“Cada vez que un noviembre húmedo y lluvioso se posa en mi alma…” dice Ismael, el héroe de Herman Melville en Moby Dick, “el mejor remedio para mi melancolía es tomar un barco y hacerme a la mar”. Nosotros no estamos en noviembre ni tenemos mar ni navío para darnos al largo, pero sí contamos con un agosto equivalente a un noviembre nórdico y con algunos sucedáneos con los que reemplazar –algo pobremente, es verdad- al mar. Entonces, cuando la realidad circundante nos abruma con la reiteración de un estatus quo en el cual menudean la agresividad, el sin sentido y la explotación de los más débiles, cuando la política es un circo y los discursos agigantan cuestiones de relieve menor en relación a los problemas que deberían importar prioritariamente, la memoria de tiempos pasados y de lugares y aficiones que uno nutría por entonces pueden actuar como paliativos. Así, de pronto, en las charlas que se enhebran con amigos veteranos como uno empiezan a saltar nombres: para el caso que nos va a ocupar hoy, los de las salas de cine de la Córdoba de fines de los años ’50. Esas marquesinas ya han sido borradas de las carteleras y hasta extinguidas físicamente con los edificios que las albergaran. El cine Opera, el viejo Cervantes, el viejo cine Monumental, la bella sala del General Paz –con su techo corredizo-, el Capitol y el Mundial, por ejemplo. De ellos el que me suscita una memoria más viva y pintoresca es el último, tanto por el tenor de las películas que allí se pasaban como por la entidad digamos… social, que revestía. Era una sala que no tenía siquiera el relente de un pasado esplendor, como lo era la del Novedades, con sus palcos salpicados de un desteñido dorado: se limitaba a ser un sucucho, que no merecía tal vez el apelativo de pocilga, pero que para los estándares de la época no estaba muy lejos de serlo. Era fama (seguramente inventada) que los “neros” se tiraban las alpargatas por debajo de la cortina que daba acceso a la sala, pues no se permitía entrar descalzo a ella.
El caso es que en ese lugar –situado a media cuadra de la Plaza San Martín, donde después funcionó el Banade- se brindaban unas programaciones de acción que eran realmente de órdago. Tres películas en continuado, westerns, bélicas, policiales; norteamericanas todas ellas y pertenecientes, por lo general al género “B”. Que, como se sabe, fue uno de los géneros más fructíferos de Hollywood, en la medida que se trataba de películas de bajo presupuesto y en las cuales, por lo tanto, los directores contaban con una libertad de acción que los sellos restringían en grado sumo cuando se trataba de las grandes producciones.
Allí vimos, según recuerdo, filmes tan estupendos como Murieron con las botas puestas, Alma negra y Aventuras en Birmania, de Raoul Walsh; Gun Crazy, de Joseph L. Lewis; El bombardero heroico, de Howard Hawks, La Mujer del Cuadro, de Fritz Lang; Fuerza bruta, de Jules Dassin; Soy un fugitivo, de Mervyn Le Roy; La escalera de caracol y Los asesinos, Robert Siodmak; El Capitán Blood y El Halcón de los Mares, ambas de Michael Curtiz; Union Pacific, de Cecil B. de Mille… Y muchas más. Citamos sin orden ni concierto, sin atarnos a una cronología estricta y tal vez incluyendo a filmes que vimos en otras salas como complementos de la película principal. Todas las películas eran de los años ’40 o incluso de los ’30, pues en el Mundial solían recalar películas recicladas o que tenían sus derechos a punto de expirar y ser retiradas de circulación.
Hasta hace poco pretender rever estos filmes era una empresa imposible sin vivir en una ciudad provista de una gran cinemateca. Hoy, con el auge de Internet y la difusión del DVD, es factible encontrarlos en algunos videoclubes, pero, sobre todo, es posible bajarlos directamente del cielo cibernético a la propia computadora. Fue así que por estos días pude revisitar Union Pacific, de De Mille, filme rodado en 1939.
No es, apresurémonos a aclararlo, una película de la serie B. Por el contrario, es un filme de gran presupuesto, como correspondía a la envergadura de quien era un reputadísimo director en su época y a quien se debieron, junto a un innegable aporte al acuñamiento del lenguaje cinematográfico, gran parte de los tics y del gigantismo acartonado que se convirtieron en la marca de fábrica de Hollywood. Pero Union Pacific, compartiendo muchos de estos rasgos, los eleva al rango de arquetipos y elabora además un compendio de los tópicos de la épica norteamericana que no desmerece –en clave mucho más ampulosa, por supuesto- a algunas de las películas del mejor Ford.
Union Pacific fue rodada a principios de 1939. Aparte de sus méritos intrínsecos, a los que nos referiremos luego, tiene el récord de haber concurrido a la primera y frustrada edición del Festival de Cannes. Creado para hacerle la competencia al festival de Venecia, prohijado por la Italia fascista, el certamen francés debía inaugurarse el 1 de Septiembre de 1939. El mismo día en que los tanques alemanes cruzaron el confín polaco y comenzó la segunda guerra mundial. El certamen terminó sin haberse iniciado y la película de De Mille volvió a cruzar el Atlántico sin ser estrenada ante el público europeo. Como dato jugoso conviene añadir que, hace unos pocos años, la administración del Festival decidió conferir a la vieja película de De Mille la Palma de Oro que debió entregarse en aquel año fatídico.
Ello implicó un reconocimiento merecido. Porque poco se advierte aquí del reaccionarismo ideológico que se le achacó al director y en cambio resaltan sus cualidades como realizador, su habilidad en el manejo de la cámara y en el desplazamiento de las masas de extras, el gigantismo de las secuencias que exaltan al ferrocarril y a la máquina, mechadas con toques de humor a cargo de esos inefables actores secundarios que constituyeron uno de los antídotos al insoportable puritanismo de los estereotipos heroicos del cine norteamericano de aquellos tiempos. Unas escenografías barrocas que reproducen la cargazón de los saloons del viejo Oeste; y también las planicies abiertas y los cielos nubosos, proporcionan el marco donde se verifican las andanzas de unos personajes por todos conocidos: el bueno, el malo, el descarriado, la chica desenvuelta y a veces arisca que es codiciada por dos amigos-enemigos, los indios y el tumulto de las peleas en los bares, los descarrilamientos y los enfrentamientos con los salvajes en la llanura.
El núcleo de la historia es la convergencia de dos líneas ferroviarias –la del Union Pacific y la del Central Pacific- que corren a encontrarse en Ogden, Utah, completando así la unión del continente y conectando al Atlántico con el Pacífico. El proyecto cinematográfico debe haber sido prohijado por los directivos de la primera de esas empresas, pues se la presenta como la que sufre las emboscadas y las demoras fomentadas por su adversaria para impedirle arribar primero al punto de coincidencia de las vías férreas: quien llegara antes recibiría una gran compensación en metálico. Pero esto no importa mucho; la veracidad de los hechos históricos puntuales nunca ha significado demasiado para los forjadores de la epopeya del Oeste (ni de ninguna otra epopeya, por otra parte); lo que cuenta es la persuasión que esta ejerce sobre el público. O, como dijera John Ford, “cuando tengo que escoger entre la realidad y la leyenda, elijo la leyenda”.
No es esta una premisa recomendable para hacerse una idea respecto de cómo son las cosas, pero hay que reconocer que puede ilustrar, al observador que consiga conservar su cabeza fría pasado el primer entusiasmo, acerca de los climas que han rodeado a un determinado período histórico y sobre las formas en que este ha adornado asuntos que hacían a la configuración de la representación que una cultura se hace de sí misma.
En este orden cosas Union Pacific es una enciclopedia de la aventura de la frontera en los Estados Unidos apenas salidos de la guerra civil y de sus mitos. El dato verista que subsiste más allá de los elementos legendarios que allí rondan es el voluntarismo de la clase política de la época y su imbricación en el espíritu de un capitalismo burgués libre de trabas y orientado a conformar una nación provista de un gran futuro. Que el apetito económico estuviera en el meollo de ese dinamismo no era dudoso, pero tampoco lo era que tal empuje se nutría de una ambición que excedía la mera especulación crematística: había una voluntad de poder cuya brutalidad se redimía en el exceso.
¿Se redimía? Pues sí, porqué no. Si se compara la energía de los aventureros que acumularon la fortuna norteamericana con la bestialidad no menos desaforada de los comerciantes del puerto de Buenos Aires, entongados con el capital británico, que aplastaron las resistencias interiores y llevaron adelante el exterminio del Paraguay para seguir haciendo negocios con la City de Londres en aras de un proyecto mezquino de país, la duda no cabe. Los yanquis lo hicieron infinitamente mejor.
La historia está sembrada de experimentos fallidos y de desviaciones que torcieron proyectos originalmente generosos llevándolos a callejones sin salida –el programa bolchevique incurable y atrozmente desfigurado por el estalinismo en Rusia, por ejemplo-, pero no cabe en esos casos dudar de la magnitud de la apuesta ni de la generosidad original del propósito.
Los filmes de mero entretenimiento, o de propaganda incluso, cuando surgen o se dirigen hacia una realidad social signada por una inquietud de progreso, de ascenso y de justicia social, suelen ir más allá, sin proponérselo, de los límites que podían haberse planteado los responsables de su factura. En este sentido, esta rememoración de una película de un arte popular que podría parecer demodé, no deja de guardar enseñanzas, como las atesoran El Acorazado Potemkin o La Epopeya de los Años de Fuego, de Eisenstein y de Dovcenko-Solnítseva, respectivamente.
El viejo cine de serie B norteamericano, que se exhibía en las salas a las que hacíamos mención al principio, solía estar provisto de una concisión expresiva que se unía a una gran seguridad técnica. El blanco y negro de la fotografía contribuía a esa estrictez austera. Estos atributos se echan de menos hoy, a pesar de la parafernalia informática y de los efectos computarizados que han invadido al cine y que, precisamente, conspiran, por su misma riqueza y superabundancia, contra la obtención de una forma que pudiéramos llamar clásica. ¿Hemos ingresado a un período de fluidez lingüística torrencial característico de la expresividad romántica? ¿O bien nos hemos sumido en un hervidero de retórica que utiliza la velocidad informática para sobrevolar no sólo el meollo de las cosas sino también su forma, atendiendo a que es casi imposible fijar la vista en un objeto, de lo rápido que pasa ante los ojos y del vértigo con el que se confunde y en el que se consume?
Son asuntos interesantes, que podrían atraer a los jóvenes críticos. Si no para retrotraerse a lo que ya fue, sí para establecer cotejos y sobre todo para cobrar conciencia de que aturdir no es necesario para atrapar al público; al cual, por el contrario, habría que empezar por suministrarle un lastre conceptual y unas estructuras formales reconocibles, a fin de que pueda pararse por sí mismo y disfrutar de las imágenes sin perder el sentido del relato y sin emborracharse o drogarse con ellas.