Es obvio que el bicentenario es un momento propicio para ensayar un balance de lo vivido desde el momento del advenimiento a la Independencia hasta aquí. Por cierto que, aunque la Argentina constituye la base sobre la que ensayamos este análisis –pues este es el terreno donde ha sedimentado nuestra experiencia-, esa interpretación no puede en manera alguna excluir a los fenómenos generales de carácter mundial que han afectado a nuestra historia ni al hecho de que formamos parte de un precipitado social que nos vincula estrechamente a los otros países de Iberoamérica. De hecho, todas las trayectorias “nacionales” de América latina no hacen sino refractarse unas en otras, lo que viene a demostrar el carácter unitario de sus vivencias y el hecho de que, entre todos, somos aun una nación no constituida todavía, brotada de la matriz mestiza del continente, unificada por una lengua y una cultura comunes, castigada por unas tendencias centrífugas alimentadas desde el exterior y fogoneadas por el rol negativo de unos núcleos dirigentes que jamás se propusieron otros objetivos que aquellos que no fueran más allá de sus peculiares, acotados y egoístas intereses.
Estos 200 años nos han aportado más decepciones que cumplimientos. Empero, si se observa la persistencia de los movimientos populares que, confusamente, han resistido a la presión imperialista, ejercida a veces en forma directa, pero por lo general a través de sus agentes locales, y si se atiende a las manifestaciones del cambio demográfico y tecnológico, así como a una conciencia cada vez más expandida –aunque silenciada por los grandes medios de comunicación- respecto de nuestra sustancial hermandad, cabe empezar a representarse una segunda etapa independentista que cumpla con el sueño de nuestros más esclarecidos libertadores, San Martín y Bolívar, etapa que sea capaz de constituir esa gran nación iberoamericana que necesitamos para pararnos en un pie de igualdad con el resto del mundo y que es indispensable para liberar las fuerzas productivas y culturales que llevamos en nuestro seno.
El momento de la Independencia, en 1810, estuvo caracterizado por la inmadurez. Ello determinó que nuestro ingreso en la historia se verificase, más que como resultado de un acto de volición propia, como consecuencia del empellón que ella nos propinaba. Empero, uno no elige el momento de nacer. Los pueblos colonizados raras veces tienen tiempo de madurar por sí mismos. Los remolinos del acontecer mundial suelen empujarlos a destiempo a un combate para el que no están preparados y a través del cual han de abrirse trabajosamente camino. Incluso potencias de enorme envergadura, provistas de gran entidad cultural e histórica, como China, por ejemplo, se vieron arrojadas al mundo, durante el siglo XIX, en condiciones de absoluta inferioridad para enfrentarse a la codicia, la tecnología y las armas del Occidente capitalista, debiendo circular a través de terribles experiencias por más de un siglo antes de poder dotarse de las capacidades necesarias para pararse por sus propias piernas y hacer frente a sus enemigos. Y si esto le ocurrió al Imperio del Medio, que los países de Iberoamérica hayan conseguido mantener su identidad en medio del maremoto imperialista no es poco logro.
En 1810, el momento en que el terremoto provocado por la Revolución Francesa y por la expansión del imperialismo británico trastruecan las normas por las que se guiaba l’ancien régime, el virreinato del Río de la Plata era un páramo poco poblado, bien que de proyección geográfica muy amplia, con núcleos de población en el interior que subsistían por sí mismos o a través del intercambio de productos artesanales con las provincias del Alto Perú. En Buenos Aires, una importante burguesía mercantil asociada a los ganaderos de la provincia, a la exportación de cueros y a la importación de manufacturas, engendrada por el contrabando de bienes importados que eludían el monopolio comercial al que aspiraban los intermediarios españoles asentados en Cádiz –que fungían a su vez de cómo ruedas de transmisión del interés británico hacia el interior de España-, esa burguesía mercantil, digo, aspiraba a liberarse de la coerción española y a ampliar las libertades de tráfico que les habían sido concedidas por el virrey Cisneros.
Creo que es importante tener en cuenta el carácter trasgresor de la ley que tuvo la casta dirigente de la Ciudad-puerto, para comprender cierta desenvoltura administrativa (vulgo, corrupción) que inficionaría, en un grado quizá superior al de otros países, a nuestras clases dominantes. Formadas en el contrabando, fue fácil que su concepción del mundo se organizase en torno de una comprensión dependiente del rol que les tocaba desempeñar. Ese papel requerirá siempre la benevolencia de los grandes del mundo y no se concebirá fuera de su paraguas protector. Un paraguas que las protege a ellas, por supuesto, pero no a la masa a la que dicen gobernar y que de hecho someten.
En el resto de la América hispana la cuestión no difería en su esencia. Las oligarquías del cacao, el azúcar o el café que se distribuían por todo el continente, eran el sector más influyente en sus sociedades y antipatizaban cada vez más con las pretensiones de la decadente metrópoli española y sus representantes directos, interesados en conservar su superioridad social, frenar la autonomía y coartar las posibilidades de enriquecimiento de la aristocracia criolla, fundándose en el supuesto privilegio originado por su nacimiento en suelo español y en la obediencia a Madrid. Tanto una como otra, sin embargo, coincidían en explotar a la población indígena y a la muchedumbre de indios, mestizos, negros, mulatos y castas que eran la mano de obra, en parte esclava, que les suministraba sus ganancias.
La reacción en cadena
Sobre este conglomerado iba a jugar la influencia de la revolución norteamericana, primero, y de la francesa, después. Fue esta última, sin embargo, la que en realidad irradió su proyección cultural hacia Latinoamérica de manera más vigorosa. Tal vez por tratarse de una verdadera revolución, la francesa poseía un corpus ideológico propio, al que debía reforzar a este con una apelación a la lucha de clases que en Estados Unidos no se verificaba. Esto último era fruto del hecho de que la revolución norteamericana implicó en suma la liberación de unos colonos de composición económica y racial homogénea, perfectamente dueños de sí, y a los cuales lo que les importaba no era reemplazar a un amo por otro, sino deshacerse del patrocinio británico para acceder a la autogestión soberana.
La revolución francesa, en cambio, tuvo que ir mucho más allá de los límites que de sus inspiradores intelectuales le habían fijado. Para vencer la resistencias del absolutismo borbónico, coaligado con el de las otras monarquías del continente y asociado asimismo la casta dirigente británica, que vinculaba a la nobleza terrateniente con los productores de la primera revolución industrial y con los financistas de la City, el ala radical de las revolucionarios en París procedió a decapitar al rey, a la reina y a miles de aristócratas, a la vez que montaba ejércitos improvisados, animados por un enorme entusiasmo, para enfrentar y frenar a las fuerzas de la coalición contrarrevolucionaria. Y cuando Termidor cerró en Francia el ciclo salvaje de la revolución, guillotinando a los guillotinadores, fue sólo para abrir el paso a un nuevo y aun mayor desafío para Inglaterra y sus aliados: el representado por Napoleón Bonaparte, que se proponía desafiar el predominio industrial británico en Europa, a la vez que a jugar al boliche con las coronas del continente.
Fue un momento singular en la lucha por la hegemonía mundial. Gran Bretaña se aprestaba a librar la última batalla para deshacerse de su enemigo tradicional, Francia, curándose de paso, en salud, de los vientos de la fronda revolucionaria. La City y Whitehall, por otra parte, veían también la oportunidad de resarcirse de la reciente pérdida de sus colonias trasatlánticas liquidando al crujiente imperio español y haciéndose, si no con el dominio directo de sus territorios, sí con una posición absolutamente privilegiada en lo referido al intercambio comercial y a su presencia en ese nuevo mercado que se abría para verter allí los productos de la revolución industrial de que era pionera.
Se abre así un capítulo complejo que empujará a la independencia de la América hispana. Tras dos frustradas intentonas militares de hacer pie en el Río de la Plata en 1806 y 1807, la tesitura británica cambió, tanto por las evidentes dificultades que se ofrecían para una intervención en fuerza, como por el hecho de la inversión de la alianzas que se produjo a partir de 1808 en España, que de aliada de Francia pasó a convertirse en su enemiga en ocasión de la invasión napoleónica a la península. De cualquier manera la pretensión imperial española había sufrido un golpe mortal en Trafalgar, que la despojó de su flota y dejó a Inglaterra como dueña indiscutida de los mares al naufragar el potencial naval no sólo español sino también francés en esa batalla. La posterior invasión francesa a la península dio lugar en España a una conmoción popular que produjo la evanescencia de las autoridades tradicionales, generando una intentona de democratizar la sociedad a través de las Cortes de Cádiz y un conflicto militar en gran escala que combinó el accionar de los ejércitos regulares con la expansión de la guerrilla a lo largo y a lo ancho de ese país.
La revolución escindida
El mecanismo del desencadenamiento de la revolución iberoamericana fue entonces en buena medida precipitado por la crisis mundial. La insatisfacción de los grupos criollos ligados al tráfico se combinó con una declamada lealtad a la Corona que no comprometía a nada y permitía una fidelidad a ella que podía manifestarse retóricamente, cuando en realidad a lo que se aspiraba era a romper los lazos con España. Otro sector patriota tendía más bien a identificarse con la corriente liberal que recorría a España y que permitía suponer que la presencia de las colonias en las Cortes de Cádiz iba a permitir a estas acceder a una representación igualitaria respecto de los diputados de la Madre Patria. Que esto no sucediera, que España quedase otra vez bajo la férula del absolutismo fernandino, constituyó una de las tragedias de la revolución hispanoamericana, que se vio entregada de ese modo a sus propias fuerzas y desprovista de un centro que hubiera podido frenar las tendencias centrífugas que pronto la afectarían.
En este encuadre pronto se manifestarían las principales tendencias cuyos choques y evoluciones determinarían por muchos años el destino del continente. En dicho contexto podemos divisar, simplificando un poco groseramente las cosas, a cuatro factores principales que gravitarían en esa peripecia social:
a) La presencia de un puñado de hombres que estaban imbuidos de una comprensión global de los problemas y que, de alguna manera, prefiguraban la vanguardia intelectual, política y militar que podría haber llevado la revolución a buen término. En ellos anidaba la comprensión intelectual y la voluntad política de establecer lazos estrechos entre las partes del imperio americano de España a fin de impedir su desintegración. Eran hombres que habían bebido de los textos de la Ilustración o se habían comprometido en acciones militares en el viejo mundo. José de San Martín, Simón Bolívar (en este caso a pesar de unos errores de apreciación social, que generaron sus derrotas iniciales, pero que fueron luego corregidos),(1) Francisco de Miranda, Manuel Belgrano, Bernardo Monteagudo, Mariano Moreno y algunos más, se cuentan entre ellos. Estos hombres percibían la revolución americana como un todo, sea por la visión centralista que les daba el haber pasado por las filas del ejército español, recorrido por tendencias liberales; sea por su tránsito por las universidades y salones europeos, que los impregnaban de las tendencias a la moda en el núcleo bullente de su fragua; sea por ser capaces de reconocer, simplemente por su capacidad de síntesis política, la realidad mundial desde nuestra propia perspectiva. Desde Chuquisaca, por ejemplo, como Monteagudo y Moreno. Eran, como dice Arturo Jauretche, capaces de mirar al exterior desde una perspectiva Mercator invertida, que les consentía ver al mundo desde aquí, y no al aquí desde la perspectiva del mundo.
b) En contraposición a esta corriente que nos animaríamos a denominar idealista, expresión de lo mejor en cuanto a discernir, con aptitud profética, las coordenadas potenciales de una situación histórica dada, había un conglomerado de intereses fundados en un chato realismo, que apuntaba a explotar las ventajas materiales que ya poseían para buscar la expansión de estas desvinculándose de toda intentona por lograr objetivos superiores. También estos estamentos solían cubrirse con la pátina de la Ilustración y de la literatura a la moda, pero en ellos esa vivencia solía traducirse en un sentimiento de superioridad que servía de óptimo vehículo para justificar, con la veladura del progreso espiritual y moral, sus apetitos de clase respecto a los hijos de la tierra. Esta oligarquía comercial y ganadera (o del café, el cacao o el azúcar en otras partes del subcontinente), no estaba en disposición de soñar nada y reducía sus aspiraciones políticas al engrandecimiento de sus fortunas, concibiendo a estas dentro de marcos manejables y disponiéndose a aliarse con los factores de poder que mejor podían asociarse a sus intereses. En general eran costeñas y contaban con el control de las embocaduras por las que circulaba el tráfico. El imperio inglés era el compañero ideal de estos intereses, dado que buscaba justamente alentar los patriotismos de campanario, dividir en partes al imperio español, incentivar el comercio e introducirse con sus manufacturas en los mercados iberoamericanos, que estarían más indefensos cuanto más segmentados se encontrasen. Se generó así un clásico ejemplo de “burguesía compradora”, como la denominaría más tarde Carlos Marx: ávida de bienes materiales, poseída por la noción de su propia importancia, postrada ante la irradiación cultural de Europa y en condiciones de convertirse de manera voluntaria en la correa de transmisión de los intereses del capitalismo foráneo. En el caso argentino la disposición del Puerto de Buenos Aires y de las rentas de la Aduana ponía al alcance de ese sector las posibilidades económicas para darse un nivel de vida superior y, sobre todo, para imponer por la fuerza de las armas sus intereses particulares a los intereses peculiares del interior.
c) Este último era el tercer factor que gravitaba en el encuadre a la hora de independencia. Allí se movían las multitudes populares, identificables en el gauchaje provinciano, en parte de la plebe porteña y en algunos dirigentes capaces de reflejarla; en los núcleos artesanales de las provincias y en las dirigencias locales, que reposaban sobre un modelo económico vegetativo, débilmente conectado con las otras dependencias del virreinato, poco propenso al cambio y que aseguraba cierta estabilidad a un modo de vida bucólico del que participaban todos en diverso grado. Sin dejar por esto de experimentar el desafío físico que imponía la proximidad del desierto, la amenaza de los indios y un estilo de vida campestre muy rudo para el gauchaje trashumante. No era pues, este, un dominio demasiado fácil de conquistar para los “doctores de fraque y de levita” que pululaban en Buenos Aires y que manifestaban, ellos también, una fuerte propensión a reemplazarlos por las botas y espuelas del uniforme militar. Todo lo cual pronosticaba choques muy duros cuando estos decidiesen avanzar sobre el interior para reducirlo al proyecto angloporteño. La existencia de configuraciones sociales parecidas en todo el mapa de Iberoamérica era sintomático de una problemática similar. ¿Se podía convertir esa estructura disforme en un todo coherente y más o menos organizado, orientado hacia la unidad y dentro del marco de la resistencia a una España regresiva, que reprimía a sus elementos liberales y mandaba expediciones para que acabasen con las tendencias independentistas que de alguna manera les hacían eco al otro lado del Atlántico?
d) El último factor que cabe añadir al retrato del momento independentista de América latina a principios del siglo XIX, es el geográfico. A la contraposición de sectores sociales enfrentados en los cuales no existía ningún estrato susceptible de concebir una ideología nacional concentrada, generada por la posibilidad del crecimiento autógeno de un mercado interno de dimensiones importantes, se sumaba la presencia de una geografía hostil, de topografía muy difícil, con enormes cadenas montañosas y vastedades desérticas. No hubieran constituido estas un obstáculo insalvable si en vez de la burguesía compradora hubiésemos contado con una burguesía nacional. Los cruces de los Andes por los ejércitos de San Martín y de Bolívar, y las increíbles campañas de los ejércitos patriotas en expediciones que cubrían miles de kilómetros desde sus bases demuestran que, aun en esas condiciones, las adversidades geográficas podían ser vencidas. Pero la ausencia de una base social nutrida y homogénea, sustentada en una cadena productiva importante, dejaba en el aire a los mejores esfuerzos. Las carencias de dinero y apoyos materiales de los ejércitos patriotas cuando se esforzaban para llevar a buen remate su cometido, era obra del sabotaje de esos ejércitos por los núcleos sociales que disponían de medios pero que no se sentían atraídos por proyectos que excedieran su interés de corto alcance y que se preocupaban sobre todo en dominar la reacción de las sociedades provincianas y del pueblo de la campaña. O sea, en el saqueo de sus recursos, el desmonte de sus artesanías, la fractura de su sistema de vida y la imposición de la arrogancia de sus doctores, sin entregarles nada a cambio. Estos factores eran decisivos para sabotear cualquier iniciativa progresiva.
Pero eso era lo que había. Los prohombres de la Independencia, educados en una concepción centrípeta de las sociedades americanas, debían enfrentarse a una conjunción de factores que la contradecía de manera categórica. No es extraño que Bolívar dijera, al final de sus días, “he arado en el mar”. Y que San Martín eligiera exiliarse en Europa en vez de presidir las discordias civiles. Sin embargo, aquí se plantea una pregunta incómoda, pero que merece ser tomada en cuenta. ¿Qué hubiera pasado si el Libertador, a su retorno del Perú, recogía la incitación de Facundo Quiroga y Juan Bautista Bustos y trataba de reducir a los unitarios de Buenos Aires, instaurando una especie de poder bonapartista que gobernase por encima de los doctores y los caudillos –estos últimos muy predispuestos a su favor-, disciplinando las discordias, eventualmente con mano de hierro?
El sueño integrador de la Patria Grande habría quedado al costado del camino, pero unas Provincias Unidas que hicieran honor a su nombre hubieran podido procurar una base muy importante para reasumirlo en etapas posteriores. En definitiva, esa necesidad autocrática para superar el desorden interno fue llenada poco después por Don Juan Manuel de Rosas, pero con una perspectiva mucho más estrecha, que no alteraría las relaciones de poder entre las provincias y Buenos Aires sino que las pondría, por un tiempo, entre paréntesis.
Las Provincias Unidas del Río de la Plata hubieran podido, con San Martín, haber dejado de ser un eufemismo que disimulaba su auténtico rótulo (las Provincias desunidas del Río de la Plata) para erigirse en un poder mejor balanceado, capaz de mirar hacia fuera desde una perspectiva autónoma. El país posible hubiera podido ser dirigido hacia un mejor equilibrio y desarrollo, en vez de derivar gradualmente a la quiebra de las relaciones de poder entre Buenos Aires y el interior que acaece con posterioridad a Caseros. Son hipótesis que colindan peligrosamente con la historia-ficción, lo sé, pero que deben ser formuladas, porque los desarrollos sociales no se dan sólo a partir de categorías económicas de carácter rígido, sino también a partir de la voluntad que los núcleos dirigentes tengan para interpretar lo que se incuba en ellas y la posibilidad de precipitar su desarrollo. (2)
Un escarmiento
Hubo un punto en el mapa donde una opción parecida fue puesta en práctica. Por desgracia, sobre una base social y geográfica muy reducida y enclaustrada, por voluntad propia, en un rincón del continente. El Paraguay del Dr. Francia y de los López fue una tentativa de desarrollo autónomo hasta cierto punto brillante, pero condenada por su localismo y por la desconfianza del primero de sus mandantes respecto a la posibilidad de ser arrastrado al tumulto de las guerras civiles en que se sumía el Plata. Erigido sobre la base de una estructura económica generada por los jesuitas y que estuviera en sus orígenes dirigida al autoabastecimiento y a la construcción de una Utopía evangélica en solitario, el Paraguay del Dr. Francia se basaba en una hipótesis aislacionista. No podía salir de su enclaustramiento sin ingresar a la guerra civil que consumía a las provincias del Plata y sin enfrentarse a Buenos Aires, que lo encerraba con su control de la desembocadura de los grandes ríos navegables que iban a dar a la mar. Haciendo de la necesidad virtud, Francia prefirió el encierro a la aventura de la historia. Su país habría de pagarlo muy caro después, cuando esta lo alcanzó décadas más tarde. El tardío intento de Francisco Solano López de salvar al Paraguay jugando al Bismarck del Plata, ingresando a la liza continental para intentar preservar la independencia uruguaya de la agresión brasileña, se sellaría en una catástrofe mayor, patrocinada y llevada adelante por los gobiernos de Río de Janeiro y Buenos Aires. Ya no había márgenes de maniobra: el interior argentino había sido puesto de rodillas después de Pavón y sólo podía suministrar su simpatía y algún alzamiento montonero para solidarizarse con Paraguay. Pero la suerte estaba echada. Como dice Jorge Abelardo Ramos en su Historia de la Nación Latinoamericana: “Detrás de la oligarquía porteño-brasileña actuaban los intereses mundiales del imperio británico en su pugna por la división internacional del trabajo y el control del mercado interno de América latina”. Era una conjunción demasiado fuerte para superarla.
La guerra del Paraguay terminó de cerrar una peripecia histórica cuyo destino se había determinado mucho antes. América latina era un mosaico de pseudo naciones, el interés británico había triunfado en todas partes, salvo en aquellos lugares del continente donde el imperialismo norteamericano, una vez resuelta en sentido positivo la cesura entre los estados en su propia y feroz guerra civil, y ya avanzada la conquista del Oeste, se aprestaba a prestarles una atención preferente. Era la hora del “¡pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos!”, frase con que Porfirio Díaz definiera lapidariamente la situación de su país y que puede calzar, por extensión, en la generalidad de los países del hemisferio occidental al sur del Río Bravo.
El tema del protagonista histórico
Desde 1810 e incluso desde 1910, sin embargo, las coordenadas han cambiado. El Brasil, hasta no hace muchos años un factor que crecía de espaldas al continente y que visualizaba a la Argentina como un obstáculo a una hegemonía fundada en la asociación con Estados Unidos, sabe que su propia supervivencia reside en su capacidad para juntarse con sus vecinos para ejercer un liderato eventual, pero no para hegemonizar nada.
Uno de los obstáculos mayores para propulsar, en la hora de la Independencia, la unidad del subcontinente, las enormes distancias geográficas, está potencialmente anulado por los medios de transporte modernos, a la vez que la comunicación electrónica garantiza un intercambio instantáneo de puntos de vista entre una muchedumbres de agentes políticos y entre el pueblo llano mismo. El trabajoso peregrinar de América latina desde la Independencia hasta acá demuestra su unidad sustancial. Al menos para esto han servido los reveses por los que hemos tenido que pasar, similares de uno a otro extremo del mapa. Nuestra unidad está determinada por la identidad cultural e idiomática –el portugués, en suma, es otra de las lenguas ibéricas, inteligible sin gran esfuerzo por todos, así como lo es el español para los brasileños-, y la evidencia de las ventajas de la complementariedad económica, cae de su peso.
Sin embargo sigue persistiendo el problema que enfatizamos un poco más arriba: el de las posibilidades latentes (que hoy son ya mucho más que latentes) que no encuentran la figura o la herramienta social capaces de movilizarlas. ¿Qué ocurre con el protagonista histórico en el cual debería encarnarse esta aspiración?
El núcleo del problema es cultural y comunicacional. No se pasa tanto tiempo a la sombra de un tutelaje imperial sin que se produzcan graves distorsiones psicológicas en los grupos intelectuales que deberían acaudillar el proceso. De hecho, este ha sido el factor que más gravitó en los sucesivos fracasos de los movimientos populistas que intentaron reflejar las necesidades del pueblo llano y en cuyas torpezas está presente la ausencia –si se perdona el oxímoron- de unos cuadros que debían ser suministrados por una vanguardia intelectual crecida al conjuro de una estructura nacional integrada. Cuba, tal vez, ha sido la excepción a esta regla de hierro, pero el cubano es un proceso muy peculiar, difícil de reeditar: Estados Unidos jamás volverá repetir el error de consentir y hasta alentar un movimiento de esas características porque, allá a finales de los ’50, parecía reducible al clásico sarampión radical de la juventud universitaria. Lo exiguo de la base geográfica y económica cubana y el fracaso en intentar exportar su revolución a escenarios más complejos, pone de relieve los límites de su generosa experiencia.
Pero no desesperemos. Cuba sigue en pie, y sobre todo la devastación neoliberal –que se valió de una previa represión implacable para actuar con impunidad-, es antagonizada por todos los sectores políticos y sociales que no se encuadran en el marco de la dependencia. A esto se suma el hecho de que se están construyendo organismos supranacionales en toda Suramérica –Mercosur, Unasur- con miras a una integración regional capaz de liberar nuestras fuerzas. La disparidad entre el momento de la Independencia y el presente no puede ser más grande. En 1810-1825, había una distancia tajante entre las aspiraciones ideológicas y las pretensiones jurídicas, y una infraestructura económica y social que se asentaba sobre una base demográfica exigua, en buena parte sometida a una explotación semi-servil, cuando no directamente esclavista. Hoy no somos menos de 400 millones y tenemos a disposición espacios y recursos inmensos, accesibles para los instrumentos de la tecnología moderna. No hay fracturas étnicas ni confesionales de bulto, por mucho que ciertos organismos internacionales y los idiotas útiles que los siguen intenten fomentarlas so capa de un pretendido humanitarismo indigenista. Los obstáculos son sobre todo ideológicos, fruto de nuestro crecimiento cojo y de la distorsión cultural que produjo, pero gradualmente, a pesar de la capacidad de desinformación que el sistema ejerce a través del cuasi monopolio de los mass media, está comenzando a ceder.
El protagonismo histórico puede ser desempeñado por las jóvenes generaciones que comprendan la dialéctica de nuestra historia. A partir de allí se podrán ir organizando fuerzas que ya están presentes, aunque carecen de una dirección clara para orientarse. Las masas van a responder a ese discurso. Hay que aprovechar la oportunidad. Esto no significa que podamos hacer que las cosas cambien de la noche a la mañana, sino que hay que rebatir la narración dependiente de nuestra historia con una batalla cultural que acompañe a las políticas de integración económica, mediática y de defensa. Las amenazas que se diseñan contra nosotros son grandes –la incombustible Gran Bretaña, por ejemplo, en estos momentos está diseñando junto a Estados Unidos una reivindicación austral que vedaría u obstaculizaría a los países del Cono Sur el acceso a los recursos de la Antártida-, pero en la medida en que un bloque conformado por Brasil, Argentina y Chile se oponga unánime y resueltamente, ese proyecto será de difícil concreción.
Las disputas de campanario (el conflicto del Beagle, el antagonismo argentino-brasileño, la actitud trasandina en ocasión de la guerra de Malvinas), son capítulos que pertenecen a la historia de la América latina balcanizada. Parafraseando a Marx, son fantasmas que pesan sobre la identidad de los iberoamericanos vivos. Exorcizarlos no debe ser tan difícil: bastará que nos movamos, desde una comprensión crítica de la naturaleza de los fracasos que nos afligieron, hacia la luz del día.
Notas
1) El error inicial de Bolívar fue el de pretender fundar una especie de República aristocrática, apoyándose en las clases criollas privilegiadas (los “mantuanos”), descuidando a las castas de color. Ello determinó que estas se mantuvieran indiferentes a la revolución o reaccionaran violentamente contra la misma, pues veían que sus antiguos opresores reeditaban, con otros oropeles, la opresión originaria. De ahí provino el arraigo popular del español Boves, que puso a la revolución al borde del abismo. Para gozar de un relato vibrante de las luces y sombras independencia venezolana conviene leer la novela Las lanzas coloradas, de Arturo Uslar Pietri y, muy en especial, Boves, el Urogallo, de Francisco Herrera Luque.
2) En la espléndida biografía de San Martín escrita por Norberto Galasso, este realiza una aproximación muy interesante de las oscilaciones de la relación entre el Libertador y los caudillos, en el marco de la mutua repulsión que existía entre el Libertador y Rivadavia, exponente máximo del unitarismo porteño. Norberto Galasso: Seamos libres y lo demás no importa nada. Vida de San Martín. Ediciones Colihue, Buenos Aires, 2000, págs. 453-463.