El desorden mental y también moral que identifica a estos tiempos encontró el jueves una nueva expresión en la ceremonia de entrega del Premio Nobel de la Paz al presidente norteamericano. El señor Barack Obama dijo las palabras que se suponía iba a pronunciar y que encierran la doctrina político-militar de cualquier país: “aunque la paz es una aspiración global, la guerra a veces no sólo es necesaria sino también moralmente justificada”. La noción de la guerra justa es, en efecto, una norma a la cual siempre se ha apelado en la historia y que puede ser defendida con eficacia. La lucha de los españoles contra Napoleón o la resistencia rusa al nazismo son claros ejemplos de lo que decimos. Lo curioso –o digamos más bien lo impúdico y revelador del esperpento a que se ha reducido la política contemporánea- es que ese premio se asigna hoy al dirigente del país imperial más caracterizado por su voluntad de dominio y que en este mismo momento no se está defendiendo de nada sino llevando adelante dos guerras de agresión en las que la brutalidad y el engaño han ido de la mano desde hace nueve años. Y de las cuales el homenajeado ha sido y es parte activa, como lo demostraron su voto positivo para el asalto a Irak y la puesta en práctica del actual “surge” contra la resistencia en Afganistán,
En el fondo uno no puede dejar de pensar qué ridícula resulta la asignación de este galardón. Y en cuán profunda es la hipocresía de este Occidente desarrollado siempre dispuesto a bendecirse a sí mismo por medio de palabras sacramentales que rezuman autocomplacencia, pero que no alteran nada la realidad de los hechos, fincada en el atropello de los más débiles y, en ocasiones, en la defensa desesperada que estos practican para conservar su identidad. En otros tiempos a nadie se le hubiera ocurrido justificar las prácticas conquistadoras de Alejandro, Julio César o Luis XIV con la excusa de que procedían así para defender a sus territorios de la amenaza extranjera o para prevenir esta. La guerra era la guerra y a nadie podía ocurrírsele que había necesidad de argumentar su validez moral. Este es un descubrimiento posterior a la Revolución Francesa y es expresivo de la mayor ingerencia de la masa del pueblo en la dirección de los asuntos públicos o, al menos, de la necesidad que tienen los poderes constituidos en el sentido de contar con su respaldo o su anuencia pasiva. De ahí el porqué de esta difundida hipocresía que recompensa con la paloma de la paz a individuos como Theodore Roosevelt o Henry Kissinger, cuyos rasgos fueron la tosca agresividad del cowboy (“habla en voz baja y lleva un grueso garrote contigo”) o un maquiavelismo muchas veces manchado de sangre.
América latina
Volviendo la mirada, del escenario mundial, al más restringido de estas tierras latinoamericanas, se pudieron constatar esta semana movimientos positivos y más alentadores que la cínica pirotecnia verbal del festejo en Oslo. Hubo varios encuentros (la Cumbre del Mercosur en Montevideo, la visita de Chávez a Cristina Kirchner) que reforzaron las posibilidades de la cooperación y el entendimiento entre los países de la región. Estos pasos no van a cerrar de la noche a la mañana las brechas que existen en y entre nuestras sociedades, pero indican una tendencia cada vez más afirmada hacia la unidad, refrendada a su vez por la tendencia a arraigar la democracia en estos países en lideratos populares. Este principio, el de una democracia no sólo formal sino eminentemente participativa, es el dato central para garantizar cualquier desarrollo unitario, pues sólo a partir de la capacidad que tengan los pueblos para reconocerse a sí mismos dentro de un marco igualitario se puede pretender que participen en un proyecto común.
La cumbre del Mercosur, el paso de Chávez por Buenos Aires y sobre todo las elecciones que consagraron a Pepe Mujica en Uruguay y a Evo Morales en Bolivia, fueron datos muy fuertes de la permanencia, a pesar de la contraofensiva imperial que se detecta en estos momentos, de la tendencia a sostener el proceso unificador que se inició a fines de la pasada década, pero que conserva su vitalidad a despecho de los ataques de que es objeto y de sus propias y graves insuficiencias. La declaración de Lula en el sentido de que el Senado brasileño autorizará por fin la incorporación de Venezuela al Mercosur, fue otro elemento significativo de la semana que pasó, en tanto y en cuanto removería, de verificarse, un obstáculo de gran magnitud que se opone a la formación de ese eje Caracas-Brasilia-Buenos Aires que hoy por hoy es el elemento dinámico más importante para una reformulación suramericana.
El triunfo de Evo en Bolivia, sin embargo, se erige en un hito más brillante de la semana. No sólo triunfó con el 63 por ciento de los votos, sino que incluso equilibró mucho la balanza electoral en las zonas secesionistas del Oriente, como Santa Cruz y el Beni, donde recolectó no menos del 40 por ciento de los sufragios. Esto dará a Morales una amplia mayoría en el Congreso, lo que le permitirá manejarse de manera más desahogada y comenzar a instrumentar –esperamos- ese socialismo del siglo XXI que varios declaman pero que nadie alcanza a representarse cabalmente.
Autocrítica
La lucha por emerger a la superficie de la historia que se cumple en nuestros países no debería, sin embargo, eximirnos de la autocrítica. En Argentina, en particular, la verdad es que estamos aun muy lejos de cumplir con las metas que de manera más o menos difusa se entrevén, y sobre todo es dolorosamente evidente que los cuadros políticos que deberían encargarse de llevarla a cabo o se entregan al disfrute de un revanchismo oposicionista entintado de canibalismo, o bien, desde el gobierno, no terminan de convencer porque, a pesar de que muchas de sus decisiones son correctas, han rondado en torno de las iniciativas más críticas sin animarse a asumirlas, cuando pudieron hacerlo.
Cierta deshonestidad intelectual impregna, por otro lado, a todo el espectro político. Abel Posse, diplomático de carrera y escritor de talento, que había dado en los últimos tiempos en recalar en La Nación y que acaba de asumir como Ministro de Educación del gobierno de Mauricio Macri, publicó el viernes en el matutino porteño, a modo de despedida, un artículo incendiario sobre el tema de la inseguridad que nada tiene que envidiar a los tonos apocalípticos de Elisa Carrió. Hay que aceptar que Posse pega bien en algunas de las múltiples fallas en que incurrieron los gobiernos Kirchner, en especial el de Néstor, y que expone con franqueza el tema de la crisis de autoridad que se ha manifestado a cada paso en las iniciativas de estas administraciones; pero destila un odio que lo lleva no sólo a una grosera deformación de la realidad, sino a la práctica del escamoteo de la misma. Lo que equivale, lisa y llanamente, a mentir.
Posse atribuye la desjerarquización de la sociedad argentina “a la visión trotskoleninista” de los “discípulos de Gramsci”, sin pararse a pensar que esa desjerarquizacion proviene del arrasamiento brutal practicado por la dictadura y por su coronación “democrática” significada por el gobierno de Carlos Menem. Un país al que sus gobiernos títeres de Estados Unidos y del sistema oligárquico devastaron con minucia, está desde luego desjerarquizado, amén de pobre y desamparado. En estas condiciones la reconstrucción de la autoridad pública es un trabajo ímprobo, en especial en un escenario sembrado de emboscadas mediáticas, que están esperando a que el gobierno incurra en algún exceso represivo para manifestarse. Atribuir entonces la crisis de autoridad al “vandalismo y el piqueterismo politizado” tolerados por el gobierno, es de una mala fe absoluta. ¿Posse no percibe que el más grave renuncio de la autoridad gubernamental no ha sido su renuencia a sacar a los piqueteros de las calles, sino su tolerancia para con las violaciones del derecho nacional e internacional como las protagonizadas por los piqueteros paquetes de Gualeguaychú y el lock out campestre que durante meses puso sitio a nuestras ciudades?
Hay quienes ven sólo lo que quieren ver. Y la visión esquinada de los problemas locales no es la mejor manera de llegar a una percepción correcta de la sustancial unidad de Iberoamérica. Falta mucho para lograrla, pero la constancia en buscarla es la única forma de mantener la cabeza fuera del agua.