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17
AGO
2010

Inseguridad, terrorismo y represión

Como una rueda de fuego que gira sobre sí misma, la modernidad plantea problemas que no se resuelven con proclamaciones tajantes ni buscando chivos expiatorios a los que atribuir todas las culpas.

La inseguridad se ha convertido en el caballito de batalla del frente opositor al actual gobierno y en el tema central de la corporación mediática. No nos interesa, sin embargo, en esta ocasión, la funcionalidad que este asunto puede revestir o no en la mecánica política dirigida a recabar dividendos electorales. Lo que nos importa es más bien concitar la atención sobre la forma en que el asunto se ha insertado en la cotidianeidad no sólo argentina sino del mundo entero. Abrir la página de un diario o sentarse frente a un televisor es zambullirse en un torrente de crímenes y delitos que parecen no dejarnos escapatoria. Las secuelas psicológicas de este estrés inyectado por vía mediática son inconmensurables y aumentan los estragos de una inseguridad que en efecto existe, de distintas maneras y en diversas gradaciones, según sea el lugar del mundo adónde se mire.

Pero, ¿qué hay en el fondo de esta maratón de atrocidades que se nos dispensa diariamente desde la televisión y la prensa? ¿Este desorden es, como se dice desde las derechas conservadoras, el resultado de un garantismo judicial inepto, que no persigue al crimen? ¿Es, como se afirma desde los cuadros de la progresía, el resultado de una miseria social que no recibe tratamiento? ¿Se trata de una crisis de los valores morales, fruto de un extravío contemporáneo que no atiende a las leyes de la naturaleza y que profundiza cada vez más un anarquismo hedonista y consumista generando necesidades ficticias que requieren ser saciadas, como afirma la Iglesia? ¿Es consecuencia de la transición a un nuevo sistema de modernidad que requiere tiempo para ser ajustado, a la manera en que se asienta un coche demasiado nuevo? Por último, ¿es un espantajo agitado por el sistema capitalista para promover leyes de excepción que permitan mantener el estatus quo en toda su injusticia?

Todas estas razones contienen una parte de la verdad si se las comprende en su conexión dialéctica. Asumidas de manera aislada, son parte del problema, pues tomadas fragmentariamente son expresivas de un desorden no solo moral sino mental, que no atina a ver cómo la combinación de todos esos motivos es necesaria no sólo para que la incomodidad cotidiana esté vigente sino para que no se pueda encontrar una salida a ella.

No hay épocas tranquilas ni seguridades permanentes. La historia es un campo de batalla. Pero lo que suministra una seguridad interna, lo que permite que cada ser humano pueda hacer su camino con relativa tranquilidad de espíritu, es la certeza que este pueda tener acerca de que su vida tiene un sentido y que, pase lo que pasare, su trascurso por el mundo no será en vano. Que estará justificado por la creencia en un orden social, sea trascendente o inmanente.

De estas certezas resta poco hoy, tras “la muerte de Dios” y de las Utopías que se pensaba podían reemplazarlo. Este es el núcleo envenenado del “fin de la historia” que proclamaba Francis Fukuyama, en el momento de la certeza triunfalista que invadió al Occidente capitalista al hundirse el comunismo. Porque sin continuidad histórica no hay vida, como no la habría si no existiese el sucederse de las generaciones.

Ahora bien, el presente contempla un esfuerzo del sistema capitalista realmente existente por petrificar el actual estado de cosas subsumiéndolo en una suerte de anarquía controlable. Esto corroboraría la opinión de que la inseguridad y el terrorismo son espantajos promovidos desde arriba, agitados para imponer medidas de vigilancia y represión que, bajo el pretexto de anticiparse a los ataques de la delincuencia, procede a exterminar objetivos a los que se cuelga ese sambenito. Estados y países son de este modo desintegrados y sacados de circulación, para de esa manera ganar unos espacios geopolíticos determinados. Asimismo, al imperialismo le importa mantener la inestabilidad en esas áreas no sólo para introducir prácticas represivas sino sobre todo para mantenerlas en un estado de convulsión permanente, que impida que se rearmen como opciones sociales y nacionales consistentes.

Todo esto hasta cierto punto es así. Pero incluso esa presunción imperial es inconducente, pues el conjunto de factores que anima a la actual situación de inestabilidad puede contener suficientes elementos letales como para hacer volar por los aires esa pretensión reguladora y sumir al mundo en un caos en el cual puede naufragar el mismo centro mundial que pretende controlar los hilos de este desorden universal.

La anarquía “controlable”

El sistema imperialista, encarnado con abrumador protagonismo por Estados Unidos, ha desencadenado una guerra –o una serie de guerras- de baja intensidad que el especialista israelí en historia militar Martin van Creveld ha definido como "conflictos que no se hacen, sino que arden lenta y prolongadamente ".(1) Está clara la asociación entre el pensamiento de Van Creveld y la posición de su país en Medio Oriente. Concebido de acuerdo a una ideología de apartheid y enclaustrado en un mundo musulmán que le es culturalmente extraño, los extremistas del sionismo que gobiernan Israel tienen que representarse su futuro como el de una fortaleza asediada, dedicada a controlar una hostilidad que saben irreductible en la medida en que ellos mismos no se modifiquen y se abran a un mundo árabe con el que hace décadas podrían haber hecho la paz e instalado un sistema de relaciones viables y de mutua conveniencia.

La exclusión del otro está, sin embargo, en la raíz del sistema endogámico que sustenta a la particularidad judía. Pero este es un tema que hace a la peculiaridad hebrea, tan rica y tan persistente a lo largo de los siglos, y cuya concreción en Estado Nación ha replanteado en términos aun más complejos a cómo lo estaba en el pasado. Pero no es este nuestro asunto, hoy, sino el problema de la inseguridad vivida como dimensión en la que nos toca instalarnos.

Resulta bastante obvio, para nosotros, que para que el mundo moderno pueda sobrevivir a su desorden debe cambiar de sistema. Es evidente que el capitalismo, tal como lo conocemos, es inepto para reformular la situación en términos racionales. Pero tampoco parece muy posible que experiencias de distinto carácter –pongamos, socialistas- vayan a tener éxito si antes no han conseguido sustentarse como entidades nacionales serias, capaces de organizarse por sí mismas y asegurar formas de vida sustentables.

El repudio al garantismo, que constituye el transfondo del pensamiento de la derecha reaccionaria, no puede llevarnos a otra cosa que a una exacerbación de las condiciones que propician la violencia. Políticas represivas como las de tolerancia cero, si no van acompañadas de la supresión de la miseria y de procedimientos que miren a proveer de certezas no sólo materiales sino existenciales, morales e ideológicas a la gente que sería objeto de ellas, no sirven de nada. Por el contrario, como ha quedado demostrado tantas veces, esas políticas actúan de tapadera, bajo la cual se acumulan vapores que en un momento dado la harán volar por los aires, liberando pulsiones cuya peligrosidad es indecible.

Desde el punto de vista del progresismo, por otra parte, hay una tendencia a analizar el problema de la inseguridad desde un punto de vista opuesto, pero también reduccionista. “¡Suprimamos la miseria y desaparecerá la inseguridad!” suele decirse. Pero no parece que ello sea tan así, o que baste con suprimir el hambre y promover la educación para que de pronto las cosas se reviertan. En Venezuela, donde Hugo Chávez proclama haber lanzado la marcha hacia el socialismo del siglo XXI y donde irrefutablemente se han realizado avances sociales de primer orden, el problema de la inseguridad no sólo está lejos de haber sido extirpado sino que parece agravarse cada día que pasa. Según manifiesta Maurice Lemoine en Le Monde diplomatique ,“en un país donde la tasa de pobreza ha venido cayendo desde el 80 % a cerca del 23 % de la población en diez años, las cifras de la delincuencia se disparan”. Caracas es la ciudad con la mayor estadística de homicidios de las Américas, después de Ciudad Juárez, en México, y de Nueva Orleans, en Estados Unidos.(2)

De modo que las explicaciones simplistas no corren. Tampoco las soluciones pretendidamente sencillas. La cuestión parece residir más bien en un deterioro creciente de las pautas culturales en las que nos movemos y en la deliberada promoción de esos procesos de decadencia de parte del aparato anónimo que dispone, con un automatismo casi robótico, la configuración del perfil de la cultura occidental y la forma en que esta se irradia al mundo.

Los espantapájaros

Es un hecho reconocible, aunque poco admitido que, una vez agotadas las contradicciones intraimperialistas tras el período de las guerras mundiales, una de las maneras con que contaba el sistema vigente para frenar el aluvión de cambios que se producía en todas partes era fabricar un enemigo al cual se le pudiera atribuir una naturaleza demoníaca y que debía aparecer vinculado a la manifestación de cualquier ensayo de modificación social que tuviera una naturaleza genuinamente popular y democrática. El mecanismo ya había funcionado en el pasado, cuando se atribuyeron simpatías hacia el Eje nazi-fascista a cuanto movimiento surgía con la pretensión de romper la sujeción colonial o semicolonial en los países dependientes. La ecuación, en los dos casos, era fácil de manipular, sobre todo teniendo en cuenta que los movimientos de liberación nacionales en general tienden a desarrollar simpatías por las fuerzas que se oponen a sus opresores o al menos a recostarse en ellas para encontrar un contrapeso que les permita disminuir la inferioridad de condiciones en que se encuentran. El viejo dicho que afirma que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo” tiene la contundencia de lo real. De modo que de culpar al nazismo se pasó a responsabilizar al comunismo; tendencia esta, por otra parte, de vieja data, pues arrancaba de los tiempos de la revolución bolchevique de 1917.

La propaganda imperial no impidió que los movimientos nacional-populares prosperasen, pero trabó su accionar y sobre todo prestó una pantalla para el intervencionismo más desenfadado de las potencias imperialistas de Occidente. En el torrente de la revolución colonial que se produjo como secuela de la segunda guerra mundial muchos de esos movimientos se articularon sin embargo de acuerdo a su propia personalidad e incluso generaron un fenómeno alternativo de identidad comunitaria que encontró su reflejo en la conferencia de Bandung, en 1955, y que se proyectó seis años más tarde en el surgimiento del Movimiento de Países No Alineados, en referencia al conflicto geoestratégico e ideológico de la Guerra Fría.

Los grandes referentes demoníacos útiles para estigmatizar a las tendencias superadoras que bullen en el Tercer Mundo y que incluso afectan a los segmentos sociales menos favorecidos del Primero, fenecieron sin embargo con la caída del bloque soviético. Hacía falta la aparición de un nuevo espantajo o de varios de ellos. El terrorismo, el narcotráfico y los Estados Delincuentes (rogue states) cobraron entonces vida. Son poco convincentes como instancias capaces de amenazar al sistema en su conjunto o de alterar el balance de poderes mundial, pero una propaganda incansable y omnipresente, sumada a la espectacularidad de algunos hechos que suelen ser consumados por los terroristas o por los narcotraficantes, se supone han de ser suficientes para mantener distraída la atención del público respecto de los problemas mayores que aquejan al mundo, permitiendo así la continuación de las acciones de policía que el Imperio aplica, en los lugares que le importan, contra los gobiernos que allí se encuentran.

Narcotráfico

Pero la opción militar es coyuntural, aunque frecuente. Lo que vale es sobre todo la persistencia de una situación de desorden permanente, que, como dijimos antes, impida la organización racional del estado de cosas en los países o en los sectores sociales que son objeto de la manipulación. Vista desde esta perspectiva la persistencia del narcotráfico deja de ser un enigma. Estados Unidos se aplica a combatirlo en los países productores de cultivos de coca, pero no vacila, a través de sus agencias de inteligencia, en fomentarlos en Afganistán en lo referido al opio, según sean sus intereses político-militares del momento.

Asimismo es conocido que, sin mercado, no hay oferta. Las sociedades desarrolladas, empezando por la norteamericana, son consumidoras insaciables de todo tipo de drogas y la fuente de divisas que alimenta al negocio. Estas se derraman a su vez por las plazas financieras reintroduciéndose, lavadas, en el circuito de la economía formal, donde son una parte sustancial de los capitales que allí se mueven y un componente necesario de aquella.

Las organizaciones dedicadas al tráfico en grandes zonas de América latina han crecido y siguen haciéndolo, pese a la parafernalia policíaca desplegada contra ellas. Pero la policía es parte del problema, pues uno de los factores más nocivos del tráfico de drogas es su capacidad de corrupción, en especial en los países que tienen una cultura primaria como consecuencia de la difusión de la miseria. ¿Cabe suponer que este mecanismo pueda ser revertido por la acción de la DEA y por la erradicación de los cultivos que consienten a grandes cantidades de campesinos efectuar ganancias que tal vez no sean importantes si se las mide a la escala del mercado global, pero que para ellos son sustanciales? ¿Se puede imaginar una mejora en esta situación sin un trastrocamiento de las pautas que rigen al Estado y la fundación de un nuevo orden social? ¿Podría sostenerse ese nuevo orden si no procede a una reeducación social que suponga la limpieza de los remanentes del viejo? En este contexto, la acción de las agencias norteamericanas destinadas en teoría a combatir el narcotráfico, ¿juega ese papel o trabaja clandestinamente para mantenerlo, en el marco de una estrategia de desestabilización permanente?

La trabazón entre narcotráfico, paramilitares, guerrilla y mafias barriales conforma una madeja inextricable, hasta el punto que en algunos lugares estas últimas se han convertido en virtuales ejércitos de ocupación de vastas áreas urbanas. Basta evocar la situación de las favelas de Río de Janeiro, lo que ocurre en muchos lugares de México o Colombia o lo actuado por el Primer Comando Capital en San Pablo, dirigido desde la cárcel y que se reveló capaz de promover un estado de subversión dentro del perímetro de la megalópolis brasileña, paralizando el transporte, copando comisarías y generando cientos de víctimas. Este organismo, lejos de haber sido domeñado, sigue actuando en el presente. Ha desplazado al Comando Vermelho, que concentraba el narcotráfico en Río, arrebatándole muchos puestos de venta en la ciudad carioca, y ha cobrado influencia, según se rumorea, en las redes mafiosas de Colombia, Paraguay y nuestro propio país, Argentina.

La degeneración del tejido social que es consecuencia de un estado de cosas de esta clase es un elemento determinante para acorralar a los gobiernos que pretendan una construcción positiva en sus países. Es necesario estar alertas al fenómeno. Si Argentina hasta hoy tiene niveles de inseguridad que no son en absoluto comparables a los casos que comentamos y si aquí el fenómeno es agigantado sobre todo para sembrar un desasosiego que apunte a restarle votos al kirchnerismo, no por esto la inseguridad no existe, ni sus consecuencias no pueden llevar a generar algo parecido a lo que ocurre en otros lugares del continente. Y conviene tener en cuenta que en ese caso la enfermedad no va a actuar sólo contra un gobierno en especial, sino contra el organismo del país todo, inficionando su tejido social y a una clase política en muchos casos afligida de una frivolidad y una cerril incompetencia que facilitaría la penetración de las bacterias.

Narcotráfico y terrorismo surgen de unas condiciones objetivas que son suelo fértil para elaborar la estrategia de la desestabilización y la desintegración del Estado. La generación de un movimiento reactivo contra este proceso resulta difícil de articular. Hasta aquí el imperialismo está triunfando en su empresa disociadora, a pesar de que deba reacomodar con cierta frecuencia sus proyecciones operativas y deambular de Irak a Afganistán, mientras se interroga sobre la viabilidad de un ataque a Irán. No tiene adversarios reales a la vista. Sus mayores peligros provienen de su propia fiebre expansiva y destructora, que en algún momento puede enredarlo en conflictos de los que le será muy difícil salir, si es que sale.

El terrorismo islámico

En el mundo musulmán las tentativas laicas de renovación que fueron una parte muy importante de la revolución anticolonialista de la segunda posguerra, pero no cuajaron por deficiencias propias o cayeron víctimas de los manejos o las agresiones del imperialismo. Sus sociedades quedaron muy heridas por el fracaso de esos movimientos de renovación y por la humillación permanente que dimanó de la instalación de un Estado judío, apoyado por Occidente, en un ángulo del mundo árabe connotado por su significación religiosa y vecino a las más portentosas vetas del petróleo. Del seno de ese mundo han brotado los exponentes más activos del fundamentalismo y del llamado terrorismo islámico.

El mecanismo que los explica está sintetizado en el párrafo anterior: la derrota de la renovación nacionalista a manos del imperialismo y el continuo fracaso en resolver la cuestión palestina, así como en aportar justicia social a un mundo señalado por brutales diferencias en el ingreso y las condiciones de vida, exacerbó una religiosidad siempre presente en el universo islamita. La religión se transformó así en un refugio o en una vía militante para resistir una invasión occidental que afectaba no sólo al universo político sino que agredía las bases culturales que sostenían la espiritualidad musulmana. Ello dio lugar al surgimiento de fuerzas u organizaciones que en un principio contaron con apoyo occidental e incluso israelí (en el caso de Hamas), pues se suponía que esos grupos ultrarreligiosos y políticamente militantes serían funcionales al principal objetivo del imperialismo: liquidar o complicar las expresiones del modernismo nacionalista y socialista que se le oponían. El experimento funcionó hasta cierto punto, pero esos movimientos fundamentalistas no tardaron en tomar el relevo, en términos mucho más duros e intransigentes, del sentimiento antioccidental que en los movimientos como el nasserismo o la OLP, se expresaban en términos de una racionalidad política que no excluía la posibilidad del diálogo con el oponente.

Pese a que la religiosidad siempre fue el núcleo del mundo musulmán, ella no excluía una prudente tolerancia. De hecho era su capacidad para recibir una variedad de influencias culturales lo que calificó a la historia del Islam. Esto cambió con el fracaso del nacionalismo árabe en enfrentarse al neocolonialismo. La emergencia de los movimientos fundamentalistas no fue sólo el fruto de un “revival” reaccionario; fue la consecuencia de una movilización desesperada a fin de resistir una derrota política y militar que parecía representar también una derrota identitaria. La visión estrecha de la ortodoxia religiosa no fue producto del delirio de unos profetas barbudos; fue más bien un movimiento reflejo de defensa cultural que se llevó cabo en la mayor parte de los casos sin que mediara decisión política alguna, como consecuencia de una presión social que brotó y brota de los sectores populares.

De este bullente caldo de cultivo ha brotado el terrorismo islámico, al que es importante distinguir del terrorismo que se difundiera en el pasado. En los atentados anarquistas del siglo XIX y en los practicados por las diversas formas de guerrilla en el siglo XX, los objetivos podían ser individuos a los que se entendía castigar por el rol que desempeñaban en uno u otro sentido. Monarcas, políticos, sindicalistas o miembros de organizaciones militantes a las que se entendía amedrentar para ganarles la calle eran los objetivos corrientes de este tipo de operaciones, de las que excluimos las acciones militares propiamente dichas, practicadas por unidades irregulares pero que pretendían organizarse como un Estado paralelo.

De las fuentes del fundamentalismo islámico ha surgido hoy, sin embargo, un fenómeno distinto, que no se preocupa de ejercer la violencia como medio de publicitarse y tener acceso a la opinión pública mundial para ventilar ante ella determinados mensajes y noticias. Más bien al contrario; de lo que parece tratarse ahora es de conseguir efectos que repercutan en la economía y rompan el sensible tejido psíquico de una sociedad moderna hipercomunicada y donde las ondas de choque se transmiten de un punto a otro del globo en cuestión de segundos. ¿Quién puede dudar de que las imágenes de las torres gemelas embestidas por aviones de pasajeros han quedado grabadas en la mente de todos los habitantes del mundo y se cargan ya de una significación emblemática del nuevo siglo?

Esos ataques no pretenden causar daños masivos en las infraestructuras de los países atacados, en sus fábricas o en sus naves de guerra; buscan vulnerar la seguridad en que hasta ahora se han envuelto los habitantes del Primer Mundo. De alguna manera implican la retorsión del terrorismo de Estado practicado fríamente por las grandes potencias contra las débiles con el fin de difundir en estas “shock and awe” (conmoción y espanto) a fin de debilitar su capacidad de resistencia psicológica. Y son también la imagen especular, a escala de bolsillo, de bombardeos como los de Hamburgo, Dresde, Hiroshima o Nagasaki, que no se proponían objetivo militar alguno sino la masacre de la población civil para reducirla a un estado de atonía y pánico que desarmase cualquier veleidad de resistencia.

Todo esto no augura perspectivas apacibles para el futuro. La inseguridad como palabra clave del léxico sociológico moderno tiene un largo camino ante sí. No hay forma cierta de combatirla. No es posible defenderse de ella negándola ni intentando exterminar una procesión de chivos expiatorios que se sucederán unos a otros sin que la inseguridad cese. La única forma de batirnos contra ella, como decíamos más arriba, es esforzándonos por imprimirle un sentido a los acontecimientos que corren; a la política que debe hacer presa sobre las cosas; a la forma en que en esos datos ser vierten en el mundo de la comunicación. A la Historia, en una palabra.

 

1) Martin van Creveld: Die Zukunft des Krieges, citado por Herfried Münkler en Viejas y Nuevas Guerras, Siglo XXI, Madrid, 2005.

2) Maurice Lemoine: ¿Arde Caracas?, en Le Monde diplomatique de agosto 2010.

 

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