El levantamiento popular en Egipto, que ya ha costado 300 muertos y está poniendo a millones de personas a manifestar en las calles, es un terremoto que pone en tensión las coordenadas por las que se mueve la política en el Medio Oriente. Lo que equivale a decir la política global, pues esa región es central para el actual ordenamiento del mundo y es y seguirá siendo un área de vital importancia por su situación geoestratégica y por las reservas petrolíferas que posee.
El imperialismo hará de todo para revertir lo que está pasando. En primer lugar, desde luego, se esforzará en atenuar la revuelta con expedientes que apunten a rebajar la tensión con salidas pseudo democráticas que diluyan o atomicen el envite popular y, según evolucionen las cosas, con conflictos montados a toda prisa, en los cuales el papel de Israel será determinante, a lo que sumará toda la gama de provocaciones y emboscadas en las cuales el sistema vigente es experto.
Como indicamos en nuestra nota del pasado sábado, la primera fase ya se insinúa con la aparición del ex premio Nóbel de la Paz, Mohammed El Baradei, como posible garante de la transición hacia una salida eleccionaria. La fórmula, sin embargo, no parece resultar muy del gusto de Washington; no tanto porque El Baradei, durante su gestión al frente de la Agencia Internacional de Energía Atómica (AEIA) estuvo a punto de torpedear la invasión de George W. Bush a Irak con su informe sobre la inexistencia de armas de destrucción masiva en manos de Saddam Hussein, sino porque ninguna salida que implique una expresión de veras democrática en las urnas ofrecería las salvaguardas que necesita el Imperio.
Los medios occidentales fingen no creerlo así: la tónica de su confuso discurso tiende más bien a presumir que lo ocurrido en Túnez y lo que está ocurriendo en Egipto podría significar el principio del cumplimiento del voto formulado hace unas semanas por Barack Obama en la Universidad de El Cairo (nada menos) en el sentido de que en el Medio Oriente debe advenir el reino de la democracia. Es el mismo discurso que viene escuchándose desde los tiempos de la primera guerra del Golfo, cuando Bush padre coaligaba a toda el área contra Saddam Hussein y prometía un Medio Oriente normalizado, discurso prolongado luego por Bill Clinton, cuando prometía el reglamento de la cuestión palestina desde los jardines de la Casa Blanca, con Itzak Rabin y Yaser Arafat a su lado. Clinton luego bombardeó con asiduidad a Irak, y Rabin y Arafat desaparecieron oportunamente del escenario, eliminado el primero por la pistola de un fanático, y el segundo casi con seguridad como consecuencia de haber probado una receta compuesta por la CIA, el M 16 o el Mossad…
La cháchara mediática llega incluso a presumir que los desórdenes que hoy afectan a Egipto podrían tocar a Siria e Irán, países del “eje del Mal”, sin tomar en cuenta que lo que se juega en estos momentos no es la adhesión a un formalismo legal que cree reaseguros “democráticos” para dejar las cosas como están, sino la persistencia o el derrumbe de unos gobiernos colonizados por Washington y Tel Aviv, gobiernos que son cumplidos sirvientes de las políticas del liberalismo económico y del estatus quo internacional, y capaces tan solo de oprimir a sus pueblos.
La cuestión no pasa entonces por la democracia formal sino por la demolición de unos estados poscoloniales y la recuperación de una identidad árabe ligada a las necesidades y expectativas de los pueblos de la zona. En Egipto la revuelta actual, si bien se produce en simpatía con los acontecimientos en Túnez, surge de su sombría historia de los años recientes. En la boca de los manifestantes la protesta por el desempleo, la corrupción, el fraude, la pobreza, la dureza represiva y la injusticia social se mezclan con la evocación del bloqueo de Gaza, los acuerdos de Camp David y la partición de Sudán.
El problema del poder
El problema del poder en Egipto se delinea así en términos agudos. Hosni Mubarak acaba de anunciar que no renuncia y que pilotará al país hasta las elecciones previstas para septiembre de este año, si bien se abstendrá, dice, de presentarse a ellas. Es una enormidad, dado el clima que se vive en la calle. Resulta sugestivo que Estados Unidos en esta ocasión se haya abstenido de sugerir a su títere que se vaya. Mubarak se ha apresurado a acogerse a esa concesión, reveladora de que el Departamento de Estado no encuentra fórmulas inmediatas para reemplazarlo. El problema es que tampoco en la vereda del frente se perfilan opciones claras, ni en el sentido de prorrogar el sistema ni en el de derrocarlo definitivamente.
No podemos saber qué se cuece entre bastidores, pero el componente fundamental del régimen de Mubarak ha sido militar. Ahora bien, la revuelta popular no se dirige contra las Fuerzas Armadas, que de hecho hasta ahora en la práctica han confraternizado con el pueblo, sino contra los símbolos de la dictadura y contra la odiada policía. El ejército sin duda ha sido el contrafuerte del régimen, pero posee una tradición nasserista que presumimos podría permear a sus cuadros jóvenes. Esto quedaría demostrado por la prudencia con que se han movido los altos mandos y con su reciente declaración en el sentido de que compartían las reivindicaciones populares. Pero subsiste la que presumimos es una contradicción básica entre unos mandos alineados con el estatus quo pro-occidental, y un pueblo y una oficialidad que repugnan esa política. En un régimen militar cavado por este tipo de antinomia, la contradicción puede llegar a resolverse con los Kaláshnikovs en la mano.
La inauguración de un proceso
No hay salidas inmediatas a la vista. Lo que sucede en Egipto está abriendo las puertas a un proceso de cambios regional que va a prolongarse en el tiempo. La conjunción o la contraposición del islamismo con las corrientes modernistas, civiles o militares, va ser central a la evolución de los acontecimientos que se preanuncian en el área. Los medios de prensa occidentales, la TV y por supuesto las cancillerías de EE.UU. y la Unión Europea asimilan al fundamentalismo con el atraso, la regresión y la servidumbre de género. Sin embargo, conviene distinguir entre el fundamentalismo absolutamente regresivo de la dinastía saudita o la ambigüedad de los terroristas de Al Quaeda -casi siempre funcionales a los propósitos de Occidente-(1), y la compleja trama en que se manifiestan tendencias religiosas que, como las de los chiítas iraníes o los sunnitas libaneses y palestinos, no apuntan a establecer una sociedad profesante sino a utilizar a la religión como un medio de revertir un sistema de dominación mundial que se basa en la explotación de las naciones débiles por las naciones fuertes. En este encuadre la religión puede convertirse en un medio para que el hombre se trascienda a sí mismo, y donde pueda encontrar la energía que es necesaria para promover el cambio. Hamás, Hizballáh y la Hermandad Musulmana son campos de cultivo donde fermentan transformaciones peligrosas para la hegemonía imperial.
El futuro del Medio Oriente no es cosa que nosotros podamos prever desde aquí, ignorantes como somos de los meandros y laberintos de su política y de su endemoniada complejidad religiosa. Sin embargo, podemos comprender que el momento actual está poniendo en juego el futuro de la globalización tal como se la ha entendido desde los centros del poder. Ya Iberoamérica había empezado a poner en tela de juicio la omnipotencia del sistema cuando en varios de sus países derribó a mitad el tinglado montado por el consenso de Washington. Esta batalla que, al contrario de lo que piensan algunos, está lejos de haberse definido, se inscribe en el mismo sentido por el cual circula la actual insurrección árabe.
Pero si aquí Washington ha podido acomodarse con lo que está ocurriendo –sin dejar de conspirar y jugar sus dados en cuanta ocasión se presente, por supuesto-, en el Medio Oriente sus opciones son mucho más duras. No hay espacio ni tiempo para maniobrar mucho: la humillación de esos pueblos es muy grande y los recursos energéticos que guardan en su subsuelo están en plena explotación y resultan vitales para la gestión económica del mundo actual. Egipto –aunque no tiene petróleo- es un factor mayor en mapa de la región. Con 80 millones de habitantes, una fuerte irradiación cultural, unas poderosas fuerzas armadas y una posición geoestratégica central, puede ser el factor aglutinante del mundo árabe. Nada de lo que allí ocurra dejará de impactar en la zona, desde el Maghreb hasta el Éufrates. Planteémonos tan sólo la eventualidad de un triunfo electoral de la Hermandad Musulmana. La primera medida posterior a la victoria sería la apertura de la frontera de Gaza y la liberación del bloqueo para el millón de palestinos que están encerrados allí. ¿Cómo reaccionaría Israel y sobre todo cómo repercutiría el hecho entre los palestinos de Cisjordania y Jordania?
La posibilidad de un baño de sangre fomentado por el imperialismo para sofocar, más pronto o más tarde, el alzamiento popular, es una posibilidad latente. De cualquier modo no parece posible que lo comenzado en estos días pueda ser frenado sin promover nuevas y más radicales turbulencias. En el Medio Oriente comienza a amanecer.
Nota
1) El 11 /S desencadenó la guerra permanente contra el terror, que sirvió de pantalla a las invasiones de Irak y Afganistán, y para la penetración de Estados Unidos y la Otan en el Asia central. A Al Quaeda se le atribuyen los atentados que promueven los odios étnicos en Irak, que han rematado en la virtual partición del país en tres partes. Y el “terrorismo” como fórmula genérica es usado para justificar la invasión de la vida privada y el atropello de las libertades civiles en la misma sociedad norteamericana.