados que puede cultivar la Academia: hay una simpatía colindante con el servilismo respecto de los exponentes de una casta dinástica que es conservada aun, pese a su parasitismo, en la cúspide de la pirámide social de varios países europeos; casta a la que la clase media y la Academia de Hollywood proveen de una admiración boba que se manifiesta en películas como esta o en las satinadas páginas de la revistas de moda y chismes, dedicadas a airear los escándalos y los deleites en que se supone viven los exponentes de la clase ociosa.
Como se sabe, El discurso del Rey narra la historia del duque de York, el hijo segundo del Rey Jorge V, afligido por la tartamudez desde la infancia, a quien le tocó pasar la prueba de la segunda guerra mundial como Jorge VI. La película del inglés Tom Hooper es bastante inexacta en lo referido a la instancia histórica en que se encontró sumida en aquella ocasión la familia real británica. El rey Eduardo VIII, cuya renuncia al trono antes de ser coronado hizo necesario que el hermano menor cubriera su vacío sin estar preparado para ello, tenía una trayectoria políticamente incorrecta no tanto por su simpatía por los nazis –que la película expone sin precisar que esta en realidad se incrementó o incluso se manifestó sólo después de haberse visto obligado a dejar el trono- sino también por ciertas preferencias plebeyas y cierta desenvoltura en el trato con las que simpatizaba Winston Churchill, aquí descrito en cambio como un censor de estas. La notable interpretación del personaje de David-Eduardo por Guy Pearce es uno de los mejores atributos del filme, y suministra una indicación de por dónde podría haber discurrido este si sus autores hubieran tenido el deseo de abrir la trama y pasar del relato de un hecho anecdótico a un fresco histórico y costumbrista de mayor alcance.
Pero estas son minucias. Después de todo, lo que se propuso la película fue aspirar al premio mayor satisfaciendo las expectativas del comité de electores de la Academia. Objetivo limitado, pero que logró.
Otros filmes
Ahora bien, conviene destacar que no sólo de convenciones está compuesto el menú que la Academia hollywoodense se ofrece a sí misma. También se filtran allí piezas de muy fuerte perfil. Aunque por lo general esas obras no conquistan el galardón máximo, no dejan de quedar bien situadas y de ofrecer, dentro del marco de una convención formal que no es violada, unos poderosos testimonios de vida. El encuadre realista de estos filmes es por supuesto obligatorio, pues los ejercicios de vanguardia no son un plato apetecido en Hollywood. Y convengamos que tampoco lo son para el grueso del público. Por otra parte, qué mejor arma que el realismo para zafar de la confusa trama de mentiras que nos envuelve.
En el caso de la temporada del 2010 esto se notó en una aproximación renovadora a dos géneros clásicos, el filme de boxeo y el western, y en la puesta en escena de una problemática muy moderna, la revolución de la informática y la tipología emergente del encuadre cultural donde se desarrolla. Tipología que, en el caso de Red Social, bien puede no ser otra cosa que la manifestación exacerbada de la alienación moderna.
El filme de David Fincher es una obra notable por el retrato inclemente que traza del personaje de Mark Zuckerberg, el inventor (o uno de los inventores) de Facebook, interpretado de manera formidable por Jesse Eisenberg; pero asimismo lo es por el ritmo vertiginoso -coherente con el habla y el comportamiento del personaje central-, obtenido a través de un montaje sin fallas; por la coherencia y disciplina con que Fincher descubre y ordena los resortes psicológicos y económicos que articulan la red y su planetario impacto, y por la voracidad y despersonalización de una puja por el éxito que desdeña o relega a un segundo plano los vínculos afectivos, la honestidad y el respeto humano. Todo observado desde el plano de una descripción objetiva que rehúsa la demonización o la exaltación de los diversos egos que desfilan por la pantalla. Extraer una moraleja de esta historia, es un trabajo que queda para el espectador.
Creo que Red Social es la película que mereció llevarse el premio mayor, pero, a partir de lo que hemos dicho no resulta sorprendente que no lo haya conseguido y que apenas haya ganado tres de las 15 candidaturas para las que estaba nominada, y de ellas sólo una considerada importante: la del mejor guión adaptado. Fincher, un director irregular pero notable, se confirma con este filme como un autor inquietante, que siempre parece tener en sus alforjas la posibilidad de reeditar análisis abarcadores de las tinieblas del mundo moderno a partir del retrato de sus deformaciones, tal como lo hiciera en su película inicial y más impactante, Seven, también conocida como Pecados capitales.
El cine y la literatura norteamericanos, cuando vuelven la mirada sobre sí mismos, siguen siendo una de las mejores canteras para asomarse a la peculiaridad estadounidense y a su naturaleza. El filme de género, toda una tradición en la industria cinematográfica, ha ofrecido muchas ocasiones para esos retratos. El ganador es una película de boxeo que aun ciñéndose a las coordenadas que impone la variante, las traspasa por la crudeza del drama humano (basado en hechos verídicos) que describe. El propósito del director David Russell no ha sido rebasar el género sino más bien refrescarlo introduciendo perspectivas un tanto diferentes y centradas sobre todo en un entorno familiar que, aunque sórdido, es mucho más cotidiano de lo que suele suponerse, apropiándose también de la atmósfera de una pequeña ciudad industrial –Lowell, en Massachussets- devastada por el cierre de las fábricas, consecuencia de la globalización, y abandonada por lo tanto a una subsistencia precaria. La película tiene que soportar la comparación con otros filmes de boxeo, pero sale airosa de la prueba o al menos mantiene el tipo frente a grandes películas como Million’s Dollars Baby, de Clint Eastwood, Toro Salvaje, de Martin Scorsese o El Luchador, de Robert Wise. (1)
Las escenas de combate están muy logradas y el elenco actoral es de una solidez sin fisuras. Christian Bale, quien fuera el niño de El Imperio del Sol, la atrapante película de Spielberg basada en la novela de J. G. Ballard, da una performance fabulosa como Dickey, el hermano mayor del protagonista, un ex boxeador venido a menos, irresponsable, falaz y drogadicto, quien ejerce una tutela destructora sobre el menor. Junto a él Melissa Leo está magnífica en su papel de madre terrible, que favorece al mayor y lo ayuda a manipular al Mickey, el protagonista, un roble en el ring pero demasiado frágil frente a las presiones del entorno familiar. Los Oscar a Bale y a Leo como mejor actor y actriz en papeles secundarios fueron inobjetables.
No dejemos de lado a Temple de Acero, otra película postergada en los premios , lo fue Red Social. En este caso se trata de una obra que se ubica en las antípodas de la modernidad de Red... por cuanto cultiva el western y lo hace incluso a partir de la remake de un filme de Henry Hathaway que fuera interpretado por John Wayne. Aquí es Jeff Bridges el que desempeña el papel de un marshal cazarecompensas, alquilado por una jovencita empeñada en vengar el asesinato de su padre. Los hermanos Coen, directores del filme, realizan un trabajo soberbio al compaginar un relato compacto, también interpretado con un nivel actoral de gran altura. Los Coen exprimen al género y ofrecen un producto quintaesenciado que combina las grandes líneas sobre el cual aquel se articula. Los tópicos del género épico estadounidense por excelencia, si se los mira con cierta atención, son reveladores de las claves de una psicología ahincada en esa sociedad y que el escritor británico D. H. Lawrence comprimió en una frase categórica: “El alma americana esencial es dura, solitaria, estoica y asesina”.
Temple de acero sin duda es un destilado de lo mejor del western y en consecuencia es una historia “dura, solitaria, estoica y asesina”, sin pretextos acomodaticios de ninguna clase y con un final desolado que hace justicia a la ironía, al cinismo y a la nostalgia que presiden la película.
Como se ve, en la fiesta grande de Hollywood, que es como la fiesta grande del cine norteamericano, las piezas de valor se hacen perceptibles en medio de la hojarasca. El quid de la cuestión está en no dejarse aturdir por la charlatanería superficial de un espectáculo pasatista y fijarse en las gemas que pueden recopilarse al pasar, estableciendo las diferencias que existen entre un cine que no es en última instancia más que acomodamiento a las convenciones y el cine que usa de estas para cargarlas de sentido. En una palabra, que en el cine norteamericano hay que distinguir las películas que usan del realismo para aproximar al espectador una visión de las cosas impregnada de veracidad psicológica y social (los casos de Red Social, El ganador y Temple de Acero), y las películas que fusionan el prestigio formal con el conformismo decadente, como en el caso de El discurso del Rey. El cine norteamericano es una mina de datos demasiado valiosa para desdeñarla como proveedora de información social. Y si bien algunos de los datos que proporciona son indigeribles y pueden rematar en el discurso hipnótico de una violencia gratuita, que nos anestesia para poder luego observar e incluso aplicar con indiferencia la violencia real, en otros casos nos suministra las pistas adecuadas para decodificar muchas de las acciones que se verifican en el escenario de la política y la guerra. Amén entregarnos el capital de belleza, entretenimiento y placer que el arte de narrar con imágenes posee por sí mismo.
Notas
1) Las emboscadas que las traducciones baratas y sensacionalistas tienden a las películas: El luchador (The Fighter) es el título verdadero de El Ganador. Pero ocurre que en 1949 la película de Wise, que se titulaba en inglés The Set Up y que pudo haber sido traducida correctamente como La Trampa, fue denominada en Argentina como El Luchador…
2) Citado por Mahnolia Dargis en The New York Times.