Alejandro Dolina dijo días pasados que los medios se han convertido en el espejo deformante en el que la realidad se mira. La realidad somos nosotros, el público, en su mayor parte ignaro de los mecanismos que mueven a los conglomerados mediáticos y predispuesto, por lo tanto, a aceptar la versión que ellos nos muestran del mundo que nos rodea, aunque un poco de esfuerzo crítico debería llevarnos a concluir que esa versión es distorsionante, prevalentemente dirigida a conseguir objetivos espurios y provista de una unanimidad que debería hacerla sospechosa, en especial cuando esos arrebatos críticos se suscitan al calor de asuntos muy coyunturales. La inseguridad, la carencia de autoridad del gobierno, la supuesta falta de credibilidad oficial en materia económica y la también presunta corrupción que anidaría en los niveles más altos del Ejecutivo se han convertido en los componentes de un clima una vez más desestabilizante, quizá suscitado precisamente al conjuro de la capacidad del gobierno para recuperar la iniciativa política después de la elección del 28 de junio, que parecía habría de obliterarlo a breve plazo y a convertirlo en un poder subrogante del sistema hasta que entregase su mandato en el 2011.
El caso es que, en esta semana, todas las baterías del monopolio comunicacional han abierto el fuego contra el Ejecutivo, personificado en la letra K. Los motivos o pretextos, aunque no muy relevantes, son muchos: los cortes en el tránsito en Buenos Aires, la huelga salvaje en el ferrocarril subterráneo, que ha crispado a los millones de usuarios; los hechos de violencia y los atentados contra la propiedad que acaecen cotidianamente en el conurbano bonaerense, con su secuela de muertos, heridos y difundido temor. Estos últimos hechos reproducidos con una asiduidad fuera de proporción y de preferencia con los ribetes más morbosos que sean posibles.
La Argentina está circulando por un andarivel peligroso. No tanto por las dificultades que la trabajan y por el problema de autoridad que arrastra el gobierno desde que se negó a reprimir a los piqueteros paquetes de Gualeguaychú, sino sobre todo por el oportunismo y la intransigencia de la oposición, que se prende de cualquier pretexto para promover una desestabilización que busca acorralar a la Presidenta y a sus ministros para que incurran en algún error y poder así valerse de él para inflar al máximo los huracanes retóricos de personajes como Elisa Carrió. El gobierno es tildado de fascista, autoritario, represor de la libertad de prensa y todo eso en el marco de la más absoluta incontinencia del discurso opositor, mientras se siembra la alarma en torno de una situación económica que, aunque mediocre, es bastante estable si atendemos a los parámetros del resto del mundo.
La arbitrariedad del sistema que domina en el ámbito económico y mediático se permite cualquier absurdo, seguro de que no hay forma de contrastar la manipulación informativa y el alud idiota de opiniones que se derraman por la boca de quienes no se encuentran precisamente calificados para darlas, como son Marcelo Tinelli, Mirta Legrand, Susana Giménez, Soledad Silveyra, Jorge Rial y otras figuras de la farándula, notables por su trabajo en demoler las pizcas de sentido común que pueden restar en una opinión bombardeada, desde hace décadas, por el uso y abuso de las políticas de marketing televisivo y las subsecuentes carreras por el “rating”.
Para redondear la embestida la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) se reunió en Buenos Aires y emitió sombrías apreciaciones sobre la situación de la libertad de expresión en la Argentina. Pero, ¿qué diablos es la SIP? La SIP no es la ONU y ni siquiera la OEA. Es una mera cámara empresaria, que bien se guardó de opinar en torno de tan delicado tema en la época en que los grandes medios uniformaban su discurso en respaldo, tácito o explícito, a las dictaduras militares que barrían el continente de “elementos subversivos” y consolidaban la puesta en práctica de los principios del consenso de Washington. Estos principios desguazaron las incipientes muestras de desarrollo en los países de América latina, no bien la doctrina de seguridad nacional ideada en la Escuela de las Américas terminó su tarea terrorista dirigida a despejar el camino para la puesta en práctica de esa propuesta.
No pretendo disimular los errores del gobierno, su falta de resolución para asumir una política concreta de desarrollo mientras hubo tiempo para ello, pero creo que se está llegando a una etapa en la cual no queda demasiado espacio para las exquisiteces y los equilibrios artificiosos. Hay que señalar desde luego las falencias de los gobiernos Kirchner, pero siempre y cuando esto no signifique allegar agua al molino del enemigo. La lentitud oficial para ir al meollo de las cosas, que no es otro que la subsistencia de un modelo económico dependiente; su manía declarativa, que lo lleva a anunciar proyectos en catarata sin una clara idea de cómo manejarlos, son defectos indicativos de cierto oportunismo muy argentino. Pero estos defectos no alcanzan a ser tan clamorosos como para anular las muchas iniciativas positivas que el gobierno ha tenido a lo largo de su gestión. Desde la reversión de una política exterior servil al Imperio y la generación de un curso latinoamericano que atiende a la integración regional –punto decisivo este-, hasta la recuperación de las jubilaciones para el Estado, pasando por la renacionalización de Aerolíneas, la ley de Medios y la torpe, pero en suma bien orientada, pretensión de imponer un límite a la explotación sojera a través de las retensiones agrarias.
Esas iniciativas no alcanzan, desde luego, pero no son pocas y han sido lo bastante importantes como para excitar la furia del espectro opositor que hace pié en el sistema establecido, adhiere al viejo país o es incapaz de una visión abarcadora que aprecie la situación desde la comprensión de las grandes líneas de nuestra historia.
Ahora bien, ¿es posible gestar esta última perspectiva con el grado de indefensión en que se encuentra la opinión pública respecto de los mass-media? Como se ha dicho en repetidas ocasiones, los conceptos de verdad y mentira en el mundo actual están entrelazados con el discurso que se desprende de los medios. La información es tanta, tan caótica y circula tan aceleradamente que para el público en general orientarse en esa maraña es muy difícil. Tiende por lo tanto a aceptar como cierto lo que se le ofrece desde la televisión, la radio o la prensa escrita, si puede contrastando a unos medios con otros. Pero la succión monopólica ha reducido al mínimo esa posibilidad. Y si todos los medios dicen lo mismo es fácil que el público confunda a esa unanimidad con la verdad.
Esta es la situación en que nos encontramos, al menos hasta que la nueva ley de comunicaciones pueda ponerse en práctica, tema dudoso si los hay, pues falta mucho para que entre en plena vigencia y antes de eso puede tener que pasar por una revisión castrante en el nuevo parlamento que entrará en funciones a partir del mes que viene. Lo que tenemos frente a nosotros es una travesía del desierto. Y en el desierto, ya se sabe, los espejismos abundan.
Cuidado entonces en perder la brújula que nos puede guiar en este rumbo. Sus puntos cardinales no son otros que la comprensión de nuestro pasado y la integración latinoamericana. Con estos dos elementos no se puede, no se debería equivocar el camino.