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15
NOV
2009

El reingreso a la Historia

Contrariamente a lo que se supuso al principio, la caída del Muro de Berlín no implicó “el fin de la Historia” sino un retorno brutal a esta.

El pasado lunes se celebró el vigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín. Los diarios y los medios regurgitaron de nuevo un optimismo beato, una satisfacción dulce y un poco nauseante ante el recuerdo de tan "magno acontecimiento" que abrió una brecha en el dique comunista y permitió que la vida de los países del Este fluyera con libertad. Pocos se plantearon las consecuencias concretas de ese “glorioso” amanecer. Y menos todavía fueron los que se interrogaron sobre el trastorno brutal en la vida de cientos de millones de seres que se produjo como consecuencia de la liquidación del bloque del socialismo real y del aprovechamiento por Estados Unidos del desquicio producido por ese hecho.

Sí, es verdad, las conmociones históricas acarrean sangre, sudor y lágrimas, y las devastaciones producidas después de las revoluciones rusa y china –acontecimientos que según la Vulgata liberal eran refutados por el derrumbe del comunismo- no fueron menores. Pero convendrá distinguir aquí entre los estragos producidos por esos fenómenos, que respondían en altísima medida a la necesidad de defenderse del ataque implacable de parte de las potencias imperialistas, y el carácter ofensivo y constrictor de una neoliberalización económica y de un activismo fragmentador y desquiciante que no perseguían otro objetivo que la restauración capitalista allí donde había habido sistemas que, originalmente, no proponían otra cosa que la justicia social y la liberación del yugo de la necesidad para millones de personas.

Por ese entonces, 1989, intelectuales acomodaticios y periodistas más acomodaticios todavía proclamaban el entierro de las ideologías, la derrota de las Utopías y hasta el fin de la Historia. En ese momento hacía falta cierto coraje intelectual para pensar por cuenta propia, pero para algunos se nos hacía evidente que las coordenadas que guiaban al mundo moderno no iban a alterarse como por arte de magia y que, si el socialismo había caído, el capitalismo no había resuelto ninguno de sus problemas. Esos mismos problemas que, de catástrofe en catástrofe, habían motivado la eclosión del socialismo como instancia superadora. Instancia que, como consecuencia de la agresión externa y los problemas doctrinarios y de la exigüidad de las bases sociales sobre las que se había asentado, había degenerado y perdido la tonicidad vital que era indispensable para convertirse en la fuerza dinámica que debía cambiar al mundo. Aun así, a pesar de sus errores y de sus crímenes, la experiencia soviética había jugado un papel determinante y positivo en el diseño del siglo XX. Fue su amenaza, fue la evidencia de que podía construirse un modelo social y productivo diferente del capitalista y provisto de la fuerza suficiente como para soportar las más brutales agresiones externas, lo que indujo al mundo occidental a una serie de graduales reformas que paliaron las necesidades de las grandes masas en las sociedades metropolitanas, a la vez que abrían horizontes de independencia nacional y superación social en los países de la periferia colonial y semicolonial.

Desde el New Deal rooseveltiano a la sociedad de bienestar generada durante las “tres décadas doradas”, posteriores a la segunda guerra mundial, era la presencia del comunismo como entidad configurada en Estado y capaz de concitar el interés y eventualmente la adhesión de las masas occidentales –esto último en el caso de que continuasen los fenómenos de sobreexplotación capitalista y anomia social a los cuales esas masas habían sido sometidas-, lo que se erigía en una amenaza para el sistema capitalista y lo obligaba a moderar sus apetitos. Las sucesivas crisis y la contracción de la economía en Occidente, así como su estancamiento en Oriente, dieron lugar, alrededor de 1975, a la “revolución conservadora”, contrarrevolución a todos sus efectos, que se corporizó en una carrera armamentista que apuntó a sofocar a la precaria economía soviética para forzar el abandono, por la URSS, a su pretensión de seguir jugando el papel de segunda superpotencia mundial y de referente de un sistema económico no atado a las reglas del mercado. Esta presión, sumada a la incomodidad y el aburrimiento en que la grisalla del socialismo real había sumido a unas poblaciones hartas de una mediocridad sin aventura, fue determinante en la implosión del bloque del Este. Este derrumbe fue preparado en parte por el despliegue de los bienes de una sociedad de consumo que perforaba la muralla de Berlín a través de los mass media, seduciendo a una juventud que, por su lado, no encontraba en su propio mundo las motivaciones ideales que podían distraerla de ceder a esa atracción banal y fácil.

Ahora bien, apenas verificada la caída del Muro y la disolución del bloque del Este como contrapeso militar, el imperialismo se sacó el bozal. El avance sobre las conquistas sociales ganadas durante los “30 dorados”, la desregulación laboral, la globalización económica pautada de acuerdo a los intereses de la “Trilateral Commision” y el rediseño del mapa mundial conforme al proyecto geoestratégico laborado durante años por el Pentágono y los “brain trust” del Departamento de Estado y del Consejo Nacional de Seguridad, se precipitaron sobre el mundo con la velocidad del huracán. Ya en años anteriores los “reaganomics” habían preparado el terreno y habían devastado a muchos países -los de América latina, en especial-, pero cuando se hundió la URSS y sus países satélites de Europa oriental recuperaron su autonomía, la redefinición del tablero mundial cobró un ímpetu imparable.

La directriz marcada por Washington apuntaba a crear sociedades de mercado en los países del ex bloque socialista, incluyendo Rusia y, de forma menos explícita pero aun más contundente, a desarticular los Estados, no sólo los pertenecientes a ese bloque, sino a las sociedades y los Estados en general, como parte de una política de fragmentación de toda entidad que pudiera erigirse en un factor resistente contra la globalización capitalista. Acompañando a este esquema aparecieron los expedientes para fogonear las antinomias (fuesen reales o superficiales) entre grupos étnicos o confesionales, que comenzaron a manifestarse en el desgarramiento de Yugoslavia. Estados Unidos y la Unión Europea hacían pie de esta manera en los Balcanes y realizaban en ensayo de laboratorio de los procesos que casi enseguida se iban a lanzar sobre los países de la ex URSS y en muchos otros rincones del mundo. Ningún recurso fue prohibido para lograr estos fines. La intriga diplomática, la sinfonía mediática, la política de sobornos crediticios y, lo último pero no lo menos importante, el recurso a la guerra civil como expediente para precipitar las fragmentaciones, pasaron a integrar el orden del día. Yugoslavia, trabajosa pero felizmente integrada por Tito, se desintegró al conjuro del choque entre bosnios musulmanes y bosnios cristianos, entre los croatas católicos y los serbios ortodoxos, entre estos y los albaneses kosovares de religión musulmana…

Abriendo el juego hacia metas aun más ambiciosas, contemporáneamente a estos acontecimientos se fue delineando una reversión del papel de la Otan que, nacida como escudo contra la amenaza de las divisiones blindadas soviéticas que acampaban detrás de la Cortina de Hierro, atrajo a los ex satélites de la URSS, alentó con éxito la independencia de los países bálticos y de Ucrania y promovió los nacionalismos caucásicos. Sin tapujos, con una sinceridad aplastante, Zbygniew Brzezinsky proclamó en El gran tablero mundial la necesidad de irrumpir en Eurasia concibiéndola como los nuevos Balcanes del siglo XXI. Para Brzezinsky la misión de Estados Unidos es doble: por un lado perpetuar su propia posición dominante durante una o más generaciones para de esa manera “crear un marco geopolítico capaz de absorber los choques y las presiones inherentes al cambio geopolítico, avanzando al mismo tiempo en la constitución de un núcleo geopolítico de responsabilidad compartida encargado de la gestión pacífica del planeta… Una cooperación cada vez más extendida durante una etapa prolongada con algunos socios euroasiáticos clave, estimulados por Estados Unidos y sometidos a su arbitraje”. En algún momento de esa construcción Estados Unidos resignaría su papel de Príncipe Regente de esta causa y, bueno, la estabilidad y la paz mundiales continuarían caminando libres de andadores.

De esta manera, pues, Estados Unidos enseñaría al resto del mundo a andar en bicicleta. Sólo que las teorizaciones ideales se dan de patadas con la realidad de los hechos. ¿Se conoce el caso de algún poder tan benevolente como para resignar de motu propio su voluntad de dominio? Suena demasiado bello para ser cierto, en especial considerando que el núcleo dinámico de ese proceso de dominación está dado por el capitalismo, fuerza ciega si las hay y preocupada con exclusividad en el fomento y la maximización de la ganancia. Todos los movimientos del Imperio después de la caída del Muro apuntan a una exacerbación de sus rasgos más rapaces. No sólo en el plano económico sino también el militar. Los atentados del 11/S suministraron el pretexto ideal (¿demasiado ideal, quizá?) para desatar una fuerza bélica largamente retenida: las invasiones a Irak y Afganistán, la desestabilización de áreas claves como los países del Asia central para sustraerlos del influjo ruso, la agitación en el Tibet, los oscuros manejos en Pakistán, los síntomas de una reactivación de las ingerencias norteamericanas en América latina, parecen estar dirigidos al sostén de un poder global más allá de cualquiera de sus propias problemas internos y a cercar y si es necesario destruir a los adversarios que pueden disputarle el control de las reservas naturales del planeta, factor determinante para la consolidación o la precarización de un poder hegemónico.

Pero frente a esta voluntad de poder global, aparecen ahora múltiples factores que pueden trabarla y que, en la época de vigencia del Muro, no podían siquiera imaginarse. La virtual independencia respecto de sus gobiernos con que suelen actuar los servicios de inteligencia, y la privatización de los medios de destrucción, determinada tanto por las acciones de los grupos terroristas como por el accionar de los “contratistas” que las grandes potencias ponen en escena para aliviarlas del trabajo sucio, supone que el monopolio de la fuerza se ha eclipsado. Los Estados, que antes eran los detentores naturales de esta, por un lado la delegan ahora en sociedades anónimas como la empresa Blackwater y por otro temen ser víctimas de la practicada por células de activistas que se nutren de la existencia de grandes colectividades que se sienten desamparadas, hambreadas y culturalmente agredidas en sus valores tradicionales por efecto de una modernización que las reduce a la anomia. Ahora es posible no sólo que los grandes poderes del mundo intenten moldearlo a su imagen y semejanza, sino que de las profundidades de este surjan insurrectos armados de un poder de interferencia comunicacional –el sabotaje electrónico- y de la posibilidad del arma nuclear, capaces de limitar esa aspiración hegemónica sometiéndola al asedio de una anarquía creciente.

Ninguna de las dos opciones es tranquilizadora. Frente a ellas puede levantarse, esperemos, una alternativa mejor. La “globalocalización”, neologismo de pronunciación dificultosa pero de gran sugerencia, es una tendencia que de alguna manera está tendiendo a contrarrestar el imperio del caos que nos propone el Centro del mundo. Consiste en la conformación de unidades regionales unidas por un imperativo geoestratégico básico y una base cultural común. Su articulación es muy difícil y no va a contar con el visto bueno de la superpotencia, pero es quizá la única opción para escapar a la morsa con la que el imperialismo está intentando reeditar el mundo sometido a servidumbre que fue característico de los años, por ejemplo, de la pax britannica, una época añorada por los europeos porque precedió al cataclísmico siglo XX, pero que para los países de la periferia no tuvo nada de pacífico y se distinguió, por el contrario, por el saqueo implacable de los recursos coloniales y por arduas luchas nacionales dirigidas a rescatar la voluntad autónoma de grandes masas alienadas de su propio ser.

Aparte de la Unión Europea, que es un fenómeno de “globalocalización” generado en el seno mismo del universo eurocéntrico, la primera y más original aproximación al problema desde los países marginales pertenece a América latina. El Mercosur significó la apertura de esta región hacia un escalón más alto que podría estar significado por la Unasur (Unión de Naciones de Suramérica), a poco que esta cobre cuerpo y autoconciencia. Bastarnos a nosotros mismos configurando nuevas y más amplias unidades sociales asentadas en cierta comunidad de origen y cierta pertenencia regional, más allá de las singularidades étnicas o los nacionalismos de campanario, es el único camino que se nos ofrece para escapar al diktat imperial de la era posmoderna.

Si el derrumbe del Muro de Berlín significó el derrame sin cortapisas del neoimperialismo capitalista por el mundo entero, la construcción de diques que intenten contener ese tsunami y proveer a las regiones relegadas del mundo de tiempo y espacio para crecer de acuerdo a sus propias necesidades, se presenta a su vez como una necesidad absoluta. No se tratará de erigir paredes para perpetuar nuevamente una pax soviética gris en los países donde ella existía, sino de protegerse del dinamismo imperialista para generar, a nuestra vez, otras dinámicas que podamos llamar propias. Después de todo, el mismo sistema-mundo que nos gobierna se precave detrás de sus propias murallas. ¿O acaso las barreras en la frontera mexicano-estadounidense, el muro que circunda a Gaza o el rechazo de los emigrantes desesperados que huyen de África hacia Europa y se ahogan a millares en el mar, no son Cortinas de Acero a la inversa?

Veamos entonces al Muro de Berlín en perspectiva. Fue un punto de inflexión en la historia del planeta, pero no por los untuosos motivos que se aducen, sino porque supuso la ruptura de un relativo estancamiento y el reingreso a los tiempos violentos de la historia, que caracterizaron a la mayor parte del siglo XX.

 

 

 

1- En 1983, estando en Berlín, quien esto escribe se enteró del caso de dos jóvenes desertores del ejército de la RDA que se habían pasado al Occidente porque, dijeron, “de este lado hay unas motos tan maravillosas…”

 

2 - Zbygniew Brzezinski: El gran tablero  mundial, Paidós, pág. 217, Barcelona 2001.

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