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20
MAR
2010

Resquebrajamientos

El puro obstruccionismo que practica la oposición y la torpe manera de llevarlo a la práctica está desinflando la euforia que la poseyera después del 28 de Junio.

La ofensiva destituyente llevada adelante por los monopolios mediáticos y por la oposición empieza a ostentar algunos resquebrajamientos. La euforia provocada en el conglomerado opositor por el resultado de los comicios del 28 de Junio del año pasado ha comenzado a disiparse a medida que se constatan no sólo las diferencias entre sus componentes sino la deplorable calidad personal de la mayor parte de ellos y su absoluta incapacidad para valerse del quehacer político para llevar adelante un proyecto que pueda entenderse fundado en programas convincentes. O confesables.
El más dotado de sus personeros, la diputada Elisa Carrió, hace gala del mismo defecto que ella esgrime para imputarlo a troche y moche: el autoritarismo, complicado en su caso con una ya patológica proclividad a la fabulación apocalíptica. En cuanto a los Gerardo Morales, Carlos Reutemann, Felipe Solá, Luis Juez y otros –incluidos el nefasto huésped de Anillaco y el increíble vicepresidente Cleto Cobos- para lo único que sirven es para contradecir con sus actos el verso democrático que declaman. El papelón cumplido con motivo del rechazo del pliego de la designada presidenta del Banco Central puso de manifiesto esa incompetencia. Esa recusación arbitraria, que se negó a oír el alegato de Marcó del Pont para acto seguido reprocharle el no haber provisto los argumentos que debía haber expuesto para defender “lo que había hecho”, desnudó la exigüidad de los recursos intelectuales de los opositores, el menosprecio en que parecen tener a la opinión pública, a la que suponen tan estúpida como para no caer en la cuenta del despropósito que se estaba cometiendo y, lo último pero no lo menos importante, el temor a que en el curso del frustrado debate se pusiesen sobre la mesa las cuestiones de fondo que hacen al proyecto de país alternativo que esa misma oposición debería sustentar para justificar su hostilidad al gobierno. Pues se podrá discutir si cabe o no profundizar el programa de cambio que está instrumentando el Ejecutivo, pero resulta indefendible pretender retornar a fojas cero y remitir a la nación al modelo de los ’90, que la vació y engendró una catástrofe social de proporciones inéditas para Argentina.
Este es el quid del problema, en realidad. Los monopolios mediáticos, que viven en simbiosis con el sistema económico exaltado por el discurso neoliberal y que en consecuencia suministran una indicación genuina de su humor, empiezan a dar señales de impaciencia ante la inoperancia opositora. Los columnistas de La Nación y de Clarín han comenzado a despotricar contra la torpeza de los políticos. No ya solo de los gubernamentales, sino de los políticos en general. La Nación se pregunta si el Congreso, a esta altura de las cosas, “es real o virtual”. Lucrecia Bullrich contrasta su parálisis con los problemas que aquejan a los argentinos, haciendo por supuesto una evaluación marcadamente exagerada de las tribulaciones de estos y obviando mencionar la catastrófica involución de las condiciones de vida de la mayoría de la población durante el auge de la era neoliberal.
Pocas veces como hoy se puede palpar en el país la degradación de la política. El fenómeno es universal, desde luego, pero en nuestro caso reviste características grotescas. La demolición de las utopías a nivel global aquí se contamina con un escepticismo bastante ahincado en la psiquis colectiva y que ahora ha degenerado en cinismo, debido a las horribles experiencias de las últimas décadas y a la impunidad en que sus autores han quedado. Porque una cosa son los juicios a los militares que fueron la mano de obra de la represión, y otra muy distinta es la ausencia de castigo a los conglomerados financieros y a los monopolios transnacionales que se favorecieron de ella y que a partir de ese momento tuvieron el campo expedito para implantar las políticas de tierra arrasada que llevaron al desguace del Estado y a la expulsión de masas de gentes hacia la periferia del sistema, donde sobreviven penosamente. No hay que confundir a la clase dominante con los pinches de cocina…
Y bien, hoy esa clase dominante bufa de impaciencia ante la incompetencia de los grupos de la oposición, a los que habían decidido encomendar la guerra de zapa y el ejercicio de las presiones políticas que fuesen necesarias para contrariar el viraje oficial –cumplido en lo esencial durante la gestión de Cristina- hacia una mejora del modelo redistributivo que, tímidamente, se venía ensayando. El problema que se le plantea al sistema, sin embargo, es que, junto a la creciente falta de credibilidad de la política y en gran medida como consecuencia de ella, la posibilidad de estimular a la opinión pública contra el gobierno volcándola a un activismo que no sea meramente epidérmico o caprichoso, se tornan nulas. Así las cosas, las manipulaciones mediáticas se hacen esenciales. Generar duda, apartar la atención de los problemas centrales, hacer bambolla alrededor de casos de corrupción que, por negativos que puedan ser no se equiparan a la fiesta negra montada por el menemismo y el delarruísmo, es una forma de mantener en un suspenso de película a la opinión, suspenso que debería redundar en un desconcierto generador de decisiones inconsultas en el cuarto oscuro, cuando llegue la hora.
Por suerte el recurso a las armas, el expediente favorito de la oligarquía para enmendar cualquier curso que entendieran como contrario a sus intereses, ha caducado o al menos se ha hecho intolerable a la epidermis social como resultado de las últimas experiencias. Por otra parte, a esta altura del partido es más que dudoso que haya un sector en las Fuerzas Armadas dispuesto a reincidir en la manía golpista: esta ha costado demasiado no sólo al país sino a las mismas instituciones castrenses, que hoy soportan un nivel de impopularidad y una restricción de sus capacidades operativas casi rayanas en el ground zero.
A este propósito debemos recordar que el miércoles de la semana próxima se conmemora otro aniversario del golpe más feroz que recuerda nuestra historia. Con ser una fecha cargada de memorias terribles no creemos que deba apreciársela en su significación solitaria. De hecho no puede escindírsela del verdadero golpe de furca que invirtió el rumbo –bamboleante, pero en definitiva genéricamente progresivo- de la trayectoria social argentina. Ese golpe fue el propinado por la denominada “Revolución Libertadora”, que rompió en 1955 el programa industrialista del primer peronismo, dirigido a superar el modelo de nación factoría que fue resultado de la organización nacional. Dicho modelo tuvo un considerable éxito hasta las primeras décadas del siglo pasado, pero hizo crisis con la deflación del imperialismo británico y su capacidad para mantenernos en el estatus de colonia privilegiada. Ese modelo dependiente, inviable en el presente si se pretende administrar a un país del tamaño y la población de la Argentina, sigue hipnotizando empero a un sector de las clases medias y a él se aferra el establishment. Se trata de un fenómeno curioso, expresivo de una falta de tonicidad social y de una estrechez de miras que colindaría con la manía suicida, si no fuera porque también es la manifestación de un egoísmo y una mezquindad propios de una casta dominante que en buena medida fincó su fortuna en la explotación parasitaria de la renta agrícola y de la especulación financiera.
Este es el dilema básico al que, hoy como ayer, se enfrenta Argentina. El actual gobierno, con todas sus limitaciones, está intentando plantearlo a través de expedientes como la nacionalización de las AFJP, la recuperación de Aerolíneas o el intento de regular hasta cierto punto el comercio de granos a través de la frustrada ley 125. Lo cual enerva al sistema, que cree ver en esas operaciones la avanzadilla de algunas reformas más radicales y que serían capaces de ir al fondo de los problemas, como la modificación de la ley de entidades financieras y una reforma impositiva de carácter progresivo.
De cómo se solventarán estos problemas y de qué manera el gobierno podrá o no profundizar ese camino en el espacio que media de aquí al próximo límite electoral, dependerá mucho del destino argentino en la próxima década.

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