El martes próximo se cumplen 200 años de los acontecimientos de Mayo de 1810. No queremos ocuparnos hoy de lo ocurrido entonces, pero quizá resulte interesante medir las diferencias que hay entre el primer centenario de la Revolución de Mayo y el segundo. Y deducir algunas consecuencias de ese cotejo.
El lapso transcurrido entre una conmemoración y otra puede ser definido como el de “las ilusiones perdidas”. Aunque puede haber un dejo melancólico en tal titulación, no deja de ser bueno que se haya producido esa pérdida: los pueblos no se articulan como proyecto en marcha, como un trabajo en progreso, si no se apean de las figuraciones tontas y pisan el duro suelo de la realidad.
Las celebraciones de 1910 estuvieron marcadas por la visita de la infanta Isabel de España, que venía a cerrar la herida de la separación de la Madre Patria, determinada por el proceso independentista; por una oleada de festejos que tiraron la casa por la ventana y por una retórica henchida de una vana autosuficiencia: Argentina era “el granero del mundo”, esta era la tierra ubérrima de las mieses y las vacas, y la fortuna sonreía a la nación que “no había sido atada al carro de ningún vencedor de la Tierra”.
Esto último, desde luego, era una figuración ilusoria. El país profundo había sido derrotado por su propia clase dirigente, en un proceso de organización nacional que había demandado décadas y mucha sangre, para terminar configurándolo en una factoría al servicio del imperio británico. De cualquier manera, a los ojos de los argentinos de 1910, en términos generales el experimento parecía haber tenido éxito: en su carácter de semicolonia privilegiada de Gran Bretaña y con una población que rondaba los siete millones y medio de personas, la inmensa extensión del país y sus zonas de cultivo intensivo y cría de ganado en la Pampa húmeda bastaban y sobraban para asegurar una balanza de pagos bien equilibrada y asegurar un rédito jugosísimo a los sectores dirigentes. Este surplus dinerario haría de Buenos Aires una de las ciudades más bellas del continente, aunque en los conglomerados suburbanos donde se concentraba una incipiente clase obrera el hacinamiento y las precarias condiciones de trabajo generasen situaciones mucho menos agradables que las que proponían los barrios elegantes del norte de la Capital. Más escondida resultaba la pobreza del interior y de la población rural descendiente de los supervivientes de las guerras civiles; pero, hablando en términos generales, la Argentina del primer Centenario se ofrecía como un espectáculo fresco y pimpante.
Esta idílica imagen se iría quebrando con el correr de los años. Dos factores confluirían a resquebrajarla. Primero el crecimiento demográfico, que iría creando masas de aspirantes a consumidores que no podían arreglarse con la restringida base productiva que la factoría les ofrecía y, segundo, por la irrupción de la crisis mundial y el precipitado declive del imperio inglés, que dejaría a la oligarquía sin su principal cliente. El ciclo de las guerras mundiales y de crisis también generó un crecimiento industrial que supuso la llegada de una inmigración interna a las ciudades que cambiaría el rostro del país y generaría un proletariado y un movimiento sindical que, a través del peronismo, se convertirían en protagonistas claves del quehacer político. La vieja clase dominante perdería peso y las clases medias oscilarían entre un polo y otro. Y la polémica política se construiría en torno de dos proyectos bien diferenciados: uno, el del país que estaba creciendo y apuntaba a darse un desarrollo de carácter nacional burgués, con una industria en crecimiento y una política exterior que abandonaba el seguidismo a los dictados de los imperios de turno; y, otro que pretendía, ahistóricamente, aferrarse a al modelo perimido.
Debido a la inconsistencia de los estratos medios y a las dificultades de crecimiento de un movimiento nacional inmaduro, la minoría social que había conformado al país de acuerdo con un interés externo conservó un poderío económico, comunicacional y militar desproporcionado a su peso numérico. Esto le permitió, en 1955, intentar volver atrás el reloj de la historia e iniciar un experimento regresivo que duró, con muchísimos altibajos, hasta finales del 2001. La década de los ’90 significó el ápice de ese proceso de desnacionalización, regresión social y destrucción industrial. Fue demasiado. A pesar de los estragos de una corrupción intelectual y moral practicada sin límites por los procesos militares, el menemato y los monopolios de la comunicación, como las sociedades no se suicidan de buen grado hubo una revulsión popular contra el estado de cosas que culminó en la pueblada de diciembre y el hundimiento del gobierno de De la Rúa. Cereza que había coronado la torta del festín desregulador de la economía y de los ajustes sobre los más pobres impuestos a machamartillo.
Lo que ha venido después es un intento para reconectar a la Argentina al proyecto nacional estructurado entre 1943 y 1955. Las insuficiencias y debilidades de este intento son obvias, pero aun más evidentes son sus logros al recuperar parte de las atribuciones del Estado como ente mediador y regulador de la economía y como garante de la paz social, comprometida por una experiencia neoliberal que apuntó –y apunta todavía, si las fuerzas que la propulsaron vuelven a ejercer el poder- , a retrotraer a la Argentina a un modelo fundado en las actividades extractivas y sin valor agregado, y en la subordinación al imperialismo. Cosas a todas luces insuficientes para hacer un país viable.
Así es como llegamos al segundo centenario. Desde el 2003 el país ostenta los síntomas de una reviviscencia nacional que poco a poco ha ido tomando fuerza. Falta mucho para convertirla en un torrente arrollador, pero hay que cuidarla. El Bicentenario nos encuentra entonces en una situación singular, en la cual se mezclan el festejo por el crecimiento y el dolor por las batallas perdidas que lo retrasaron. Pero tal vez esas batallas no se perdieron en vano: el caudal de experiencia que nos han dejado deberían servir para no hacernos recaer en los viejos errores y para visualizar mejor la conexión que existe entre el pasado, el presente y un futuro por hacerse.
La evolución argentina de estos años, por otra parte, no está sola. Se ha producido en el marco de un repunte de los movimientos populares en América latina y en especial en Suramérica, que presuponen en cierto modo la reproposición de las tendencias a la unificación continental que existían a la hora de la revolución de Mayo y que entonces, por fatalidades objetivas derivadas de la escasa demografía y los obstáculos físicos, otorgaban un lugar preponderante a la burguesía “compradora” -portuaria o costeña- proclive a mirar hacia fuera y a entenderse con el imperio inglés. La potencia centrífuga de estos condicionantes hizo inevitable la dispersión de los fragmentos del imperio español devenidos en independientes y nos colocó de espaldas a unos con otros. Hoy, esa situación se ha revertido y nuestros países empiezan a verse, otra vez, como una unidad. Una unidad incumplida todavía, pero posible y para la cual se están creando, con rapidez inédita, los marcos diplomáticos y las conexiones económicas que podrían consumarla.
No hay que dejar pasar la oportunidad. Y para ello es necesario afirmar el proceso iniciado durante esta década, no sabotear las experiencias que se están haciendo y, por el contrario, reforzarlas y empujarlas para que profundicen y aceleren su marcha.