Finalmente, lo que era previsible se dio. Hosni Mubarak abandonó la presidencia de Egipto, abordó un helicóptero y se fue a un balneario, escala en un viaje que presumiblemente lo conducirá a Londres o a Ryhad. La partida del ex dictador es un hito en un proceso difícil de pronosticar, aunque desde luego que a partir de ahora las cosas han ingresado a una vía en la cual el retorno será difícil si no imposible. Lo que comenzó en Túnez se expandió con una rapidez inusitada al país que es el meollo del mundo árabe y lo que ha sucedido en este último desde luego generará una irradiación aun más fuerte en todas las direcciones de esa volátil región del mundo.
Comparábamos en una nota anterior (La mancha voraz, del 29.01) lo que está sucediendo en estos momentos en Egipto con lo que sucediera en Petrogrado en febrero de 1917: el primer estadio democrático de una revolución que sirvió de un prolegómeno o umbral a los acontecimientos de Octubre de ese mismo año, que implicaron una conmoción mundial cuyos efectos se extendieron por varias décadas, incluso después del congelamiento de la revolución rusa por Stalin.
Desde luego que no se puede hacer futurología ni establecer comparaciones rígidas entre épocas con componentes distintos, pero cae de su peso que a partir de ahora se ha quebrado el impasse en que vivía el Medio Oriente, estabilizado por la presencia de dictaduras que obedecen al diktat de Estados Unidos y a las que Washington denomina –o denominaba hasta antes de ayer- como “regímenes moderados”, curioso eufemismo para disimular su carácter represivo y corrupto.
La caída de Mubarak se debió a la presión de la calle, pero conviene apuntar que su partida estuvo ligada a la decisión norteamericana de bajarle el pulgar. Después de algunas hesitaciones, el gobierno de Barack Obama estimó que ya estaba bien y le soltó la mano. Era evidente que al dictador no le quedaba un ápice de legitimidad y que después del baño de sangre con que había intentado sin éxito sofocar una revuelta popular inerme, cualquier profundización por el camino represivo iba a llevar al estallido del país y presumiblemente de las mismas fuerzas armadas. Cosa que Estados Unidos no quiere arriesgar, pues constituyen el segundo ejército del Medio Oriente y sus altos mandos han sido larga y profundamente domesticados por Washington hasta convertirlos en uno de los largueros que sostienen el estatus quo en la zona. Los otros son Israel y Arabia Saudita.
Desde la perspectiva imperial la cuestión consiste ahora en cómo hacer para que esa pata del trípode no se quiebre del todo. El replanteo democrático de la situación en Egipto supone la posibilidad de que se realicen elecciones libres. ¿Cómo hacer para que la cuestión no se desborde y los réditos electorales vayan a parar a alguna formación partidaria de connotaciones radicales? Hay dos caminos: impedir tales comicios con una dictadura militar “aggiornada” –cosa improbable- o tratar de llegar a acuerdos con la que parece ser la fuerza que convoca mayor apoyo popular: la Hermandad Musulmana.
Aunque desde luego no nos es factible conocer desde este remoto puesto de observación cómo se distribuyen las fuerzas y las orientaciones políticas en ese lugar del mundo, no parece posible que los hermanos musulmanes puedan ser cooptados con éxito para que sirvan, aunque sea de una forma parcial, a los intereses del Imperio. Aunque están muy lejos de constituir la pandilla salvaje de fundamentalistas-terroristas como hasta hace poco los describía la prensa de Occidente, y a pesar de que si bien estaban prohibidos como agrupación política eran tolerados como oposición latente al régimen, dos de sus postulados los hacen muy difíciles de acomodar a un acuerdo “que cambie algo para no cambiar nada”: su posición respecto de la cuestión palestina y las redes sociales con las cuales desde hace décadas vienen trabajando para moderar la pobreza provocada en Egipto por las políticas de ajuste de corte neoliberal. Como Hamás o Hizballáh, los Hermanos Musulmanes representan hoy la faz de un islamismo renovado, no fanático y tecnológicamente actualizado. Ese islamismo, aunque en ocasiones disponga de cuerpos armados como en el caso de las guerrillas que hacen frente a Israel en Gaza o en el Líbano, nada tiene que ver con las organizaciones clandestinas al estilo de Al Quaeda, cuyo secretismo y cuyo origen vinculado a la matriz de la CIA las hacen sospechables de cualquier cosa.
Ninguno de los rasgos de la Hermandad Musulmana, entonces, la predisponen a continuar con el bloqueo a Gaza ni con el seguimiento de las políticas del FMI.
De momento en Egipto la ocasión es el festejo. Pero todos los interrogantes están abiertos. ¿Podrán los elementos ligados al viejo régimen sacar un conejo de la galera y reentronizarse en el poder con vestes diferentes? ¿Qué pasará en el interior de las fuerzas armadas? ¿Podrá mantenerse el fervor popular en las calles sin el surgimiento de un movimiento estructurado, capaz de aprovechar esa fuerza y orientarla en un determinado sentido? ¿O se diluirá esta a falta de un contenedor que la comprima? ¿Cómo reaccionará Israel ante cualquier alteración del estatu quo ante?
En Tel Aviv por de pronto están sonando todas las alarmas. Benyamin Netanyahu deploró días atrás el abandono de Mubarak por el gobierno de Obama. Este se apresta a despachar a Israel y a Jordania a su máxima autoridad militar, el Jefe del Estado Mayor Conjunto, almirante Mike Mullen, para brindar reaseguros a los gobernantes israelíes y al rey Abdullah en el sentido de que Estados Unidos no permitirá que modifiquen las bases que sostienen la “paz” en la región. Pero es difícil que estas garantías verbales satisfagan a quienes están destinadas. El rey Abdullah II de Jordania pisa un terreno minado y en cualquier momento le pueden estallar en la cara las reivindicaciones de un pueblo que contiene aun hoy a una masa de refugiados palestinos que en el pasado protagonizara dramáticos episodios de guerra civil. Y en cuanto a los israelíes nada los va tranquilizar: incluso algunos de sus comentaristas orientados a la izquierda señalan que Obama se engaña si piensa que respaldando los procesos de cambio en Medio Oriente va a hacer posible que Estados Unidos se beneficie a largo plazo de los cambios en la región, tal y como sucediera en Europa oriental, cuando se hundió el bloque soviético. Pues no hay en el mundo árabe ningún Lech Walesa o Václav Havel que puedan canalizar una opinión que estaba ya muy predispuesta a favor de Estados Unidos. Al contrario, lo que existen son sentimientos orientados exactamente a la inversa.
La rebelión popular egipcia y su irradiación son expresivos de un despertar político global. Este comenzó con el fin de la guerra fría, continuó en Iberoamérica, puede afectar a Europa con la irrupción de la crisis económica y se está expandiendo de manera fulmínea en el norte de África y el Oriente Medio. No hay nada escrito, pero una cosa es segura: nada volverá a ser como era.