Días pasados, en una de las emisiones en castellano de la Deutsche Welle, la radio y televisión alemana, hubo oportunidad de escuchar a un periodista de El País, el órgano más prestigiado de la prensa española, sintetizar su perspectiva pesimista sobre América latina. Este buen señor, un gordito con barbita en punta, soltó, con ligereza, la hipótesis de que las tensiones entre los países de la región –presumimos que las originadas entre Venezuela, Colombia y Ecuador- eran el fruto de que Estados Unidos, muy ocupado por sus proyectos en el Medio Oriente, había disminuido la atención preferencial que en el pasado había dado a Sudamérica. En otras palabras, que al alejarse el maestro, los alumnos se entregaban a la indisciplina y a pelearse entre sí.
Es difícil resumir, en tan pocos conceptos, la arrogancia de la concepción eurocéntrica del mundo y la ignorancia, el paternalismo y la superficialidad con que algunos de sus comunicadores entienden nuestra realidad. El dato es doblemente hiriente por provenir de un periodista español, que se supone debería tener una comprensión más íntima de los hechos que aborda. Pero no hay motivo para sorprenderse: más allá del hecho de representar a un órgano de prensa expresivo de los intereses de la neoburguesía española criada al calor del franquismo (al que tiene el tupé de condenar, con una ingratitud ejemplar), algunos de sus exponentes padecen un complejo de superioridad que se arrastra desde la época de la colonia y al que jamás se ocuparon de analizar en sus componentes. Nuevos ricos, creen que los Pirineos han sido abolidos, que se han separado de manera definitiva de los elementos de carácter que diferenciaban a España de Europa y adolecen del rasgo que en primer término suele caracterizar a los recién advenidos a la riqueza: el esnobismo, que los mueve a despreciar a quienes antes veían como sus congéneres. Para este caso, a los países que antes sentían, o pretendían sentir, como desprendimientos de su propio cuerpo, como eran los hispanoamericanos.
En la perspectiva del buen señor al que nos referimos, hay una implícita relación entre el rol que él aduce desempeñan los Estados Unidos respecto de América latina, y la concepción absolutista de la corte de Fernando VII, que de alguna manera entendía el mantenimiento de sus privilegios en parte sur del hemisferio occidental como garantía de la unidad de este.
Una historia de desgarramientos
La historia es mucho más compleja. Y dolorosa, por cierto. Pues el desgajamiento de Hispanoamérica del cuerpo de la madre patria se dio en un contexto que dividía en dos a ambas. Fue el fracaso de la revolución liberal española y de la posibilidad de que ese movimiento, de imponerse, hubiese dado una representación igualitaria a las que debían considerarse sus provincias de ultramar, lo que terminó de fragmentar a estas en un damero incomunicado y centrifugado por la aspiración británica, que apuntaba a romper cualquier tipo de asociación regional en aras de la libertad de comercio y del privilegio que esta consentía a las exportaciones que generaba la primera revolución industrial de la era capitalista.
El fracaso de lo que hubiera podido ser un bloque regional de gran peso estuvo determinado por una compleja conjunción de factores: la existencia de clases comerciales portuarias que estaban decididas a lucrar con la importación de manufacturas y la renta de la aduana, a expensas del país interior y de sus aun frágiles industrias; el escaso número de pobladores, la dispersión de estos y la existencia de grandes distancias y obstáculos orográficos entre las zonas que contribuían a incomunicarlas entre sí.
Pero los elementos determinantes, y con mucho, fueron la acción británica y la inexistencia, en España, de una burguesía o de al menos una casta militar capaz de ejercer el poder a fin de lidiar de manera eficaz con Inglaterra y de cumplir al mismo tiempo con las reformas democráticas que hubieran permitido conservar una suerte de unión federativa con el conjunto de países iberoamericanos, hasta que estos alcanzasen la mayoría de edad y pudieran valerse por sí mismos.
Desde luego, las hipótesis sobre lo que pudo ser y no fue no son sino hipótesis. Lo que cuenta es lo que de veras ocurrió y la forma en que ese pasado desgarrado sigue gravitando sobre el presente. La fragmentación latinoamericana fue obra del imperialismo y de sus secuaces locales. Y de la decisión de estas fuerzas en el sentido de mantener las coordenadas económicas y sociales que favorecieran su inicial situación de privilegio, más allá de los cambios que arrastra la corriente de la historia.
Estados Unidos, o más bien su clase dirigente, siempre receló de la influencia inglesa y fue así que lanzó la doctrina Monroe, esa que proclamaba que América era de los americanos, anfibológica expresión cuya aparente generosidad ocultaba un sentido mucho más mezquino: “América es para los americanos… del Norte”.
La influencia estadounidense fue decisiva desde un principio sobre México, Centroamérica y el Caribe, y se proyectó luego, poco a poco, al conjunto del hemisferio occidental. Después de la segunda guerra mundial la decadencia de Gran Bretaña y su asociación estrecha y subordinada con Washington, hizo que Norteamérica campara por sus fueros en todo el continente y fuese el factor decisivo que tiraba los hilos de una diplomacia que practicaba una abierta injerencia en los asuntos de nuestros países, cuidando siempre de prevenir la emergencia de gobiernos nacional-populares, o de abatirlos cuando no podían desplazarlos por medios más o menos legales.
¿Hace falta recordar el colgamiento de Gualberto Villarroel en Bolivia, el golpe contra Jacobo Arbenz en Guatemala, el suicidio forzado de Getulio Vargas en Brasil, el derrocamiento del peronismo en la Argentina, el bloqueo a Cuba, la liquidación del gobierno de la Unidad Popular en Chile y las invasiones a Santo Domingo y Panamá, para percibir que el rol del Gran Hermano del Norte no se ha asemejado nunca al de un tutor benévolo –como pretende el periodista español de marras- sino más bien al de un guardiacárcel encargado de disciplinar a una población díscola?
Los voceros del establishment argentino, propagandistas del modelo exportador de commodities y al principio vinculados de forma visceral con Inglaterra, no vacilaron en desplazar su adhesión de Londres a Washington. Es más, convirtieron al no cumplimiento de este traspaso en el signo indicador de una decadencia argentina. Mariano Grondona no se ha cansado de señalarlo: fue la supuesta incapacidad de los gobiernos de Ramón S. Castillo y del régimen de facto nacido de la revolución del 4 de junio de 1943, y la sucesiva pretensión autárquica prohijada por el primer peronismo, lo que nos frenó en un viraje que debía habernos vinculado con la potencia predominante del primer mundo, paso que podría habernos acarreado beneficios y desarrollo.
La formulación explica por sí sola la ecuación mental a partir de la cual se mueve el núcleo duro de la oligarquía. No se concibe a sí mismo fuera de una conexión dependiente. Esos presuntos beneficios hubieran tenido por precio –cosa que el comentador se guarda bien de manifestar- un inmovilismo social y un seguidismo en materia de política exterior.
Estos fueron finalmente realizados por la dictadura y ratificados por el gobierno de Menem, a un costo devastador para el pueblo argentino. Desde 1943 a 1976 Argentina había padecido múltiples altibajos, pero mal que bien había conseguido mantener una postura resistente, al menos en los sectores sociales más populares, al modelo exportador que había configurado la oligarquía. Pero la aventura imbécil, criminal e involuntariamente concurrente, de la subversión y la guerra sucia, dio al traste con el proyecto del país industrial y abierto a América latina. El modelo neoliberal, especulativo y exportador de productos agropecuarios y minerales que lo suplantó aun sigue vigente, a pesar de los tibios intentos de activación industrial, de renacionalización del país y de apertura a una política regional que tiene a Brasil y Venezuela como elementos impulsores. Esto es muy evidente por estos días, cuando asistimos a la sedición de los grandes y medianos empresarios del campo, que no vacilan en sitiar a las ciudades para disfrutar de su descomunal renta, sin que el gobierno al que se enfrentan se atreva a contrastarlos con la eficacia que es necesaria.
Un ausentismo que no es tal
Así, pues, no es el ausentismo de Estados Unidos del escenario latinoamericano lo que pacifica a la región. Al contrario, la Unión estuvo casi siempre en la base de la eclosión de las tensiones internas, del armamentismo y de los conflictos interregionales. Fueron las manos de Estados Unidos e Inglaterra las que fomentaron la guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia desde 1932 hasta 1935; y es la mano de la Unión la que está hoy detrás del fogoneo de las tensiones entre Colombia y Venezuela, por ejemplo. Tras intentar derrocar en dos oportunidades al gobierno democrático de Hugo Chávez, primero a través del golpe militar de abril del 2001 y luego con la “huelga” de los cuadros administrativos de PDVSA, la empresa nacional de petróleo de Venezuela, lanzó luego un globo de ensayo, el asesinato puntual del vicecomandante de las Farc que tenía su refugio en la zona de Ecuador colindante con la frontera colombiana. Y a partir de allí y del hallazgo de una computadora curiosamente invulnerable a las bombas de 250 kilos que acabaron con el cuartel guerrillero, se han comenzado a producir documentos que probarían los vínculos entre esa organización armada y el gobierno de Caracas. A esto se suma la activación de la IV Flota del Caribe y la campaña de prensa que acusa a Chávez de armarse con fuera de proporción y de pretender inmiscuirse en los asuntos internos de otros países.
Que la híperpotencia agresiva y provista de un presupuesto militar que excede los 500 mil millones de dólares al año y que tiene cientos de miles de efectivos desperdigados en alrededor de 750 instalaciones militares a lo largo y a lo ancho del planeta, que esa superpotencia, digo, se rasgue las vestiduras ante la decisión venezolana de proveerse de armas para su autodefensa, en el único mercado que puede ofrecérselas, el ruso, sería grotesco si no fuese siniestro.
Nada de esto parece perceptible para comunicadores como nuestro periodista de El País. Diez buques, incluyendo a un portaaviones y a un submarino nuclear, no pueden contrabalancear, para ellos, la sombra que proyectaría la inagotable laptop del segundo jefe de las Farc, el comandante Raúl Reyes, primera víctima de una campaña de asesinatos selectivos similar a la que nos tienen acostumbrados los servicios secretos israelíes en el Medio Oriente.