En el ruidoso, redundante y no muy edificante panorama político argentino hubo, esta semana, un dato novedoso: la afección cardíaca del ex presidente Néstor Kirchner. Pero las resonancias del episodio son quizás más noticia que la noticia misma, ya que en ellas cabe detectar uno de los insanables defectos de nuestra política y de la política mediática: la predisposición a tomar las cosas a la tremenda y a hacer una tormenta en cualquier vaso de agua.
Este superficial catastrofismo afecta al gobierno y aun más a la oposición, aunque en este caso cabe detectarlo más bien en el bando oficialista. En efecto, de inmediato -y en la estela del desmenuzamiento del discurso mediático que muy correctamente ha instalado el programa 6, 7, 8-, tanto desde ese mismo programa como desde Página 12 y desde personeros del gobierno se procedió a enfocar con lupa y con tono admonitor la forma en que el accidente cardíaco de Kirchner había sido difundido y comentado por los medios del monopolio Clarín y otras fuentes más o menos afines a este.
Quien habla no tiene ninguna duda acerca del valor docente que el programa 6, 7, 8 ha revestido en lo referido a la clarificación de los mecanismos tramposos en los que se intenta envolver a la opinión pública. Como tampoco la tiene respecto de su contribución a la reversión del estado de ánimo de un público confundido por el discurso monocorde de los voceros del sistema. Y sigue pensando que, contrariamente a lo expresado por Jorge Lanata, el actual gobierno es la parte débil en la confrontación que lo opone a los mecanismos del sistema empresarial, oligopólico y rural que ha tenido la sartén por el mango a lo largo de las últimas décadas en este país.
Pero también entiende que la exageración y el victimismo no ayudan. Es bastante obvio que los medios del sistema recogieron el tema del problema de salud de Kirchner con una intencionalidad política, refiriéndolo a sus posibilidades de postularse o no como candidato en las elecciones del año que viene. Pero esta es una pregunta legítima, esté o no informada por cierta schadenfreude, es decir, por un sentimiento de alegría proveniente de la desgracia ajena. En todos lados la salud de los candidatos o de los funcionarios públicos de primer nivel es objeto de especulaciones, pues forma parte de los cálculos tentativos que hacen racional a la política. Que entre los más elementales y brutos de los opositores al gobierno circule o pueda circular una satisfacción perversa es un asunto de ellos. Se trata de una manifestación humana, demasiado humana, por detestable que sea; la cuestión es no fogonearla soplando sobre ella. En cualquier caso igualar, como se ha hecho, los análisis periodísticos sobre la salud de Kirchner con aquel memorable e infame “Viva el cáncer” con que se pretendía agraviar a Eva Perón en los últimos días de su vida, supone una sobreactuación innecesaria.
Por otra parte, y moviéndonos hacia una estimación más sustantiva del tema, es obvio que el ex presidente no es una figura excluyente en el actual proceso. Su mujer, la presidente Cristina Fernández, tiene una influencia igual o tal vez más importante que él en la marcha de la política. De modo que, sean cuales fueren las capacidades de prestación física y anímica que tenga el ex presidente, su puesto en la lista de postulantes a la presidencia para un próximo mandato puede quedar en cualquier caso muy bien cubierto.
El gusto por el batifondo que nos distingue políticamente no es, por desgracia, sólo un rasgo pintoresco. Es un factor que tiende a ocultar o postergar el debate de los grandes temas nacionales; hasta aquí insinuado, pero no abordado, por el entero espectro político argentino. El kirchnerismo ha dado pasos significativos para generar una reversión del estado de cosas instalado en el país desde mediados de la década de los ’70 a través de medidas como la renacionalización de las jubilaciones y el lanzamiento de la Ley de Medios Audiovisuales; pero hay que convenir en que, hasta aquí no ha podido o no ha sabido aprovechar plenamente la ocasión para generar las políticas básicas que se requieren para reformar de manera drástica el estado de cosas. Una ley de reforma fiscal que grave progresivamente la renta y un diseño estratégico que apunte a modificar el aparato productivo para ponerlo en sintonía con un proyecto geopolítico a largo plazo son cosas que siguen faltándonos. Lo último no sucede en Brasil donde, más allá de las disputas políticas, existen unas líneas de fuerza dirigidas a construir una potencia y donde las industrias para la defensa cumplen un papel sustantivo para la propulsión de las tecnologías de punta, a la vez que suministran el sostén necesario para cumplir con las metas del diseño geoestratégico.
Por supuesto, estas críticas al gobierno nacional no suponen en absoluto un respaldo a un frente opositor que ha hecho del negacionismo y de la obstrucción sistemática a todas las iniciativas gubernamentales el meollo de una política cerril que, en definitiva y cualquiera sean sus matices, sirve a la perpetuación del estatus quo y del sistema de intereses a él ligados. Pero la necesidad de apoyar al gobierno defendiéndolo de las agresiones de que es objeto no por las cosas que hace mal o no hace, sino por las cosas que hace bien, no excluye la necesidad, casi el deber, de exhortarlo para que asuma la realización de un proyecto nacional que todavía está en pañales.
Lo cual plantea un dilema incómodo, al menos hasta que la puja electoral prevista para el 2011 haya diseñado las relaciones de fuerza que tendrán vigencia parlamentaria en los próximos años. Pues al reclamar por lo que falta nunca hay que perder de vista que de momento no hay, literalmente, opciones superiores a las que ofrecen los Kirchner; y que no parece que vaya a haberlas en un futuro inmediato. Pero, ¿podremos al menos solicitar que se despersonalicen los conflictos o que no se los reduzca a una confrontación con un grupo monopólico como Clarín, sino que se precise a este conglomerado y a este diferendo como parte del nudo gordiano que estranguló el desarrollo del país desde 1955 al 2003?
La crítica tanto como la autocrítica es infrecuente en nuestra política. Con demasiada asiduidad se revolotea en torno de asuntos cuyo esclarecimiento y sustanciación son vitales para la definición del futuro. Así, el análisis de los ’70 ha quedado reducido a una cuestión de derechos humanos, sin ingresar al examen de los mecanismos que propiciaron la catástrofe. Análisis que diría mucho acerca de la estolidez y cerrazón mental de tantos, a derecha e izquierda, y también sobre la perversidad intrínseca del sistema que ha regido y en buena medida sigue rigiendo al país.