Por estas horas no hay certezas claras acerca de lo que puede llegar a pasar en Túnez. Hay escuadras de pistoleros que recorren las calles en automóvil disparando indiscriminadamente a la gente. Las apreciaciones más creíbles es que se trata de miembros de la policía de seguridad del antiguo régimen, que buscan impedir cualquier vuelta a la normalidad en la esperanza de un retorno del ex presidente Ben Ali. Por otra parte, hubo una novedad, por cierto muy atendible, en los procedimientos a través de los cuales se precipitó la revuelta: cuando se desencadenó la represión, los ataques informáticos practicados por un grupo de hackers autodenominados Anonymous, hicieron colapsar las webs del gobierno tunecino. El costado libertario e imposible de reprimir que puede llegar a tener la actividad informática respecto del estado de cosas se pone así de manifiesto quizá por primera vez en el mundo de una manera operativa y con directo impacto sobre lo que está aconteciendo en ese mismo momento. Asimismo es notable en el caso tunecino el hecho de que si los manifestantes repudiaron a la policía, desplegaron y despliegan solidaridad hacia las tropas del ejército, que se habrían negado a sofocar la protesta, que no participaron de la represión y que salieron a la calle después de la huída del presidente Ben Ali, para tratar de serenar la situación.
El detalle de lo sucedido en estos días se puede resumir diciendo que una explosión popular ha derribado a un gobierno corrupto y alineado con las prácticas del neoliberalismo, régimen que en Túnez duraba desde hace más de dos décadas, desde la expulsión del gobierno de Habib Bourguiba, padre de la independencia tunecina. La crisis económica, que castiga al primer mundo en términos todavía bastante moderados, está empezando a operar de una forma mucho más cruda y violenta en los países de su periferia; en este caso, en el de la periferia mediterránea. Mientras Europa cierra sus fronteras, reprime la inmigración ilegal y ostenta día a día actitudes más xenófobas hacia los trabajadores provenientes de las ex colonias, se exacerba la angustia de las poblaciones norafricanas que ven cerrada esa vía de escape. Europa era una salida (en parte imaginaria, en parte real) a una pobreza cada vez más acentuada por las prácticas de las políticas de ajuste que el sistema global impone indiscriminadamente en todas direcciones.
¿Una hora histórica?
Pero este resumen es desde luego insuficiente. Los disturbios en Túnez podrían estar sonando una hora histórica. La de un nuevo despertar de la pasión revolucionaria que impregnó a los países árabes en la hora de la descolonización posterior a la segunda guerra mundial. En el caso de Túnez las turbulencias que han acabado con el régimen Zine Abidine Ben Ali han abierto un vacío de poder que requiere ser llenado, pero implican asimismo un terremoto cuyas réplicas pueden alcanzar a gran parte del mundo árabe.
Un trasfondo de violencia y opresión castiga a los países árabes a partir de la transformación de los regímenes originalmente radicales que habían intentado una modernización nacionalista y socializante, allá por los años ’50 y ‘60, en satrapías manipuladas por una clase política corrupta, entregada al diktat de Estados Unidos y practicante –a veces- de una ficción de democracia presidida por el fraude. En algunos casos, como en el de Jordania o de las monarquías del Golfo, la democracia no existió ni existe siquiera como parafernalia formalista.
Con la desaparición de Gamal Abdel Nasser –el parámetro más alto que tocaron las aspiraciones árabes a la independencia y a una organización social más o menos acorde de las pautas de la modernidad-, las pretensiones de autonomía y organización regional que pusiera en valor los recursos energéticos del área e hiciera prevalecer la unidad cultural de ese espacio, con miras a crear una República Árabe Unida, entraron en crisis. De hecho, ya con Nasser esas aspiraciones habían sido duramente golpeadas. Pero lo había sido desde el mundo exterior, desde el imperialismo que manipulaba sus cartas regionales. Cuando murió el caudillo egipcio se perdió un referente unánimemente respetado y el tablero árabe se desarticuló por completo. Las figuras que pretendieron reemplazarlo no poseían su carisma, no preveían una política de largo alcance o no se asentaban en una base social comparable a la de Egipto. La pretensión de Saddam Hussein de suceder a Nasser como referente del arabismo renqueaba de forma lamentable: su maquiavelismo barato lo llevó a una guerra devastadora con Irán, y no se reveló capaz de arbitrar alguna solución de compromiso con los confesionalismos que se distribuían en su propio país, a los que reprimió sin misericordia. Para rematar cayó en la emboscada tendida por Estados Unidos cuando lo tentó a conquistar Kuwait, tras la cual quedó reducido a una defensiva que remató, más de una década más tarde, en su asesinato judicial, perpetrado fríamente por el Imperio, tras invadir y despedazar a Irak.
Sadat y Mubarak en Egipto, las dinastías Hachemita o Wahabita en Jordania y Arabia saudita, y la generalidad de los gobernantes árabes, incluido el ex radical Muammar al Gaddafi, en Libia, acordaron, se corrompieron o se adecuaron al ordenamiento norteamericano del mundo, a pesar incluso de la constante afrenta que supone el atropello del pueblo palestino por Israel. Y también ahí, en Palestina, la Olp y su sucesora la Autoridad Nacional Palestina no pudieron evitar su reducción a un mero instrumento del Departamento de Estado tras la muerte, sospechada de asesinato, de su líder histórico Yasser Arafat.
La ambivalencia del fundamentalismo
La alternativa que hasta ahora se ha puesto de manifiesto a la corrupción y el renuncio generalizado de la dirigencia árabe respecto de su misión, ha sido el afloramiento de los movimientos fundamentalistas. Estos, sin embargo, juegan un papel ambiguo. Si por un lado suponen la persistencia de un sentido de la identidad cultural y un desafío al imperialismo, por otro se encierran (salvo en el caso de Hamas y hasta cierto punto de Hizbollah) en un integrismo feroz, que exacerba las diferencias entre etnias, tribus y clanes, y ahonda el foso entre los grupos confesionales. El secretismo de los movimientos terroristas como Al Quaeda y su accionar indiscriminado facilita su manipulación de parte de los servicios de inteligencia occidentales y los convierte en elementos muy aprovechables para montar todo tipo de provocaciones. Hay buenos motivos para pensar, por ejemplo, que los atentados del 11/S tuvieron su camino pavimentado por la CIA y es evidente que los múltiples y sangrientos ataques de Al Quaeda contra la comunidad shiíta en Irak sirvieron objetivamente a la finalidad de romper toda posible entente entre los movimientos que resistían al ocupante norteamericano.
La reemergencia en Túnez de una corriente popular insurgente, abierta y no necesariamente confesional, que prodiga señales de simpatía a un ejército que da señales –al menos en sus rangos medios y bajos- de querer acompañarla, es un dato no menor, que se reconecta a los años épicos de la revolución colonial. El temor que parece recorrer a las capitales que sirven de asiento a los gobiernos “moderados” árabes –El Cairo, Amman, Rabat, Argel- es indicativo de que los mandatarios de esos países perciben con mayor agudeza que antes que se encuentran aposentados sobre un volcán. Y que empiezan a entender que si este explota de la manera en que lo ha hecho en Túnez va a ser más difícil desviar su onda expansiva atribuyéndola al extremismo insensato de un reaccionarismo religioso que repugna a parte de la población.
Las cartas están sobre la mesa. Falta conocer quiénes serán los jugadores que las recojan y si sabrán aprovecharlas.