La crisis griega, mutada rápidamente en una crisis general de la Unión Europea (si no por su contagio sí por las medidas adoptadas para prevenir ese contagio), ha puesto una vez más al mundo capitalista de cabeza. El fantasma de la Depresión tan negada le sigue haciendo muecas a la cara. Pero, como siempre ha ocurrido, a los gurús del mundo financiero y a los organismos económicos internacionales esos sucesos no los conmueven en sus convicciones bien arraigadas: el mercado debe seguir siendo el regulador espontáneo de los flujos económicos y el único intervencionismo que cabe adoptar es el que apunte a reforzar las tendencias ya vigentes. La consecuencia: un accionar gubernativo dirigido a recortar los salarios, los gastos sociales y las jubilaciones, a desalentar la obra pública y a restringir el crédito, promoviendo el desempleo y fortaleciendo a los gigantes de la concentración bancaria, primeros responsables del desencadenamiento de la crisis.
Nada, como no sea una convulsión social que ponga al sistema en un borde crítico, activará las alarmas que podrían inducirlos a cambiar el rumbo. Algo de eso se vio en algunos países de Latinoamérica, al comenzar el presente siglo, pero, aparentemente, esa lección ha sido echada en saco roto.
Si no estuviéramos bien anoticiados acerca de cuáles son los rasgos que distinguen al sistema dominante a nivel global, sería impresionante ver como los exponentes de la “izquierda” metropolitana adoptan las políticas más drásticas del conservadurismo radical para hacer frente a la crisis. La imagen de José Luis Zapatero en España sería patética si no resultara indignante: el jefe “socialista” del gobierno español impone un ajuste feroz al mundo del trabajo, quejándose de la falta de colaboración del derechista Partido Popular, que a su vez vota en contra del ajuste porque aduce que debería habérselo efectuado mucho antes… como su propia plataforma lo había aconsejado y lo sigue aconsejando.
Lo payasesco de la situación, la deplorable entidad ideológica y personal de los protagonistas políticos del pleito, no deben sin embargo hacernos apartar la mirada de las vertientes críticas del estado de cosas ni de como este tiende a consolidarse abroquelándose en un círculo interno que aplica de manera cada vez más deshumanizada las variantes administrativas del neoliberalismo. La dirigencia política de la época del Estado Nación ha desaparecido; en su lugar, aflora una nueva élite gubernamental caracterizada por su asimilación al “mundo global”. Este proceso implica una inevitable pérdida de identidad, lo que a su vez precipita una peligrosísima separación de esos burócratas del mundo de la realidad.
Con tono elogioso Zbigwiew Brzezinski define a esta nueva élite describiéndola como dotada de perspectivas universales y lealtades transnacionales. El geopolítico norteamericano se identifica, sin embargo, con su propio centro nacional, Estados Unidos, al que los que adjudica la misión de conducir al planeta hacia un ordenamiento global cuyos mediadores serían precisamente los miembros de esa élite de nacionalidad indiferenciada.
Los atildados zombies del desgobierno global
El más importante planificador de la política exterior de USA en las últimas décadas no vacila en suministrarnos un panorama del mundo en el cual Washington es ya, según él, la nueva Roma. Particularmente interesante es la forma en que describe los rasgos que definen al nuevo funcionariado universal: elevada movilidad, estilo de vida cosmopolita y un compromiso primario con la organización para la cual trabajan, que suele ser una empresa o corporación financiera transnacional. Su idioma puente es el inglés y tienen hechos cursos de posgrado en alguna de las principales universidades estadounidenses. Brzezinski estima que no falta mucho para que esas prácticas sean emuladas por sociedades hasta hace poco tan aisladas –según él- como Rusia y China.(1)
Nunca como ahora, estima el teorizador norteamericano, en una ciudad se habían concentrado en unos pocos kilómetros cuadrados los emblemas del poder que mueve al mundo. Ni siquiera en la Roma Imperial. La Washington moderna distribuye, en un recorrido que casi puede hacerse a pie, a todos los organismos sobre los que pretendería asentarse el gobierno mundial: el Capitolio, la Casa Blanca, el Pentágono, la sede del FMI, la CIA y hasta la de la pobrecita OEA. Pero, a ejemplo de lo que pasa con esta última, si la aquiescencia al liderazgo norteamericano se desvanece, la validez universal del diktat que se emite desde esos lugares podría tornarse problemática…
La tendencia a pensar el mundo desde una altura olímpica se ve en efecto contrariada por la potencialidad catastrófica que la actual situación inviste. Hasta aquí los controles mediáticos, pieza fundamental para mantener constreñido o distraído el descontento, han funcionado con siniestra eficacia, pero en algún momento la magnitud de las contradicciones globales pueden explotar en una deflagración o serie de deflagraciones que deje chiquitas a las que hoy salpican la tierra.
¿Estará la flamante élite global en condiciones de afrontar un sacudimiento de grandes proporciones? ¿La crisis actual conducirá a un reforzamiento o a un debilitamiento del poder de la tríada conformada por Estados Unidos, Europa y Japón? Difícil, si se revela como hoy incapaz de prevenirla. Las grandes tensiones ponen a prueba la estabilidad del sistema y si la burocracia internacional tuviera buen sentido debería estar pensando en modificar en profundidad las coordenadas por las que se gobierna. Pero para que este desarrollo fuera posible (ha habido oportunidades en que ello ha sucedido) sería preciso que esa “élite”, como la denomina Brzezinski, estuviera dotada de atributos de carácter muy diferentes a los que ostenta. En la era del capitalismo senil la fatiga biológica alcanza al corazón del sistema. Los exponentes de la burocracia internacional que maneja los hilos del aparato del poder carecen de los reflejos que existían al menos en algunos sectores de la clase dirigente en la época del New Deal. No es que por entonces el panorama internacional estuviera habitado por genios, precisamente; si hubiera sido así no se habría arribado al Apocalipsis de la segunda guerra mundial. Pero había en ese momento –y en los años inmediatamente posteriores a la conflagración- percepciones agudas de los daños que podía acarrear el dejar que la economía siguiera librada a sí misma. La plantilla de intelectuales que rodeaban a Roosevelt, por ejemplo; o figuras como De Gaulle en Francia, o los laboristas de Gran Bretaña, que fueron lo suficientemente astutos para largar el lastre que significaba el Imperio en su vieja configuración territorial, resultaron determinantes para que el mundo transitase sobre un andarivel peligroso pero estable durante 40 años por lo menos. Los frentes económico, militar y político recibían gran atención de parte de la dirigencia de las grandes potencias, que tomaba en cuenta la presencia del bloque soviético, una alternativa al modelo capitalista que en ese momento concitaba esperanzas en muchos lugares del mundo y que, como contrapartida, producía un saludable terror entre los partidarios del estatus quo.
Este estar en forma, esta relativa flexibilidad para tomar decisiones que requerían de cierta audacia, de parte de la dirigencia capitalista, se ha ido perdiendo gradualmente. Primero a un ritmo relativamente lento, a medida que el bloque soviético iba revelando su progresiva paralización, y luego en forma vertiginosa, cuando el socialismo “realmente existente” se hundió sobre sí mismo. Los peores rasgos del imperialismo capitalista afloraron entonces en forma desvergonzada. Las directivas del “consenso de Washington”, dirigidas a destruir la entidad estatal de los países periféricos, a ahogar las ideologías de cambio en un océano de desinformación cuidadosamente planificada y a alentar la despersonalización de la política tuvieron buen éxito. El mundo de hoy es un caos; pero el oscurecimiento informativo por la saturación y la desjerarquización de las noticias que los medios aportan, permiten postergar el estallido, convirtiéndolo en una serie de detonaciones en menor escala. Estas siembran el hambre, la muerte y la incertidumbre, extensivas en una forma apenas más sutil a las zonas donde, si no hay conflictos bélicos, existe en cambio una guerra doméstica contra los más pobres que incrementa el número de los excluidos del sistema y precariza el empleo, con la procesión de secuelas psicológicas, físicas y sociales que tal situación implica. Y con el agravante de que a veces los portavoces del sistema achacan a las víctimas de este la culpa de lo que les está pasando. “Les falta iniciativa (self-starting spirit), carecen de capacidad de sacrificio”, dicen, añadiendo así el insulto al crimen.
La élite que tanto place a Brzezinski no está en condiciones de resolver el intríngulis moderno o de darle al menos una vía de escape. Lo cual no quita que pueda profundizarlo y complicarlo aun más. De hecho, el actual momento mundial está pensado, desde el centro del universo global, en términos de fuerza bruta. Los agentes de la crisis (las potencias noratlánticas y su socio israelí) intervienen con desvergüenza en las zonas claves a través de operaciones directas o por medio de la guerra secreta que se instrumenta con los servicios especiales y los mercenarios de las empresas “contratistas”, exponentes de una privatización del oficio de las armas que casa bien con los postulados de la sociedad de mercado…
Lo que se procura es, con toda evidencia, prolongar el juego, no terminarlo. George W. Bush lo dijo con todas las letras: tenemos ante nosotros “una guerra infinita”. La que favorecerá al complejo militar-industrial y, sobre todo, la que permitirá pisar la cabeza a quienquiera pretenda alzarla contra el estado de cosas, sea internacional o doméstico.
Interrogantes sin respuesta
Las grandes incógnitas pasan por saber si las potencias emergentes (China, Rusia, quizá Brasil o la India) se mantendrán como meras espectadoras de una situación que, en la medida que el apetito evidenciado por el imperialismo se revela incontinente, las amenaza también a ellas. También pasa por averiguar si los países del Tercer Mundo pueden escapar a su letargo y pueden acceder a un nivel de insurrección social de naturaleza constructiva, de la misma forma en que fueron capaces de hacerlo después de la segunda guerra mundial.(2)
La respuesta a esas preguntas es imposible. Depende de la marcha de los sucesos y en buena medida de la inteligencia o la estupidez de las “élites” dominantes a las que nos estamos refiriendo. Creemos que el segundo de esos rasgos es, por mucho, el más fuerte. Para muestra basta un botón. El presidente Obama, preguntado de por qué el gobierno norteamericano se había revelado tan inoperante frente al accidente de la plataforma de la British Petroleum que amenaza al entero ecosistema del Golfo de México, no encontró otra contestación que decir que estaba “buscando un culo al que patear” por el desastre acaecido. Atilio Borón, con muy buen criterio, señaló que el mandatario norteamericano hubiera podido encargarle a su esposa Michelle ese procedimiento, con especial recomendación de que se lo aplique a él mismo. Y, en efecto, la lenidad con los gobernantes y los entes de regulación estatales actúan en todo el mundo respecto a los emprendimientos industriales y las políticas de “cielos abiertos” que se han adoptado en lo referido a la economía, están indicando que los dirigentes no dirigen nada y se limitan a cumplir con los postulados de unas normas que se dictan por sí solas, conforme a los requerimientos de un capitalismo que gira incansablemente sobre sí mismo y al que la ecología y el desarrollo racional le importan un bledo.
Para enmendar esta situación haría falta una clase dirigente conectada a las cosas, que propugne la renovación o más bien el reemplazo de un sistema tambaleante. En vez de esto tenemos individuos al estilo de Felipe González o Javier Solana, discretos y hábiles operadores para pasar de un extremo a otro del espectro político y para terminar defendiendo, bajo el palio de la legalidad jurídica, políticas que están en directa contradicción a las ideas que nutrieron al principio de sus carreras. De esta clase de oportunistas no hay que esperar nada. Se rindieron al dogma neoliberal con armas y bagajes tiempo atrás y con ellos rindieron a las organizaciones partidarias de una socialdemocracia que sólo se diferencia del conservadurismo por un barniz progresista que hace hincapié en cuestiones meritorias, pero marginales, que en el fondo no alteran a nadie, como el aborto, el feminismo y los derechos de los homosexuales. Sólo la aparición de nuevas camadas de conductores podría resolver esta carencia dirigencial. Pero esas camadas a su vez surgen únicamente a partir de requerimientos específicos que se formulan desde sectores sociales en ascenso y que aspiran a reemplazar a un sistema perimido por otro más acorde con sus intereses y provisto de una mayor eficacia para servir al interés general.
Los ciclos de la Historia son difíciles de encerrar en un esquema. El presente es cada vez más insoportable y peligroso. La posibilidad de salir de él enganchando una corriente de aire ascendente está supeditada a eventualidades que no se pueden prever, pero a las que es preciso suscitar y trabajar. Samir Amin estima que el siglo XX contempló la primera ola del avance de las luchas de emancipación de los trabajadores y los pueblos, dividiendo esos combates en flujos y reflujos.(3) Lo cual supone que a cada repliegue de la marea sucederá un retorno aun más fuerte de esta. En la estela de la evaluación de Gramsci sobre las etapas de la hegemonía burguesa, Amin considera que el capitalismo financiero que hegemonizó la economía global en los últimos 30 años está agotado y que por consecuencia se abre un espacio para la reconstrucción del socialismo.
El retorno de la marea, sin embargo, requerirá de un canal para que su fuerza se dirija a abrir brecha y no se disperse contra los escollos. Ese canal serán los pueblos, los bloques regionales y los segmentos sociales que quieren escapar a la situación de apartheid a la que se ven reducidos. Para esto tienen que contar mucho para el sistema de producción y deberán estar más o menos conscientes de que el modelo global procura su aniquilación. De esta situación puede surgir la conciencia de que están están en condiciones de generar un modelo alternativo superior, que los incluya.
Que de ese conglomerado emerja una dirigencia nueva es el desafío. Un desafío al que solo es posible responder con el esfuerzo de ir construyéndolo, haciéndose un lugar en el dominio de las nuevas tecnologías y con el debate exhaustivo en torno de los elementos esenciales sobre los cuales es factible asentar el progreso: la Historia, que nos da un sentido de orientación, y la Democracia, que asegura la libertad de pensamiento indispensable para estar en forma y para ir moldeando la realidad a la vez que nos moldeamos a nosotros mismos.
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Notas:
1) Zbigniew Brzezinski: El Dilema de EE.UU, Paidós, 2005, págs. 157 a 159.
2) Los movimientos fundamentalistas y el “terrorismo” islámico que intentan cubrir esa faceta subversiva no bastan para colmar la brecha entre el descontento y la eficacia orgánica que se percibe hoy en la agitación altermundialista. No son persuasivos a escala universal y tienden a generar rechazo incluso en las sociedades donde se exteriorizan. Esto no quita que merezcan una consideración ajena al simplismo y a la constante denigración maniquea con que los agreden los gobiernos y los medios de comunicación occidentales. Pero sus tácticas kamikaze provocan tanto horrorizada admiración como repulsa, y el “culturalismo” islamita a ultranza, como los culturalismos indigenistas a ultranza, aporta a consolidar el esquema imperialista del “choque de las culturas” y, en consecuencia, a romper la unidad de los explotados, los humillados y los ofendidos, necesaria para enfrentarse al Leviatán imperialista.
3) Samir Amin: La Crisis, editorial El Viejo Topo, 2009, pág. 213 y ss. .