“Los EE.UU. se retiran de Irak”. Este fue uno de los títulos más sobresalientes e inexactos de la pasada semana. Ya que permanecen en suelo iraquí otros 50.000 soldados norteamericanos, dedicados a entrenar al nuevo ejército de ese país y a combatir a la insurgencia al menos por un año más. Las informaciones omiten por otra parte el significativo papel que jugaron las fuerzas mercenarias en el conflicto, fuerzas que siguen presentes allí y de las que no hay noticias de que vayan a desvanecerse en el aire. Acorde con las reglas del mercado propias del mundo en que vivimos, la privatización ha alcanzado a la guerra.
Los filibusteros y los soldados de fortuna, por supuesto, ni siquiera en el pasado actuaron solos. Su cometido era arramblar botín, pero solían contar con el apoyo oficioso de algún gobierno y con el respaldo de sus flotas. En Irak, como en otros lugares, la actuación de los mercenarios de Blackwater se configura como un apéndice de lo realizado en gran escala por las fuerzas armadas de Estados Unidos, que se encargaron de barrer al ejército regular iraquí y de instalar un cierto control sobre el territorio. Control que nunca consiguieron del todo, ni siquiera hoy, como lo demuestra la seguidilla de atentados que han golpeado a Bagdad y otras localidades en días recientes. A los mercenarios competerá seguir cubriendo la seguridad de algunos objetivos precisos. Desde funcionarios gubernamentales hasta instalaciones petroleras.
La guerra de Irak, como la de Afganistán, es cosa de la globalización, del obsesivo deseo de imponer al mundo una pax americana que ordene todo según los requerimientos de la superpotencia. Se fundó en un casus belli inventado en todas sus piezas y propalado complaciente y acríticamente por la prensa del mundo entero: las presuntas armas de destrucción masiva de Saddam Hussein. Pero el objetivo de máxima de la guerra no se logró del todo. El emprendimiento bélico ha desmembrado al Estado iraquí, pero no ha logrado apropiarse de los campos de petróleo, pues las autoridades de ese país, que Washington mismo propició, terminaron practicando el juego de balancín que la tendencia a la multipolaridad hoy en día favorece: licitaron la explotación de los yacimientos y los beneficiarios de esa puja fueron sobre todo compañías rusas, chinas, británicas, francesas y hasta malayas y japonesas. La guerra, eso sí, fue muy favorable a otra de las ramas esenciales de la economía estadounidense: la industria militar, que sigue prosperando y es uno de los sostenes de la entera arquitectura de una estructura económica que los especialistas juzgan muy vulnerable en la actualidad. De hecho, el presidente Obama hizo mención, en su discurso del pasado martes, a la necesidad de recortar la sangría dineraria que supone la guerra en Irak para mejorar la situación de la economía doméstica en Estados Unidos. Cómo se compadece esto con el refuerzo de la guerra en Afganistán fogoneado por el mismo presidente, no es cosa que este se haya tomado el trabajo de precisar, como tampoco hizo notar que las fechas escogidas para el retiro de las tropas de Irak ya habían sido establecidas por su predecesor, George W. Bush, a quien elogió por haber iniciado la guerra.
¿Qué irá a pasar ahora en Irak? El Estado iraquí ha quedado convertido en una entelequia donde se agitan shiítas, sunnitas y kurdos, y donde merodean los extremistas de Al Qaeda, es cierto; pero no es improbable, como apunta Pepe Escobar, un conocido analista internacional, que en los próximos años Irak emerja como un país relativamente rico, bajo control shiíta y con buenas relaciones con Irán y el Hizbollah en el Líbano. Siempre y cuando, por supuesto, no medie algún otro conflicto, como el que los mismos Estados Unidos e Israel podrían desatar con un ataque contra Irán. Amenaza que sigue rondando en el aire.
El discurso de Obama celebrando la “retirada” de Irak estuvo dirigido esencialmente al mercado interno. Estuvo teñido de los lugares comunes a los que el público norteamericano es tan afecto y que hacen hincapié en el carácter sagrado de la misión democrática de los USA y en la limpidez de sus intenciones. Acunados por este verso el grueso de los estadounidenses sigue creyéndose que vive en la cuna de las libertades, que son un crisol de razas y mil y una otras sandeces a las que la realidad desmiente con una persistencia apabullante. Y si no pregúntenle a los hispanos de Arizona. Poco importa. El autoelogio se impone. Obama deplora las 5.000 bajas fatales sufridas por su ejército en Irak y dice, compungidamente, que “todavía no hemos visto el fin del sacrificio (norte) americano” en ese escenario. Pero no cuestiona -¡al contrario!- ni los motivos de la guerra ni se interroga sobre los cientos de miles de vidas iraquíes sacrificadas en ella.
Los datos de la realidad no terminan de penetrar en una mentalidad popular estadounidense moldeada por los medios masivos y muy influida por una leyenda histórica que tiene la garantía de credibilidad que ofrece el éxito. El triunfo es persuasivo, no importa el modo en que se lo logre. El recorrido histórico estadounidense ha sido triunfal y eso le da peso. Pero hay que atender al hecho de que el éxito de la configuración histórica de Estados Unidos como nación se sustentó en el fracaso de muchas otras. Que se basó no sólo en el desarrollo de las potencialidades propias del país sino en la explotación del mundo periférico. Rasgo este que Estados Unidos comparte con todas las potencias occidentales que desde los albores de la Edad Moderna expandieron las fórmulas del capitalismo al mundo entero. Pero ahora ya es evidente que, desde hace mucho tiempo, este modelo está chocando con los deseos que esgrimen los pueblos oprimidos por ese ordenamiento y con las razones que plantean la ecología y la vida sustentable sobre el planeta.
Para romper el hechizo que embruja a la opinión norteamericana y a muchas otras que no son tan importantes porque están demasiado lejos del centro del poder para poder influir en él de manera directa, es preciso contar con la capacidad de comunicar las ideas y con la posibilidad que esa capacidad da de regular, sistematizar y orientar la información. De momento tal contrainformación no existe en forma organizada, aunque la expansión de Internet y la proliferación de sitios alternativos la pone en el orden del día y abre un espacio que podríamos denominar anárquico, donde la uniformización del discurso que el mundo ha padecido durante tanto tiempo se está tornando paulatinamente imposible. “La astucia de la Historia” hace que el mismo capitalismo produzca el arma que puede facilitar su superación.
Esta es la lucha que podemos y debemos librar. Nadie es ajeno a ella. Y nadie puede escaparle, en la medida que todos nosotros somos el botín de esa batalla. Como cabe comprobarlo hoy mismo en Argentina. El carácter cardinal de este tema es lo que explica la feroz oposición que la ley de medios suscita en el monopolio cuya tela de araña envuelve desde hace décadas al país. La democratización genuina del campo mediático, que permita la proliferación de instancias informativas que se sustraigan al abrazo constrictor de los medios concentrados, es un dato esencial para seguir librando un combate por la verdad que no debemos perder.