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19
FEB
2011

Una pausa para tomar aliento

La onda de la revuelta en Medio Oriente ha remitido apenas en Egipto. A pesar de la partida de Mubarak nada ha cambiado en la cima del poder. Se abre un período que estará marcado por un rediseño de la política imperial y por una turbulencia latente.

Los acontecimientos en el Medio Oriente siguen su marcha. Los enfoques de prensa occidentales equivocan deliberadamente sus análisis respecto a ellos cuando tienden a asimilarlos a las “revoluciones de color” o a episodios como la caída del Muro de Berlín. Lo que pasa en el mundo árabe es parte de un proceso inverso al que ocurrió en Europa desde 1989 en adelante. Allí el derrumbe del comunismo dio carta blanca a la política de Estados Unidos en el sentido de acorralar y disgregar a la Unión Soviética, hasta llegar a la actual situación que nos muestra a una Rusia acotada en sus fronteras, a una Yugoslavia fragmentada y a una Europa del Este integrada a la Unión Europea más para restarle equilibrio que para fortalecerla, como conviene al interés norteamericano.

El proceso desencadenado con las revueltas en Túnez y en Egipto no se verifica contra unos gobiernos como los que tenían los satélites de la URSS, más o menos correctos pero estancados y grises, que decepcionaban a unos pueblos ansiosos de participar en la aparente plétora de la sociedad consumista que tenían al otro lado del Muro. Los árabes insurgen contra unos regímenes dictatoriales que viven en una relación simbiótica con el Imperio, que los pauperizan y que practican una política exterior que repugna al instinto de las masas. Esas masas torturadas por una represión sorda pero continua y asqueadas por la corrupción de un estamento dominante que se ciñe al dictado de la política económica neoliberal más inclemente, ansían, como ansiaban las poblaciones del Este europeo, una mayor porción de libertades civiles; pero también requieren una mayor justicia social. En Europa del Este el factor del descontento social estaba atemperado por la inexistencia de grandes desigualdades y por la presencia de redes de seguridad derivadas del modelo socialista de organización estatal. Cuando la población empezó a echar de menos esas ventajas, como ocurrió después, fue ya demasiado tarde: su mundo ya no era el que había sido.

En el universo árabe, en cambio, las desigualdades son enormes y las tensiones derivadas de ese hiato se encuentran a flor de piel. En este momento la revuelta en Egipto ha sido provisoriamente aplacada por la salida de Hosni Mubarak y por la promesa de que habrá elecciones en el plazo de seis meses. Pero no cabe engañarse respecto a las proyecciones que se incuban detrás de esta aparente calma: los personajes llamados a reemplazar al dictador y a preparar la transición no son otros que los hombres de confianza de Mubarak, los jefes de las fuerzas armadas, sostenes y valedores del régimen a lo largo de décadas y referentes de la estrategia norteamericana para la región. El ejército egipcio está armado y entrenado por Estados Unidos, que en 30 años le ha proporcionado ayuda militar por 60 mil millones de dólares, según cifras oficiales, a las que cabría sumar otros financiamientos secretos. Sus últimos ejercicios tácticos, realizados con la participación de fuerzas especiales de Estados Unidos, no se han desarrollado en el desierto; han estado vinculados a la lucha en las ciudades, lo que pone de relieve la naturaleza del cometido que el mando les asigna: combatir a una insurrección popular o a unas guerrillas urbanas.

Los generales que han tomado el gobierno en Egipto representan lo mismo que Mubarak, aunque se puede tener la casi certeza de que los rangos inferiores de las fuerzas no identifican con su alto comando. La semiprueba de esto es la contención que el ejército demostró durante las semanas de disturbios que precedieron a la partida del dictador; al contrario de lo hecho por la policía, el ejército no actuó contra los manifestantes y estos demostraron mucha inteligencia al intentar ganárselo en todo momento. No se puede aseverar nada con total certeza, pero es probable que un intento abierto por reprimir o escamotear lo logrado por el pueblo en esos días, traería aparejada la fractura del andamiaje militar.

Como quiera que sea, la ola del cambio seguirá golpeando el modelo instaurado por el imperialismo en la zona. El eje conformado por EE.UU. y la UE tiene una larga experiencia en capear tempestades y manipular desarrollos que inicialmente pueden parecer muy adversos. Es bastante obvio que el objetivo provisorio que se plantea el imperio es canalizar la agitación popular y llevarla a la instauración de un sistema representativo que hasta cierto punto permita mantener una fachada democrática, sin alterar lo sustancial del arreglo que desde hace décadas se mantiene en la región.

De momento, la situación parece haberse calmado en Egipto, pero la revuelta cunde en Yemen, Bahrein, Libia e Irak, donde miles de manifestantes reclaman trabajo y mejores servicios. La tormenta se cierne asimismo, y de manera potencialmente aun más grave, sobre los países del Magreb, desde donde Túnez dio la señal de partida del actual proceso. De cualquier modo, lo que suceda en el país del Nilo será determinante: por su peso demográfico y por su valor estratégico como vital vía marítima de comunicación entre el Mar Rojo y el Mediterráneo a través del Canal de Suez, se trata de una carta de un valor inconmensurable, a la que ni el Pentágono ni el Departamento de Estado renunciarán en ningún caso. A menos que resolvieran modificar las coordenadas de su política hegemónica, cosa improbable sin un desastre político-militar previo, de envergadura monumental.

Los pesimistas suelen evaluar a la historia como un corsi e ricorsi, como una serpiente que se enrosca sobre sí misma y se muerde la cola. Nosotros no estamos tan seguros y creemos más bien que la historia se replica modificándose continuamente, y que cuando repite en apariencia los episodios del pasado lo hace cambiándolos y, a veces, proyectándolos a un escalón más alto. Lo cual no quiere decir que este vaya a ser más confortable.

Ahora estamos frente a la apertura de este capítulo de sentido ascensional. El imperialismo occidental cedió terreno ante la primera oleada de la revolución colonial después de la guerra, para recuperarlo luego desfigurando esos procesos independentistas al transformarlos en ficciones de soberanía. Pero en el trayecto hubo de resignar el dominio militar directo. Hoy el orden establecido por la restauración neocolonialista está siendo puesto de nuevo en entredicho por insurrecciones populares que se encuentran en camino de poner todo en tela de juicio, desde la inequitativa repartición de la riqueza hasta las relaciones internacionales. En esta agitación la presión popular es grande, pero si no dispone de un instrumento político capaz de comprimirla y orientarla en un determinado sentido, es factible que pierda fuerza y termine disipándose en el aire. Este es el objetivo del imperialismo. Al que poco le importa el destino de Mubarak como poco le importó el de Suharto en Indonesia a fines de los ’90 y como menos aun le interesó el de los dictadores militares argentinos a principios de la década de los ’80. Los esbirros son material gastable. Lo que cuenta es la continuidad del dominio, según la práctica aconsejada en la tan citada frase de Tommaso di Lampedusa: que algo cambie para que todo siga igual.

La cuestión entonces pasa, en el Medio Oriente como en tantas otras partes, en que exista o surja un movimiento capaz de aglutinar las fuerzas que propugnan el cambio, para que este apunte no sólo a la personalidad de los dirigentes, sino al conjunto de factores que conforman el esquema de la dependencia. No hay nada seguro en este sentido todavía. Aunque suele ocurrir que las circunstancias, si el vapor insurreccional sigue vigente, provean el compresor político que lo atrape y lo conduzca al impacto regenerador, necesario para que el estatus quo no se reconstituya. Esto tiene mucho de conjuro mágico para invocar la buena suerte, pero no sería la primera vez que algo parecido ocurre en la historia. ¿Qué proceso más caótico que la Revolución Francesa, por ejemplo, en sus primeras fases al menos? Y sin embargo, cuando 26 años más tarde se reconformó el Antiguo Régimen, tras la Convención, el Terror, el Directorio, el Imperio y las guerras napoleónicas, se descubrió que de aquel quedaba apenas la cáscara, que se desprendería en forma casi natural unos pocos años más tarde.

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