La maquinaria periodística requiere todos los días novedades de bulto para alimentar a su público. Y bien, estas novedades no siempre se producen, o se producen en un plano superficial, en el cual lo que sucede no altera la esencia de las cosas. Sin embargo, estos episodios cotidianos sirven sí para denotar una sintomatología que indica que los factores que informan las grandes líneas del mundo moderno siguen sin modificarse. .
Esto entra en aparente contradicción con el hecho de que hay una revolución en curso, la tecnológica, que trastrueca constantemente las pautas de la vida cotidiana y fuerza a los seres humanos a correr sin aliento detrás de los cambios, muchos de los cuales inciden profundamente en la transformación de las condiciones sociales. Pero se trata de una revolución casi independiente de toda volición política, que actúa por sí misma aunque sea por supuesto explotada, en primer término, por los grupos dominantes, que no están interesados en cambiar nada que afecte a las relaciones de poder sino más bien en mantener y profundizar las condiciones existentes. Si eso lleva a una parálisis de la historia les importa un comino: lo que cuenta es conservar su capacidad para moldear las cosas a su antojo.
El último cambio superestructural de carácter político que afectó al equilibrio global fue la caída de la URSS y el quiebre del bloque comunista. Se trató por desgracia de un cambio negativo, pues si bien acabó con la cerrazón del socialismo real y su pensamiento anquilosado, destruyó también el contrapeso que equilibraba hasta cierto punto a la contrarrevolución neoconservadora. A partir de allí el imperialismo campeó por sus fueros y acentuó el desequilibrio global a través de una hiperconcentración de la riqueza y de una agresividad geoestratégica que ha expandido aun más el poderío militar de Estados Unidos y la Otan por el mundo. Que esto agrave las tensiones económicas y profundice el foso que separa a los países pobres de los países ricos y a las clases pobres de las clases integradas al sistema no importa demasiado a este, toda vez que le permite mantener, por el expediente de “la guerra infinita”, un estado de cosas injusto que debería perdurar indefinidamente.
Los medios de comunicación, sin embargo, siempre están a la pesca de algún hecho que les permita deducir una transformación positiva de esa condición. El conformismo que los caracteriza –y que no es sino la proyección de su adecuación al sistema imperante- necesita “pruebas” de que la cosa marcha a pesar de la evidente parálisis que existe en torno de todos los asuntos y contenciosos pendientes de resolución. Por ejemplo, el problema palestino-israelí, el calentamiento global, la cuestión de los recursos naturales no renovables, la rivalidad nuclear, el riesgo de una utilización de armas atómicas pronunciado por las políticas agresivas del imperialismo y por la difusión del terrorismo; el hambre y la guerra en África y otros lugares, la presión inmigratoria que se ejerce de Sur a Norte y de Este a Oeste, el aumento de la xenofobia en los países desarrollados y las tambaleantes condiciones que se encuentra la economía mundial. A pesar de todas estas luces rojas, los medios se encandilan con Barack Obama y dan cuerda a un personaje provisto de un buen perfil escénico, pero que hasta ahora no ha cambiado nada de la política exterior norteamericana o ha obtenido modificaciones puramente cosméticas en la situación de su país, como en el caso del seguro de salud.
La más reciente de estas “pruebas” que, según el discurso mediático, permitirían mantener el ánimo en alto ha estado dada por el nuevo tratado START (Strategic Arms Reduction Treaty) firmado el jueves en Praga por Rusia y Estados Unidos, de reducción de armas estratégicas. Por él, ambas naciones se comprometen a “guiar” la lucha contra la proliferación de las armas nucleares. Pero el nuevo tratado no modifica el número de cabezas nucleares operacionales contenidas en los arsenales. Establece solamente un límite para las cabezas nucleares desplegadas, esto es, las que están listas para ser lanzadas. Es decir que si bien no pueden aumentar en su número, las cabezas nucleares que están prontas a ser disparadas a bordo de submarinos, aviones o plataformas de misiles intercontinentales seguirán proyectando su sombra, con el añadido de que el tratado no hace mención a los proyectiles nucleares tácticos, útiles para ser empleados contra blancos puntuales en conflictos locales. A lo que se suma el dato de que los bombarderos estratégicos, que transportan no menos de seis cabezas nucleares a la vez, son contados como una sola pieza.
El nuevo tratado de “desarme” (¡!) permite entonces que los Estados Unidos retengan 1762 cabezas nucleares desplegadas sobre 798 vectores, y que Rusia conserve 1741 sobre 566 vectores.(1) Esto es, un potencial destructivo capaz de barrer toda muestra de existencia humana sobre la tierra.
El otro punto, delicado si los hay, que no se toca en el nuevo START, es el crecimiento cualitativo de las fuerzas nucleares y la modernización y puesta a punto de cohetes hipersónicos, provistos de múltiples cabezas nucleares atómicas. Tanto los rusos como los norteamericanos están trabajando en la fabricación de estos ingenios que podrían golpear en una hora cualquier objetivo en cualquier lugar del mundo. Y por último tenemos el hecho de que el nuevo tratado no toma en cuenta el espinoso asunto del “escudo antimisiles” que Estados Unidos está erigiendo en torno de Rusia y que, bajo su apariencia defensiva, implica en realidad una manera de desequilibrar la balanza de poderes al anticipar cualquier reacción de esa potencia contra un eventual ataque del que podría ser objeto.
Kirguistán
Poco hay para alegrarse, pues, con las fanfarrias diplomáticas desplegadas en torno del nuevo tratado sobre desarme nuclear. Por otra parte, la situación internacional sigue siendo inestable. Para probarlo tuvimos esta semana la sangrienta asonada que expulsó del poder al presidente de Kirguistán.
Uno de los rasgos que caracterizan a estos tiempos revueltos es el desarrollo que ha tenido, desde la época de las guerras mundiales, una especie de descubrimiento catastrófico de la geografía. ¿Quién sabía donde quedaban Guadalcanal o Tarawa antes de los años ’40? Con Kirguistán pasa algo parecido. Ignoto país de poco más de cinco millones de habitantes, surge repentinamente a la luz como consecuencia de los tejemanejes de la política de potencia en el Asia central posteriores a la caída de la Unión Soviética. Ganada para la colaboración con Occidente cinco años atrás, en la llamada “revolución de los tulipanes” que hacía eco a las “revoluciones” rosa y naranja que habían cumplido igual función en Georgia y Ucrania, Kirguistán se convirtió a partir de entonces en el principal punto de tránsito de las tropas occidentales que iban a combatir a Afganistán. Alrededor de 450.000 soldados circulaban al año por la base de Manas, montada por Estados Unidos, tránsito que podría verse comprometido a partir de este momento.
El cuadro no quedaría completo si no se observase que Kirguistán tiene una larga frontera común con China y que Rusia también posee una base aérea allí. Los datos hablan por sí mismos.
La guerra fría puede haber perdido su connotación ideológica, pero las viejas políticas de poder conservan toda su vigencia. Y las víctimas de sus mecanismos son siempre las mismas: los pobres, los atrasados y los desprotegidos, sobre los que caen las bombas, las experiencias económicas o el peso de unas expensas militares insensatas, cuya cuarta parte, reinvertida en fines constructivos, bastaría posiblemente para solventar el grueso de los problemas que promueven la aflicción social que aqueja al mundo.
[1] Fuente: Manlio Dinucci y Tommaso di Francesco, en Reseau Voltaire, Abril de 2010.