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ENE
2011

Temas argentinos

La coyuntura económica es buena hoy para Argentina. Pero la política no termina de ponerse a la altura del momento. Esta puede ser una hora de destino y sería calamitoso dejarla pasar.

Los problemas de Argentina son, en su inmensa mayoría, los propios de una nación desestructurada. De una nación subdesarrollada respecto de sus posibilidades en razón de un crecimiento distorsionado, resultado de una configuración histórica dependiente del exterior y gerenciada por un sector dirigente que privilegió, en términos absolutos, la relación con el mercado mundial por encima del desarrollo interno.

Provisoria y parcialmente revertida por el proyecto nacional propulsado por Perón, esa configuración dependiente se agravó después de 1955 y tocó el cúlmine con la dictadura 1976-1983 y con el menemato. A pesar de la importante reversión que los gobiernos Kirchner impusieron a ese proceso de decadencia, falta mucho por andar para que podamos pararnos sobre nuestras propias piernas y escapar del torno de la globalización neoliberal, la forma actual del imperialismo.

La exteriorización de nuestras falencias en estos días de desórdenes “okupas” y de disturbios en parte espontáneos y en parte fogoneados por una oposición irresponsable o criminal, no es otra cosa que el síntoma de una enfermedad desatendida: el retraso del país respecto de una construcción autosuficiente y asentada en la expansión industrial, productiva, comunicacional y educacional, consolidada en el campo intelectual y psicológico. Este retardo es un factor decisivo que no puede ser soslayado y que sería suicida no atender en forma prioritaria.

Hay una proclividad a lo superficial en el tratamiento de los grandes temas nacionales. La tendencia de cierta intelectualidad progresista a exaltarse en torno de temas urticantes o sensibles, pero que en suma son laterales, como el matrimonio gay, la vindicta contra los vetustos represores de la guerra sucia o el garantismo judicial, es cosa muy atendible y hasta nobilísima en lo referido a los derechos de los individuos, pero padece de una irresistible vocación a ocuparse por la punta del iceberg sin prestar una atención preferente a la mole que lo sostiene.

Un problema “capital”

A riesgo de incurrir en un retruécano, podríamos decir que el problema capital de la Argentina es su capital; que su cuestión capital es la cuestión Capital. Esto es, el conjunto de problemas que se generaron a la luz de nuestras guerras sociales en el siglo XIX, como consecuencia de la oposición entre el Puerto y el interior, problemas que remataron en una construcción deformada del país y que nunca fueron revertidos del todo.

No se quiere decir con esto que Buenos Aires deba dejar de ser la Capital de Argentina. Todo lo contrario. Lo que se desea implicar es que debe serlo de veras. La metrópolis porteña es un motivo de orgullo nacional y es profundamente sentida y querida por todos. A pesar de que la relación entre el conglomerado metropolitano y el interior estuvo signada por la agresión del núcleo dominante de Buenos Aires contra las provincias a través de la política perversa de su burguesía comercial, fusionada con la oligarquía ganadera, la federalización que las provincias terminaron impusiendo a través de las armas del ejército nacional acabó con los aspectos más perversos de esa vinculación subordinada.

Nos quedó, empero, un país mal conformado, con la famosa cabeza de Goliat asentada sobre un cuerpo escuálido. Esa fue la herencia de la sucesión de traiciones consumadas por el Puerto y hasta cierto punto también por el Litoral, respecto de la que hubiera debido ser su misión: conformar una Nación provista de equilibrio, en vez de ocuparse en la reducción de esta a las necesidades o más bien los apetitos de una casta preocupada ante todo por el mercado externo y decidida a exterminar las resistencias interiores que aspiraran a concretar una idea de país que excediera a la de la burguesía bonaerense; idea limitada y concebida exclusivamente para aprovechar las fáciles ganancias que podía proveer el valor diferencial de la renta agraria, provisto por una pampa ubérrima. El proyecto de veras civilizador, que hubiera consistido en hacer de esa ventaja comparativa el resorte para un desarrollo general, no fue admitido ni imaginado siquiera por los prohombres del Puerto, que impusieron el librecambismo y su secuela, una concepción restringida de país, hecha a bala y sable.

Ese problema fue corregido hasta cierto punto por la federalización de Buenos Aires, durante la contraofensiva provinciana producida durante la presidencia de Avellaneda, pero subsistió la estructura del modelo económico que nos había aportado Mitre, y en buena medida también Sarmiento. Ahora bien, lo que se creyó superado, al menos en parte, con la federalización consumada por el general Roca en 1880, al frente del ejército nacional, resurgió de alguna manera con el dislate menemista de consentir la autonomía de la Capital Federal, dislate al que los grandes medios convinieron en prestar muy poca atención en su momento.

Entre otras cosas esa cesión de poder acarreó la aparición de una Policía Metropolitana que genera una superposición de funciones con las de la Policía Federal. Lo cual parece haber tenido bastante que ver en la confusa ecuación que enredó a villeros, inmigrantes de países hermanos y gente de barrio, con la inapreciable colaboración de las barras bravas y de unos organismos de seguridad inseguros unos de otros e incluso de sí mismos a la hora de aplicar las decisiones de un gobierno o de dos gobiernos, el nacional y el municipal, entregados a una batalla de mutuas desconfianzas.

El gobierno de Cristina Kirchner tiene razones sobradas para tenerla. Las emboscadas han menudeado y no es imposible que la mano del caudillo bonaerense Eduardo Duhalde haya estado detrás de alguna de esas jugadas. En cuanto a las autoridades de la Ciudad Autónoma se han distinguido por generar el problema, al desatender a los sectores de menores recursos, y luego pretender que el Estado nacional les resuelva el enredo por la vía ejecutiva; es decir, desalojando manu militari los predios ocupados, a un costo que debería haber caído sobre la Casa Rosada.

Desde la época en que un viceintendente porteño condicionaba al presidente Sarmiento su presencia en la sede municipal, calificándolo como “huésped” de esta, nunca se había visto una actitud tan desdeñosa e insolente como la de Mauricio Macri definiendo a la Presidente de los argentinos como a “la señora de aquí enfrente”… El desplante no es casual. Macri podrá ser un nene bien instalado en una poltrona que le queda grande y hasta un imbécil, pero su frase y la actitud que no cuida en disimular ponen de manifiesto una arrogancia que no sólo es de él, sino que expresa también la incorregible soberbia de no pocos miembros de los estratos acomodados de la sociedad porteña, a la que suele hacer eco la superficialidad, bastante generalizada a nivel nacional, de una pequeña burguesía muy propensa a confundir el efecto con la causa.

La configuración de la Argentina como un ente desdoblado entre un litoral potente y un interior que sólo puede seguirlo a paso de tortuga, ha generado una especie de falsa conciencia, que restringe la vitalidad del país. Mientras no se comprenda este dato seguiremos tropezando con los mismos obstáculos y padeciendo los sinsabores de la sobrepoblación y del hacinamiento en áreas suburbanas, con los problemas que esto acarrea. El único modo de salir de esta situación es un desarrollo estructural que atienda a la configuración estratégica de la nación en el marco del Conosur.

Elocuencia y compromiso

Ahora bien, ¿se cuenta con un proyecto para ello y asimismo con un propósito firme de servirlo cumplidamente? La orientación nacional del gobierno es indudable en materia de política exterior; sus emprendimientos de carácter social, como la asignación universal por hijo, llenan grandes necesidades y hay muchas iniciativas, como la ley de medios, la recuperación de las AFJP y la nacionalización de Aerolíneas y otras empresas, que son fundamentales, como también lo es el discurso recuperador de los valores de nuestra historia que la Presidente Cristina Fernández se ha ocupado en exponer.

Subsiste sin embargo cierta imprecisión en todo lo referido a las medidas prácticas que hay que tomar para llevar a cabo un proyecto nacional. Y el esquema de explotación de los recursos naturales de este suelo, la concentración de la renta y el giro al exterior de lo substancial de las ganancias de las compañías foráneas que son dueñas de la mayor parte de los implantes productivos del país, continúa intocado. Mientras tanto, el sector más dinámico del aparato comunicacional que responde o adhiere al gobierno sigue abocado a una propaganda que agita –legítimamente- las banderas de los derechos humanos, pero sin ponerlas en rigurosa conexión con el modelo concreto de país que hemos de buscar.

En el plano informativo, la labor de un programa como 6, 7, 8 es excelente para desarmar el relato del sistema dominante, hasta aquí sustentado por la unanimidad de las voces emiten las emisoras y diarios del monopolio de prensa. El trabajo de 6, 7, 8 como elemento desvelador de la hipocresía del fementido periodismo “independiente” -que no es otra cosa que el periodismo corporativo-, es de un enorme valor. Pero renquea por su atadura a la actualidad estrechamente coyuntural, y por cierto tonillo superior que sus animadores exhiben a veces. En ocasiones se les escapa el zumbido propio del tábano progresista. Se asiste entonces a la exhibición de una desenvoltura un poco arrogante en torno de temas que pueden herir susceptibilidades honestas. Como la cuestión del matrimonio homosexual. Se trataba de un asunto, este, que ameritaba consideración y con el cual se podía estar muy de acuerdo, pero no había razón por la cual se lo convirtiera en una especie de línea divisoria a un lado de la cual se ubicaban los seres dotados de sensibilidad humana y del otro los dinosaurios nostálgicos del fascismo.

De cualquier manera el programa, en apariencia, no puede ni se propone exceder el rubro que ha elegido ni el tono que ha adoptado. Esto es legítimo en última instancia, y eficaz si no se quiere ir más allá de la veta que se ha elegido trabajar. Pero habría que buscar opciones periodísticas tanto o más dinámicas y quizá menos arrogantes que 6,7 y 8, que escapen a su esquema, amplíen el horizonte e indaguen en los núcleos duros de la problemática argentina.

Esto es esencial de cara a las elecciones de octubre del 2011. La orfandad ideológica de la oposición oportunista y lo inconfesable de los objetivos del establishment conformado por los pools agrarios, las firmas transnacionales y la “patria financiera”, ofrece al gobierno de Cristina Fernández un espacio óptimo para la agitación y la propaganda. Siempre y cuando, claro está, exista una real voluntad de poner en práctica un programa de recuperación nacional para el cual la ejecutoria 2003-2010 ha suministrado ya la base que es necesaria para acometerlo.

Los temas decisivos a impulsar a partir de ahora son, como se ha indicado en otras ocasiones, una reforma fiscal progresiva, que acabe con la inequidad e iniquidad que supone que el que menos tiene pague proporcionalmente más al fisco; un control de divisas que acabe con el drenaje de capitales que las grandes empresas transnacionales efectúan en sus giros al exterior, obligándolas a volcarlos en emprendimientos que se realicen en el país; y el diseño de un plan de expansión fabril y tecnológica que asegure el pleno empleo y esté provisto de pautas y plazos reconocibles, al modo de los planes quinquenales de antaño, proveyendo directrices para el quehacer industrial. Es la vía más efectiva para galvanizar a la nación a fin de que pueda encarar con ánimo y con un sentido de misión los tiempos por cierto difíciles que se avecinan. El tema de la recuperación, reprogramación y modernización de la red ferroviaria para ponerla en funciones de acuerdo a unos requerimientos calculados en la proyección estratégica que asegura el Mercosur es, asimismo, un rubro imposible de omitir en cualquier “plan de operaciones” concebido con visión de futuro. Por otro lado, la eventual corrupción que se achaca a integrantes del gobierno también es un tema que debe ser controlado: aunque las irregularidades acompañan al poder como la sombra al cuerpo, cuando estas exceden cierto límite pueden convertirse en un factor desmovilizador de la energía popular, cosa que heriría de muerte cualquier proyecto de reforma en profundidad. Este es un riesgo vigente, en especial cuando, como ahora, se está frente a una concentración mediática que supera largamente el alcance de canales de dispone el oficialismo.

De las Fuerzas Armadas

Otro tema, de fundamental importancia, aunque soslayado o mirado con desconfianza por la opinión que deviene de la izquierda setentista, es el de las Fuerzas Armadas. Por cierto, la carga de la prueba pesa gravemente sobre las instituciones militares, dada la ejecutoria que tuvieron al menos desde 1955 a la dictadura de 1978-1983. Pero el problema no se agota en el resentimiento. Es preciso abordarlo con criterio histórico y en una perspectiva geoestratégica, tomando en cuenta que los tiempos no son fáciles y que las tensiones globales no van a ignorar a esta parte del mundo. Cosa que plantea peligros frente a los cuales es fundamental contar con una política militar coherente y diseñada de consuno con los otros países del ámbito regional.

El ejército y las otras instituciones armadas en Argentina son inescindibles de la historia vivida por el país. Tal como Jorge Abelardo Ramos y otros escritores de la izquierda nacional lo han diagnosticado, en nuestro país hay y ha habido siempre, dos ejércitos en uno, reflejo de una escisión que Argentina arrastra desde sus orígenes y a cuya raíz nos hemos referido en líneas precedentes. La conformación de la nación a través de un proceso desgarrador de guerras civiles nos dio la conformación de un ejército dividido entre la línea mitrista que recoge la falsa relación Mayo-Caseros, y otra forjada a través de las guerras de la Independencia y del sello que Roca impusiera a la organización nacional a través de la federalización-nacionalización de Buenos Aires, durante las jornadas de la revolución de 1880. Con la derrota de ese intento secesionista nació un ejército que fue capaz de resolver esa contradicción, haciendo comulgar a sus miembros en una concepción de la integridad nacional que abolió en forma definitiva la pretensión independentista de Buenos Aires. Pues es de presumir que la policía metropolitana de hoy no puede ni de lejos parangonarse a los “rifleros de Tejedor”.

Pero de este quehacer las Fuerzas Armadas conservaron, como el país todo, las trazas de los viejos desgarramientos. Fueron víctimas también, aunque tal vez en menor medida que otros sectores, de la colonización cultural que nos abrumó, y su formación docente conservó mucho de los resabios de los fusiladores de gauchos y de los portaestandartes del progreso a punta de rémington. Con todo, en virtud de su rol de guardianes de la frontera y de su implantación en todo el territorio nacional, así como por su papel de receptáculo de miembros de todas las clases sociales a través del servicio militar, tuvieron siempre presente un ala nacional que abrevaba en una historia surcada en los entreveros de la Independencia, de las guerras civiles y del subsuelo de la multitud plebeya.

La batalla por Malvinas, ridiculizada y denostada por la opinión cipaya y por el progresismo obsesionado en mirarse el ombligo, fue un intento de las fuerzas armadas por rescatarse del catastrófico descrédito en que habían caído como consecuencia de su siniestra ejecutoria como idiotas útiles del establishment. Mal concebida y ejecutada sin convicción por los altos mandos, que estaban inhibidos de concebir una estrategia coherente con el cerebro lavado por el imperialismo y por la devastación física, moral y económica de la que habían sido responsables durante el proceso, no dejó por esto de ser un emprendimiento vinculado a una lógica geopolítica que hoy tiene absoluta vigencia: la preservación de los recursos naturales en el Mar Argentino y la proyección austral del país pasan en gran medida por el rechazo o la contención que Argentina y otros países hermanos de América latina puedan realizar respecto de las actividades de la Otan en el Cono Sur.

El sacrificio de los combatientes consumado entonces fue minusvalorado primero por la dictadura y luego por los gobiernos de la democracia, y aunque hoy se haya corregido hasta cierto punto ese terrible error, aun no se ha hecho plena justicia no sólo a los soldados sino también a los oficiales que se jugaron o perdieron la vida en esa página épica de nuestra historia. En su lugar hemos tenido películas autodenigratorias auspiciadas por el Estado, como Iluminados por el Fuego, que hicieron del victimismo y la conmiseración los únicos parámetros para medir el episodio.

Los gobiernos Kirchner han errado, a mi entender, en su forma de regular las relaciones con las instituciones armadas. Está bien cerrar el capítulo de las atrocidades represivas de la dictadura terminando con la impunidad de muchos de sus responsables; de aquí en más los aspirantes a verdugo habrán aprendido que, aunque parezca improbable, la Némesis puede siempre estar a la vuelta de la esquina. Pero, por torpeza o desconfianza, el castigo se ha extendido a la función de la institución armada misma, descuidando su preparación profesional, vaciándola de presupuesto y relegando el rol esencial de las industrias para la defensa, que son importantes no sólo para la erección de un arsenal válido para equipar a las tres armas, sino como promotoras de los desarrollos tecnológicos de punta.

La Argentina cuenta con un pensamiento geoestratégico, pero las instituciones para garantizarlo están insuficientemente equipadas y sus integrantes sometidos al maltrato psicológico que resulta de la desatención y la desconfianza. Habida cuenta de los antecedentes que tenemos, esa desconfianza se justifica hasta cierto punto. Pero hay un expediente para corregir este nudo problemático que viene del pasado: una pedagogía para las Fuerzas Armadas. ¿Hay algo en este sentido? ¿Se busca suministrar a los institutos militares nociones de una historia y una geopolítica que no sean las consagradas por la tradición mitrista o por la Escuela de las Américas?

No es posible que, en el crítico panorama que ofrece el siglo XXI, el proyecto geoestratégico regional iniciado con el Mercosur quede salvaguardado sólo por la potencia militar del socio brasileño.

No desaprovechar la oportunidad

El país disfruta de un momento macroeconómico muy favorable, impensable pocos años atrás. La reversión que se produjo respecto de las pautas suicidas del esquema monetarista y atado a la paridad dólar típica del período Menem-Cavallo, ha permitido aprovechar una coyuntura internacional marcada por una fabulosa apreciación de nuestros productos exportables. Pero, para explotarla, hace falta impulsar las medidas que planteáramos más arriba, referidas a la naturaleza de la carga fiscal, al control de las empresas transnacionales y de sus giros al exterior, a la industrialización planificada y a la ampliación y funcionalización de la red carretera y ferroviaria, servida esta última por trenes de alta eficiencia. La modernización implicaría la inclusión de los sectores que subsisten en la periferia de las ciudades y echaría las bases para una paz social que hoy se echa bastante de menos o que se presiente amenazada. El afloramiento de una conciencia comprometida con la nación y con su desarrollo endógeno es el atributo fundamental de cualquier tarea que se pretenda educativa. Todavía se echa en falta, lamentamos decirlo, un programa o un modelo que vaya más allá de las iniciativas parciales, que se proyecte en el tiempo y que aborde el núcleo de la problemática nacional a fondo y sin concesiones. La retórica del cambio no reemplaza al cambio concreto. 

Hay que luchar por revertir la cultura dependiente que todavía prima en los grandes monopolios de la comunicación, pero esto no puede lograrse sólo con declaraciones, sino a través de una estrategia a largo plazo que haga hincapié en los grandes temas nacionales. Sin temer incurrir en observaciones “políticamente incorrectas”. Esto es especialmente cierto en el caso de los intelectuales que reivindican su independencia. Independencia no significa no tomar partido. Todo lo contrario: se debe hacerlo. Pero esta toma de partido, por proceder justamente de quienes desean contribuir a la causa nacional de la manera más provechosa posible, no puede eludir la verdad, aunque duela.

Por último, hay que definir el modelo de país que queremos. Se habla mucho de él; pero, ¿cuál es? El capitalista parece insoslayable, en razón del mundo en que vivimos. Pero hay que tomar en cuenta que el sistema global vigente no sólo no ha resuelto ninguno de los grandes problemas que se derivan de la injusticia social y de la opresión imperialista, sino que los ha agravado a la enésima potencia a partir del momento en que no contó con un adversario ideológico encarnado en el bloque socialista que podía hacerle de contrapeso. A la burguesía nacional que debería empujar el progreso argentino no se la ve por ningún lado y el único factor que puede fungir en su lugar es el poder del Estado, que una vez más debería asumir un rol vicario para asegurar la continuidad de cualquier plan de desarrollo.

El signo de este desarrollo es la cuestión. ¿Sería similar –salvando las distancias- al implementado en China, donde rige una suerte de capitalismo vigilado por un partido salido de una gran revolución? Huelga decir que aquí no puede esperarse eso, dadas las características radicalmente diferentes del sistema político, de la historia y desde luego de las características psicológicas de los argentinos. Pero es poco probable que la continuidad de las políticas de Estado que requeriría un plan de desarrollo efectivo pueda asegurarse si no existen unos estamentos capaces de asumir, corporativamente, un cierto sentido de misión. Cuadros estatales, intelectuales, sindicales y militares provistos de una conciencia de nuestra historia son indispensables para cualquier empresa provista de un sentido de veras progresista. Si no crecen de manera exponencial su formación y capacidad de gestión, será difícil que vayamos muy lejos.

Es probable que no nos quede más remedio que ir tanteando el camino, en la esperanza de que en ese tanteo se vayan definiendo los cuadros políticos y corporativos que sean capaces de lidiar con nuestros problemas y que resulten aptos para incluir ese accionar en un proyecto regional, donde esa evolución habrá de consensuarse a su vez con la que vayan alcanzado los países hermanos de Latinoamérica. Es un largo y difícil camino, pero si se coteja el estado actual de América latina con el que existía a principios de esta década, se comprobará que ya se ha recorrido un trecho de él y que sobre todo se ha producido una importante ruptura en el esquema mental que condenaba a estas regiones a verse como fatalmente subordinadas al diktat de poderes exógenos.

El país dispone de buenas cartas para arrancarse del subdesarrollo. Cuenta con grandes reservas y el viento de una coyuntura internacional que por ahora le es favorable. No repitamos el error de la Argentina empingorotada del primer Centenario, cuya clase dirigente se acunó en la falsa seguridad de la factoría pampeana y por pereza se negó a asumir el desafío industrialista que le proponía la hora, repantigándose en su estilo vida rentista y suntuario. Esto fue lo que a la larga estancó al país en un impasse al final sangriento. Hoy la economía internacional está en la cuerda floja y China, nuestro principal cliente, también puede caerse de ella. El maná de la soja no durará para siempre. No cedamos a la tentación de reproducir, con otro signo y referido a otras banderas, el error de la generación del Primer Centenario. Dios no es argentino, mal que nos pese; por lo tanto habremos de forjarnos en la dura escuela del esfuerzo, el error y la experiencia.

 

Notas

1) Las tropas que volvían derrotadas al continente fueron escamoteadas al pueblo y privadas del abrazo fraternal que debió haberlas arropado y confortado en su honrosa derrota.


2) Tristán Bauer, el director de la película, hizo gala de muy poco de este espíritu crítico en su bella e interesante película sobre el Che, que capta la generosidad del emprendimiento del guerrillero argentino-cubano en Bolivia, pero no ahonda en la faceta irreal y voluntarista que tuvo su empresa y que estuvo, también, en la base del espíritu que remató en la catástrofe de los “años de plomo”, tanto en nuestro país como en otros lugares de América latina.

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