En estos días han tenido o van a tener lugar dos reuniones de carácter iberoamericano que es interesante tomar en cuenta porque nos ayudan a percibir la magnitud del cambio que, en el plano de las relaciones internacionales se ha verificado en la parte sur del hemisferio occidental. Una de ellas es la cumbre de la Unasur, que acaba de finalizar en Guyana con la sanción de un “protocolo democrático”, que prevé sanciones políticas, diplomáticas y comerciales contra cualquier golpe de Estado o intento de golpe de Estado en el territorios de los países que conforman la organización. Se trata de una disposición que refrenda la voluntad de respaldar los parámetros de la legalidad institucional, sustentada en elecciones limpias, como vía hacia el desarrollo.
Por otra parte, entre el 3 y el 4 de diciembre –el viernes y el sábado próximos- se realizará en Mar del Plata la vigésima Cumbre Iberoamericana, que reúne a los mandatarios de los 22 países de América y Europa de lengua española o portuguesa.
Hay una notable diferencia entre el cariz que ha tomado este tipo de cónclaves y las viejas conferencias panamericanas, concebidas esencialmente para pasar las consignas del gobierno de Estados Unidos a un subcontinente sumiso. Han pasado ya casi 20 años de la primera Conferencia Iberoamericana, realizada en Guadalajara, México. Y desde entonces cuánta agua ha corrido bajo el puente… El cónclave iberoamericano en un principio tuvo un carácter no muy alejado de la dimensión floral que tenían muchos de los viejos encuentros, puestos bajo la advocación de una identificación cultural genérica más que en la del debate de temas específicos, vinculados a las corrientes del cambio. Al principio esas reuniones, como las conferencias panamericanas, sirvieron para refrendar la línea general de las tendencias económicas y políticas marcadas por el imperialismo. Pero en los años que han discurrido desde 1991 hemos tenido ocasión de contemplar –y experimentar- una revolución monumental.
Los ’90 marcaron el auge el experimento neoliberal, el clímax de la devastación provocada por la doctrina del shock y por las políticas del consenso de Washington. El mundo parecía aherrojado en la admisión unánime del discurso único que recitaba el verso de la omnipotencia del mercado. Las voces en contrario eran chiquitas, no encontraban resonancia y, en América latina en especial, no alcanzaban a galvanizar la apatía en que la ferocidad represiva de los años ’70 y el desencanto para con la democracia descafeinada que la siguió, habían sumido a la masa del pueblo.
El hundimiento del bloque soviético también impactaba en un principio de forma negativa a una psiquis política que, en el caso de incluso algunos pensadores de fuste, tendió a sumirlos en un pesimismo del que aparentemente no se volvía. Sin embargo, a la vuelta de poco tiempo cambiaron las tornas, se tornó evidente que el fin del comunismo no resolvía ninguno de los problemas del capitalismo y que los países de América latina, destripados y vueltos del revés por la ferocidad del “capitalismo del shock” (Naomi Klein dixit) se resistían a suicidarse y de manera todavía inorgánica pero efectiva, tendían rebelarse contra el diktat imperial y contra las pseudo burguesías locales que eran su correa de transmisión y las principales beneficiarias del estatus quo.
En unos pocos años turbulentos la partidocracia corrupta de Venezuela fue barrida por Hugo Chávez en una sucesión de elecciones y plebiscitos democráticos; la siniestra distopía privatista de los gobiernos de Carlos Menem y de Fernando de la Rúa fue desautorizada por el pueblo argentino, en un creciente clima de insurrección social que culminó en las caóticas jornadas de diciembre de 2001; en Bolivia el estereotipo del gobernante cipayo encarnado en González de Losada –un presidente que hablaba español con acento inglés- hubo de poner los pies en polvorosa, y el gigante brasileño se dio un presidente de pura extracción popular que –más allá del prudente curso económico que asumió- revolucionó la política exterior de su país y cohesionó con la Argentina de los Kirchner y con la Venezuela de Chávez un curso integrador que está imantando a Suramérica.
Estos son los días en que el sueño integrador de los Libertadores está empezando a cobrar cuerpo. Y ello sucede no porque su espíritu descienda desde el más allá, sino porque la potencialidad unitaria de América latina, que ellos recibían como herencia de la crisis del Imperio español, hoy dispone de los recursos y las herramientas necesarias para consumarse. El crecimiento demográfico, la porosidad de las fronteras, la intensidad de un intercambio fomentado por las organizaciones regionales y por el crecimiento de las infraestructuras de la comunicación, y la necesidad de agruparse para resistir la presión de una globalización que el primer mundo quiere asimétrica e injusta, se configuran en factores determinantes para aspirar a una unidad que es asimilable a la capacidad de supervivencia.
El factor ideológico es esencial, sin embargo, para que esta ecuación se compacte. El discurso de Lula, de Chávez, de Cristina, de Evo, de Castro, de Correa, de Lugo o de Morales, discurre por líneas idénticas o paralelas. La juventud, como hoy es evidente, está abierta para recibirlo y reinterpretarlo a su vez. Porque sólo en el intercambio dialéctico y libre de las opiniones se podrá consolidar el perfil de una América latina que, por fin, está encaminada a encontrarse consigo misma.