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09
AGO
2010

Mentiras de ayer y de hoy

Napoleón hablaba de la niebla de la guerra. Hoy se podría hablar de la niebla de mentiras que envuelve al campo de batalla universal.

El 6 de este mes se cumplió otro aniversario del bombardeo atómico de Hiroshima. En esta ocasión, por primera vez, un embajador norteamericano asistió al acto de homenaje a las víctimas. Hasta hoy, sin embargo, el gobierno de Estados Unidos se ha abstenido de formular ningún pedido de perdón por lo sucedido aquel día, la detonación de una bomba que mató instantáneamente a 100 mil japoneses, a los que vendrían a sumarse tres días después, otros 80.000 que fueron incinerados por la segunda bomba, arrojada sobre Nagasaki.

No es novedad este silencio. Hasta el momento, aun en este tiempo tan pródigo en pedidos de excusas que a veces rozan el ridículo si se los ve con los ojos de la Historia, ningún arrepentimiento ha sobrecogido a las autoridades de Gran Bretaña y Estados Unidos en lo referido a los llamados bombardeos “estratégicos” sobre Alemania, Japón y, en menor medida, también Italia, durante la segunda guerra mundial. Fenómeno singular este, toda vez que hasta la Iglesia católica se siente en el deber de pedir excusas por las barbaridades cometidas por la Inquisición.

Todo permite suponer que las potencias “democráticas” entienden que no necesitan pedirlas. Desde luego, los pretextos para no hacerlo no les faltan: que los otros habían empezado primero, que Guernica, que los bombardeos a Londres y otras ciudades europeas, que los crímenes nazis en Rusia y que el Holocausto, etcétera, etcétera. Está bien, son hechos muy ciertos y atroces, en especial el exterminio de la población judía y los horripilantes procesos de limpieza étnica llevados a cabo por los alemanes en la Europa eslava para ganar lo que los geopolíticos nazis llamaban el Lebensraum o espacio vital.

Pero estas atrocidades no significan que se deban excusar las cometidas por sus adversarios ni que estos, por haber salido vencedores en la guerra, puedan pasar un borrador sobre sus actividades pasadas. En particular si se toman en cuenta que las brutalidades que se efectuaron contra las poblaciones civiles de los países del Eje no estaban motivadas por un impulso retributivo sino más bien por el desarrollo y perfeccionamiento de tácticas dirigidas a aterrorizar a la población civil, pensadas desde antes de la guerra por todos los Estados Mayores y que, en manos del bando victorioso, alcanzaron una escala que decuplicó o centuplicó a la que pudieron llegar a aplicar sus enemigos.

Lo que hace particularmente repugnante esta aritmética en torno de la culpa o de la elevación moral de los verdugos es el peso de las mentiras en que se fundan las ecuaciones. Mentiras frente a las que hay que estar alertas hoy, pues se siguen reproduciendo, en escenarios diferentes y frente a adversarios distintos.

En el caso del bombardeo atómico tanto los portavoces oficiales del establishment como la folletería propagandística disimulada como productos de entretenimiento que suministran el cine y la TV, machacan en todos los tonos sobre el carácter irreductible de la resistencia japonesa y la necesidad que había de apelar a algún expediente terrible para persuadir a los dirigentes de Tokio a cesar con la lucha, ahorrando así cientos de miles de vidas aliadas y quizá millones de japonesas.

Esta es una mentira de tomo y lomo. La capacidad de resistir de Japón ya estaba quebrada. Desde 1943 –es decir, dos años antes del fin de la guerra- el Mikado estaba realizando aperturas en busca de un arreglo con EE.UU., aperturas que nunca tuvieron respuesta, y en Mayo de 1945 un cable del embajador alemán en Tokio interceptado por las escuchas norteamericanas señalaba que Japón quería la paz aunque hubiera de hacerla en durísimas condiciones. También había noticias de las gestiones que los japoneses estaban efectuando en Moscú para que la Unión Soviética mediase para conseguir el fin de las hostilidades. Un informe del Comando Estratégico de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, emitido con carácter reservado en 1946, aseguró que, en base a una investigación exhaustiva de los hechos y de los testimonios de los líderes japoneses sobrevivientes, “el Japón se habría rendido aunque las bombas atómicas no se hubiesen arrojado, aunque la Unión Soviética no hubiese intervenido y aunque no se hubiese realizado o planeado ninguna invasión”. La interdicción aérea y submarina del archipiélago nipón era completa y el derrumbe era sólo cuestión de tiempo.

Pero las autoridades en Washington no estaban interesadas en este tipo de certezas. Lo que las preocupaba eran primordialmente otras dos cosas:

a) Probar un arma en cuyo desarrollo se había invertido un capital descomunal y que estaba destinada a asegurar la primacía estadounidense en los años venideros. Por ello la Fuerza Aérea se abstuvo de bombardear las ciudades que serían el blanco del ataque. Mientras la práctica totalidad de las grandes urbes japonesas habían sido devastadas por bombardeos realizados con bombas convencionales, tanto incendiarias como explosivas, Hiroshima y Nagasaki fueron preservadas para comprobar la plena potencia destructiva de la bomba en un objetivo intacto.

b) Acelerar el curso de los hechos para adelantarse a la intervención soviética en la guerra del Pacífico e impedir así que los rusos pudieran postularse con títulos de guerra suficientes como para reclamar un puesto preeminente en el reordenamiento asiático a punto de sobrevenir.

Nada de esto es un secreto. Hay documentos y memorias que así lo testimonian. El secretario de Defensa, Henry Stimson, contó que el presidente Truman temía que la Fuerza Aérea pudiera bombardear al Japón hasta tal punto que “la nueva arma no alcanzase a demostrar su fuerza”. Los colegas de Stimson en el área del Departamento de Estado, por su lado, también estaban ansiosos por “intimidar a los rusos con la bomba exhibiéndola ostentosamente en la cadera”… Como el cowboy con un revólver en su funda.

Los mecanismos de la mentira con que se intenta disimular estos datos se basan fundamentalmente en el ocultamiento sistemático de este tipo de hechos y en el machaconeo mecánico en torno de la justicia de la causa aliada. Pero esos mecanismos no están referidos sólo al pasado sino que tienen plena y peligrosísima vigencia también en lo referido al presente. La prensa y los medios masivos de comunicación, así como el cine, tienen un papel central en este escamoteo de la realidad. Es preciso, una y otra vez, fabricar un espantajo, un cuco al que es preciso “neutralizar” antes de que haga daño. En la jerga, en el neo lenguaje que se especializa en vaciar de contenido a las palabras, “neutralizar” en este caso quiere decir suprimir, lisa y llanamente. El hombre de paja número uno por estos días es Mahmud Ahmadinejad, y por su intermedio su país. Se lo acusa, a él y a su régimen, de querer dotar a Irán de armamento nuclear. La prensa “olvida” señalar que la Comunidad de Inteligencia norteamericana señaló hace poco que la amenaza que representa Irán en ese plano es irrelevante. Y asimismo descuida apuntar que el único país del Medio Oriente que posee una cantidad indeterminada de cabezas nucleares (se calcula que unas 300) es Israel. Mientras pasa también por alto la existencia del club atómico de grandes potencias, cuyo poder de fuego es capaz de destruir varias veces la tierra.

De lo que se trata, como bien se sabe a poco que se informe uno y reflexione algo sobre el asunto, es que el club de las potencias imperialistas que pretende hegemonizar el mundo se ha propuesto destruir todas las resistencias locales que puedan amenazar a dicho proyecto. Irán, poseedor de cuantiosas riquezas petroleras y situado geoestratégicamente en el área que podría ser definida como el pivote del mundo, en la cual con gran probabilidad habrá de dirimirse la supremacía global durante el presente siglo; Irán, decimos, está gobernado por un poder que pretende regirse con autonomía y erigirse asimismo en un referente principal para el mundo islámico. Es por lo tanto un objetivo de primer nivel, en especial si se consigue aislarlo del eventual respaldo que podrían darle Rusia y China, los factores de poder que pueden llegar a constituirse en un contrapeso del bloque anglosajón hegemónico.

Cualquier mentira, cualquier instancia conflictiva que permita poner a la república islámica contra la pared será bienvenida, por lo tanto. Hay que reconocer que, lamentablemente, los mandantes de Teherán no dejan de poner su granito de arena al usar un lenguaje muy poco diplomático o al menos al no cuidar las formas cuando esos exabruptos estallan, procediendo a corregirlos, desmentirlos o matizándolos según los casos. Aunque tampoco está claro si estas declaraciones no son deformadas o incluso si las eventuales informaciones complementarias que puedan fluir de Irán encuentren un cauce en la prensa de Occidente.

Las amenazas contra Irán de parte de Washington, Tel Aviv y Londres se suceden. Las sanciones dispuestas por el consejo de Seguridad de la ONU, con apoyo ruso y chino, agravan la tensión. En este cuadro las mentiras proferidas -¡a 65 años de producido el asesinato en masa de Hiroshima y Nagasaki!- cobran una densidad siniestra. No podemos olvidar la imagen de Colin Powell blandiendo una minúscula pieza mecánica ante el Consejo de Seguridad para “probar” la posesión por Irak de armas de destrucción masiva, prólogo del ataque del 2003.

Los elementos de la mentira suelen ser ridículamente endebles. Lo que les da peso es la masividad con que se difunden y la forma unívoca en que en el fondo se los interpreta desde unos medios de comunicación monopolizados por el sistema de concentración capitalista y orientados por políticas de inteligencia que atienden con sumo cuidado a las coordenadas generales que debe tener la información. Se puede disentir, se pueden elaborar informes que vayan contra la corriente, pero estos últimos son moscas blancas en el torrente de noticias y comentarios que van en el sentido que deben tener las cosas para el sistema vigente. La masa del público es aturdida o persuadida por esta vegetación selvática que todo lo invade y todo lo sofoca. Hace falta un intelecto muy alerta y una percepción crítica a toda prueba para resistir el alud.

Elaborarlos no es una empresa titánica, sin embargo. Es un esfuerzo de todos los días que apunte a complejizar las imágenes aproblemáticas y en blanco y negro que ofrece el discurso del Imperio en su multiplicidad de variantes. Es un desafío, pero no un desafío inabordable. Es también lo mejor que se puede hacer para servir a una memoria activa, haciendo de la historia no un balde lleno de hojarasca inutilizable, sino una fuente de inspiración para preparar el futuro.

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