Tras la pausa impuesta por la muerte de Néstor Kirchner, protagonista mayor de la escena nacional en los últimos años, la actividad política ha retornado por sus fueros. Y lo ha hecho sin que muchos de sus actores parezcan haber extraído ninguna lección del entorno popular que rodeó a los funerales del ex presidente. Lejos de haber modificado su tesitura ante la rotunda manifestación de apoyo al gobierno que emergió de esas jornadas, algunos exponentes de la oposición han sacado a relucir una intemperancia idéntica o peor a la que exhibían antes y, en el caso preciso de Elisa Carrió, con una beligerancia verbal y gestual cada vez más antipática.
Todo indica que el curso destructivo de su quehacer insistirá en la práctica de poner palos en la rueda para trabar el desenvolvimiento del Ejecutivo en el año que le queda de gestión. Con ese método muchos creen, aparentemente, que podrán inhibir la ejecución de los programas de gobierno, fomentando así un descontento que puede llevar agua para su molino en la próxima instancia electoral. Disponen de instrumentos para hacerlo, dado que el gobierno no cuenta con mayoría en las cámaras. Pero existe el riesgo –para ellos-, de que el tiro les salga por la culata: que la opinión se canse de esos procedimientos y se vuelva más en su contra. La mayoría legislativa que detentan, por otra parte, es circunstancial y desestructurada; ya mismo se están poniendo en evidencia las grietas que existen en su seno y, aunque en una primera instancia hayan conseguido dilatar la sanción del presupuesto para el año próximo al girar este a comisión, nada demuestra que vayan a conseguir su objetivo en la sesión del miércoles próximo.
Para lograr algo consistente deberían compartir una línea principista. Como dice Beatriz Sarlo, insospechable de oficialismo: “una alternativa puede reunir a mucha gente distinta, pero para no convertirse en una nave de los locos debe tener su eje, que no pasa por una simple composición de partes, sino por una línea de fuerza fundamental”.
El escandalete montado en torno del ofrecimiento de presuntas coimas a diputados opositores es penoso por su carencia de sustentabilidad. Se basa en denuncias inconcretas y que ni siquiera son capaces de diferenciar entre un soborno y los tejemanejes corrientes de la política, con su toma y daca de favores. La burda equiparación que la Carrió hizo entre estos presuntos arreglos y el expediente de la “ley Banelco” con que el gobierno de De la Rúa consiguió la sanción de la ley de reforma laboral, habla más del oportunismo inescrupuloso de este personaje que de cualquier otra cosa. Pero, después de todo, si Carrió comparaba a los Kirchner con Hitler, qué le puede costar comparar el tratamiento del presupuesto para el 2011 con el infame servicio prestado en 1999 al FMI por los economistas “argentinos” enfeudados a este…
Es evidente que el Congreso se ha convertido en un altavoz de los primeros pasos de la campaña electoral. En vez de funcionar de acuerdo a sus obligaciones, se está transformando en un estudio de televisión donde los actores dejan caer afirmaciones sin sustento pero provistas de cierta resonancia difusa -como por ejemplo el clisé de una supuesta reedición del Pacto de Olivos-, sin aportar ninguna prueba al respecto.
Mientras tanto, en un escenario más amplio y formal pero no necesariamente más serio que nuestro parlamento, el Grupo de los 20 se reunió en Seúl para considerar la marcha de la economía mundial. La monumental crisis por la que pasa la economía global es fruto de las prácticas neoliberales que han empujado al mundo a la bancarrota. Para escapar de esta el principal promotor de esas políticas, Estados Unidos, ha lanzado o se está aprestando a lanzar una “guerra de las monedas” que consiste en devaluar el dólar, favoreciendo así las exportaciones estadounidenses. Por una paradoja extraña pero nada sorprendente, Washington desearía por otro lado que los restantes países apreciaran sus monedas, dejándolas a su valor actual respecto de la divisa norteamericana.
La devaluación norteamericana no es expresa, sigue un camino indirecto: en vez de ser decretada desde la Casa Blanca, consiste en una emisión brutal que se arroja al flujo monetario. 600.000 millones de dólares vertidos por la Reserva Federal se sumirán en el mercado financiero. Frente a este alud las otras monedas se apreciarán de forma automática, tornando más penetrables los mercados externos a los productos de Estados Unidos y reduciendo las posibilidades de exportación de los países emergentes. Lo cual incentivará en estos la reducción del empleo por el efecto de una competencia desigual en torno del precio de los productos manufacturados, que estrecharía los márgenes de las industrias locales y las induciría a prescindir de trabajadores.
Como lo dijo Lula da Silva en la conferencia de Seúl, “existe una contradicción flagrante. Por un lado tenemos a las economías emergentes, intentando incrementar su consumo interno, y por otro a los países más ricos, que no están consumiendo, que no quieren comprar, sólo vender.” La conferencia finalizó con la publicación de un documento que busca poner paños fríos al problema, pero que, según los entendidos, no va más allá de la escenificación de una tregua en la guerra de divisas.
Cada día se hace más evidente que la fractura entre los países del corazón imperial y el resto del mundo es cada vez más insanable. Nada indica que el comportamiento de las grandes potencias vaya a enmendarse y ello refuerza la necesidad de que los países menos favorecidos traten de agruparse regionalmente y procuren expedientes para subsistir en medio del remolino adecuándose a sus propias posibilidades. La “desconexión” de estas naciones, concebida de acuerdo a un criterio amplio que busque la complementación regional y la no dependencia de las fuentes de un crédito las más de las veces especulativo y saqueador, es el expediente que cabe adoptar para ir andando el camino. Argentina, Brasil y Venezuela, cada uno con sus matices, están recorriendo esta ruta. Desde esta perspectiva ponderada no se trata evidentemente de liderar una revolución en el sentido abrupto del término, tal y como se la concebía en los tiempos de las ilusiones pasadas, sino de promover una transformación continua, que afirme paso a paso lo que se vaya conquistando.
Es un proyecto noble y, hoy por hoy, el único posible. Pero convengamos que todavía está por diseñar y que no por gradual hay que suponer que va a ser fácil llevarlo a cabo. La reacción enquistada en los monopolios de la comunicación, en las finanzas y en los oligopolios no tiene por costumbre ceder terreno ni perder la facultad de hacer sus negocios dentro del ámbito para ellos benéfico del sistema global imperialista. Cuentan con este y con sus propios recursos internos –de los cuales no es el menor la mentalidad dependiente de una parte del aparato cultural-, para sembrar de emboscadas la trayectoria de cualquier movimiento deseoso de ir modificando el estatus quo. Ningún proyecto transformador podrá sostenerse si no se estructura a través del Estado, del apoyo popular y de las corporaciones (aunque corporación suene a mala palabra) capaces de dotar de solidez a las iniciativas de cambio. Las fuerzas del trabajo organizadas y unas fuerzas armadas funcionales a un proyecto nacional podrían y deberían constituir el contrafuerte que consienta la marcha tranquila de los asuntos en los años que se perfilan. Brasil parece constituir un interesante ejemplo en este sentido.