Como “paradojas del presente e ironías de la Historia” debería denominarse cualquier aproximación a la actualidad mundial. Acabamos de ver como el flamante premio Nóbel de la Paz no ha podido aguardar hasta después de la entrega de ese galardón y ha firmado el decreto que supone el envío de 30.000 soldados más que irán engrosar a las tropas de ocupación en Afganistán. A esta paradoja se suma la ironía que resulta de la incapacidad de aprender las lecciones del pasado: con una consecuencia digna de mejor causa Estados Unidos está reeditando en Afganistán una experiencia militar proyectada a un fracaso ilustrado por experiencias recientes, mediatas o remotas en ese u otros lugares. La guerra de Vietnam, la experiencia soviética en el mismo Afganistán, la ciénaga iraquí, las guerras partisanas contra la ocupación alemana en Europa oriental y sudoriental, la guerrilla española contra las tropas napoleónicas, son algunos, entre muchos, de los ejemplos referidos a la dificultad de asentarse con un cierto grado de seguridad en unos territorios irrevocablemente hostiles.
Desde luego, la retórica propagandística al uso nos habla de “garantizar la democracia para el pueblo afgano”, de resistir a las fuerzas bárbaras que se empeñan en seguir oprimiendo a las mujeres con la ley de la sharia y de ganar a ese país para la modernidad. Pero todos sabemos que esas son generalidades dirigidas a ocultar el núcleo del problema, que no es otro que el posicionamiento de Estados Unidos en una de las áreas geoestratégicas más importantes del globo. El imperio sigue por las vías que le marca su proyecto hegemónico y no parece que vaya a querer apartarse de ellas sin experimentar antes un revés (económico, militar, político) mayúsculo, que aleje a la opinión norteamericana del conformismo que ostenta respecto del estado de las cosas, por nítidos que los aspectos irracionales de este resulten para el resto del mundo.
La primacía que, en el aparato de poder norteamericano, sigue ejerciendo el complejo militar-industrial, es evidente. El mismo Obama, detrás de su discurso en torno de la retirada de Irak (que está muy lejos de haberse cumplido), durante su campaña electoral ya demostraba su acuerdo con las líneas de acción patrocinadas por el susodicho complejo, al subrayar que su intención era desplazar el eje del esfuerzo bélico estadounidense de Irak a Afganistán. Como todo está ligado –Irak proporciona petróleo, Afganistán el control de las vías de acceso para el recorrido del crudo proveniente de la cuenca petrolera del Mar Caspio- las líneas del discurso neoconservador en la política exterior norteamericana siguen predominando: contención y vigilancia en el Medio Oriente, e instalación en fuerza en un área geoestratégica, Afganistán, decisiva para el control de los movimientos de un enemigo genérico que englobaría a China y Rusia, y eventual plataforma para descargar desde ahí todo el poderío contra este.
Para la mentalidad norteamericana, pragmática y técnica por excelencia, el combate contra las adversidades debe terminar siempre en el aplastamiento de los obstáculos que se le oponen. Una historia sin reveses, una historia triunfante, ha contribuido a confirmarlos en esta peligrosa creencia. Allí donde otros han fracasado en empresas imperiales de cuño clásico, ellos entienden que, en tanto representantes de una modernidad sin límites, pueden resolver el problema a través de la aplicación de un poder de fuego abrumador, asentado sobre una tecnología cuya complejidad y exigencia financiera la hace inaccesible para los contrincantes más o menos elementales a los que se enfrentan. Una distribución de dádivas a las poblaciones locales y la apertura de un espacio político en el cual se presume han de surgir autoridades autóctonas vinculadas a las normas del libre mercado, les parecen fenómenos realizables en el curso de poco tiempo, si cuentan en el ínterin con una panoplia como la que despliegan en Afganistán y el Medio Oriente, con visos de película de ciencia ficción.
Ocurre sin embargo que esas aproximaciones programáticas a realidades sociales muy diferentes tropiezan con grandes problemas. Y ello no tanto porque esos ámbitos pueden participar de nociones culturales muy diferentes de las occidentales, sino porque no han dispuesto de la posibilidad de forjarse su propia identidad moderna, pues han estado sometidos al imperio de fuerzas que, muy lejos de interesarse en las posibilidades de un desarrollo social autóctono, se han abroquelado en sus propios intereses y han dejado actuar a fuerzas externas que, como en el caso al que nos estamos refiriendo, bajo la pátina de la “civilización”, a lo que fundamentalmente se han dedicado ha sido al saqueo y el esquilme de los pobres diablos sometidos a su férula. Si la rebelión contra estas condiciones se conjuga con apoyos externos, la situación del ocupante puede convertirse en un infierno.
La obstinación norteamericana en el sentido de creer que con dólares se arregla o se compra todo, se vincula a lo logrado con las “burguesías compradoras” de los puertos francos de China o de los similares emplazados en América latina y, por cierto, al indudable éxito obtenido con la recuperación europea posterior al segundo conflicto mundial. Pero, en este último caso, notabilísimo en sí mismo, hay que observar que Alemania, Francia, Italia, etcétera, contaban con legiones de burócratas probos formados en una tradición estatal de rigor administrativo y que operaban sobre sociedades políticamente muy maduras. La solidez de la identidad nacional de esos países y en especial la amenaza que venía del Este forzaba asimismo a la Unión a no exigir contraprestaciones abusivas respecto de la ayuda que les daba, aceitando así los engranajes sobre los cuales se iba a montar el “milagro económico europeo”.
En los países del Tercer Mundo las cosas acaecieron de muy distinta manera. Para esos pueblos no había posibilidad de componenda con el poder dominante. Sólo restaba la sumisión o la insurgencia. La burguesía compradora china fue desalojada de su sitial por la revolución maoísta y, en cuanto a India, operó su ruptura con el Imperio británico gracias a la existencia de una clase política forjada en la lucha por la liberación y que había sabido adaptar su identificación con los parámetros constitucionales de la potencia dominante, Inglaterra, a la naturaleza esencial del pueblo indio. En otros lugares la conmoción derivada del período poscolonial transcurrió de manera parecida, aunque la inmadurez de las condiciones locales y la presión imperial terminaron deformando a muchas de esas experiencias.
La tierra del Gran Juego
El caso afgano es indisociable del caso paquistaní y esta a su vez es vinculable al juego de poder en torno del gran tablero mundial que tiene al Asia central como eje de una disputa que viene desde el siglo XIX, cuando Rusia y Gran Bretaña peleaban en sordina por el control de la zona. En el presente, Estados Unidos ha tomado el relevo de esta en condiciones potencialmente mucho más explosivas que las que existían en el pasado. La militarización de la zona se ha transformado en el motor del dinamismo estratégico de Estados Unidos. Bien está hablar de “retiradas”, pero nada predispone a suponer que dicho repliegue vaya a tener lugar a menos que la Unión renuncie a sus objetivos de máxima. La posibilidad de formar una fuerza local, de composición afgana, que sea capaz de limpiar el área de los elementos fundamentalistas que insurgen tanto contra el ocupante como contra el gobierno instalado en Kabul, es remota. En el caso de Pakistán, la infiltración del ISI, los servicios de inteligencia paquistaníes, por elementos de
orientación integrista, aparenta ser un fenómeno imposible de revertir.
Lo paradójico e irónico de esta situación deriva del hecho de que los fenómenos que los norteamericanos deben combatir en este momento son monstruos creados por ellos mismos. Trabajando como doctores Frankenstein, en los años 70 nutrieron a las guerrillas mujaidines (ultraconservadoras en su mayor parte) abocadas a combatir la influencia soviética en Afganistán, influencia que se manifestaba a través del gobierno Partido Democrático del Pueblo. Este había lanzado una efectiva reforma agraria e instaurando cambios sociales y constitucionales de carácter progresivo. Luego, producida la invasión soviética destinada a estabilizar la situación apoyando al gobierno del PDP, esa injerencia estadounidense se reforzó hasta tornar ingobernable al país. Más tarde, la retirada rusa abandonó al PDP a su suerte y dejó librado a Afganistán a luchas intestinas de las cuales emergieron los talibanes, una fuerza nacida al calor de las madrasas o escuelas religiosas y que habían contado también con el apoyo de la CIA. Estos avanzaron rápidamente hasta conquistar el conjunto del país e instalaron un régimen implacable que pretendía imponer la ley islámica comprendida en su sentido más intransigente. Junto a las prácticas del más estricto rigorismo religioso y social, las mujeres fueron excluidas de la vida pública, se reestableció la amputación de las manos a los ladrones, se persiguieron las manifestaciones políticas y, lo cortés no quita lo valiente, se terminó con el cultivo del opio que generaba el grueso de la provisión de heroína al mercado mundial.
Los atentados del 11/S precipitaron una intervención directa norteamericana en ese país de topografía fragorosa. Con el pretexto de capturar o matar al Osama bin Laden, el cabecilla de la organización terrorista Al Qaeda, presunta responsable de los atentados a las Torres, la operación Enduring Freedom empezó a instalar importantes efectivos en ese país y a construir bases aéreas desde las cuales es posible amenazar a Rusia y China y controlar toda el Asia central y sus inmensos reservorios energéticos. Se trata de un diseño muy meditado y elaborado mucho antes del ataque a las Torres Gemelas. A la vuelta de unos pocos años, sin embargo, los talibanes erradicados por la campaña lanzada a finales del 2001 controlan el grueso de las áreas rurales y su actividad desborda la frontera con Pakistán.
Revertir esta situación parece ser el motivo de la decisión de Barack Obama en el sentido de enviar nuevos refuerzos al escenario del conflicto. Pero Obama es irrelevante. No está en condiciones de oponerse (en caso de que quiera hacerlo) a las fuerzas que realmente controlan las riendas de la estrategia estadounidense y su discurso justificando el refuerzo del contingente norteamericano en ese país asiático sigue, línea por línea, los argumentos expuestos por el ex presidente George W. Bush cuando hablaba del “revólver humeante” que Saddam Hussein sostenía en su mano y de la necesidad de un rediseño democrático para el Medio Oriente. Con una desfachatez apabullante Obama nos sirve frases como que “aunque el actual gobierno afgano está manchado por el fraude…, la reciente elección produjo un gobierno que es consistente y coincidente con las leyes y la Constitución de Afganistán”… Cómo un gobierno elegido en forma fraudulenta puede ser coincidente con las leyes y la Constitución de su país, fue un punto que Obama no se molestó en explicar.
También es insoportable escuchar al presidente norteamericano sosteniendo el socorrido argumento de que “al revés de lo que acontecía con las grandes potencias del pasado, Estados Unidos no busca la dominación del mundo”. Que estas palabras llenas de viento tengan curso y puedan ser aceptadas al menos por una considerable parte del pueblo norteamericano, a pesar de los numerosos intelectuales y de las corrientes de opinión que atacan y desnudan esta verborragia hipócrita, es indicativo de la necedad de ese público habituado a vivir en una cápsula gigante, alimentado con mentiras y fábulas, y repantigado en su autosatisfacción.
Tan solo el estallido de un sopapo monumental podrá despertarlo de esa beatería autocomplaciente.