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08
NOV
2009

Escamoteos

Dos rostros contrapuestos del ejército argentino.
Dos rostros contrapuestos del ejército argentino.
La ocultación de temas fundamentales de nuestra historia, explica mucho de nuestra incapacidad para articularnos como sociedad capaz de mirar hacia delante. Entre esos temas está el de las Fuerzas Armadas.

Días pasados se verificó, en el marco de una estrategia de apertura de las Fuerzas Armadas a la sociedad, un debate sobre la relación entre el poder militar y el poder político, del que participó, entre otros, el filósofo José Pablo Feinmann. La noticia pasó casi inadvertida, a pesar de que ese episodio puede representar un excelente punto de partida para la reconstrucción de nuestra memoria histórica, dato fundamental para sentar las bases de la reconstrucción del país.

La memoria histórica de la Argentina se ha constituido en buena medida en base a la sustracción de muchos de sus componentes principales. No se trata sólo de la distorsión de los datos que están en ella, sino también de su escamoteo liso y llano, determinado por lo que podría llamarse una comprensión artificial de la buena educación, expresada en ese esnobismo y esa pacatería que indican que “eso no se dice, de eso no se habla”.

En gran medida este fenómeno se deriva de la naturaleza del proyecto que configuró al país: para la representación iluminista de una Argentina embarazada de sí misma a partir de la contraposición entre “la civilización y la barbarie”, la herida causada por la brutalidad de nuestros enfrentamientos civiles sólo podía sanarse con esa admonición de la historia oficial: la razón se había impuesto al desorden épico de las caballerías gauchas y, en definitiva, nos había alumbrado como una nación occidental, racionalista y, por qué no, también católica, en la medida que esta confesión podía inducir a la buena educación de las masas y a que estas no perturbasen el accionar de una casta gobernante que configuraba al país de acuerdo a sus propias coordenadas.

Esto hizo de la historia argentina una especie de cuento de hadas, concebido en buena medida para formar a las oleadas de inmigrantes que descendían sobre estas costas absolutamente ignorantes del pasado del país. Alguien del estamento cultural dominante –no recuerdo quién- manifestaba, allá a principios del siglo XX, sentirse orgulloso ante la constatación que un escolar hijo de inmigrantes había hecho de la lectura de los textos oficiales sobre nuestro pasado: “¡Qué linda es la historia argentina, papá!”.

Y bien, ninguna historia lo es, a menos que resulte de la falsificación de los datos que la componen. Hay lodo, sangre y violencia en nuestro pasado, y ese rastro se prolonga hasta hoy. Estuvo presente en el desgarramiento de los años ’70 y en la brutalidad con que se cerró el ciclo de la guerrilla y la contraguerrilla, y fue factor determinante en el genocidio social consumado durante la década de los ’90 por los exponentes de una democracia formal cuyos integrantes fueron todos, o casi todos, cómplices del desguace del Estado y del saqueo del país.

El pudor ante nuestros antecedentes y la escasa predisposición a tratar de desentrañarlos en su complejidad, ha venido a resultar en apreciaciones maniqueas de la realidad, que se suplantan unas a otras según el cristal con que se la mira. Desde la dicotomía entre “civilizados” y “bárbaros”, peronistas y antiperonistas, “milicos” y “zurdos”, apelativos con los que se agraciaron los protagonistas de nuestro pasado, hemos venido a parar en la contraposición (hay que reconocer que de baja intensidad, en comparación a las antinomias del pasado) entre kirchneristas y antikirchneristas. Pero siempre ha habido un componente prohibido en todos estos análisis: la comprensión del Otro y, supremo tabú, el papel del “partido militar” en nuestras discordias intestinas. A pesar de que no faltaron abordajes apasionados e iluminantes sobre este tema – Ejército y semicolonia, de Jorge Abelardo Ramos, es un referente original e insoslayable- la Vulgata democrática, incluida la izquierdista de proveniencia montonera, ha tendido a ver en las Fuerzas Armadas sólo al brazo armado de la oligarquía y del imperialismo. Esta es una considerable tontería que excluye no sólo a Perón sino a una gama de caudillos militares que llenan páginas de la historia de América latina y que encuentran incluso hoy un exponente de fuste, el coronel Hugo Chávez Frías.

En lo referido al ejército argentino nunca se pondrá un énfasis suficiente en su naturaleza escindida entre un ala nacional y otra antinacional, desgarramiento que lo recorre desde la Independencia hasta 1955. Es sólo después de esta última fecha que el balance entre esas dos alas –que reflejan a su vez la escisión del país entre la pulsión democrática y popular, y la rigidez de un sistema adornado con los oropeles de una constitucionalidad fementida- es sólo después de la contrarrevolución del 16 de Septiembre, digo, que ese equilibrio se rompe. Y se rompe a favor del ala oligárquica de las Fuerzas Armadas, aunque la inquietud nacionalista siga bullendo en el interior de estas, como secuela de la función específica que les toca desempeñar.

Aquí comienza el más gigantesco escamoteo de nuestra historia. Durante 18 años el movimiento popular más importante de Argentina en el siglo XX, el peronismo, es proscrito y la imposibilidad de su acceso al poder se convierte en el sine qua non de toda la experiencia política. Quienquiera desease facilitar su libre manifestación orgánica, que estaba ligada a la recuperación de su jefe, era inmediatamente apartado del poder, se encontrara este encarnado en una figura civil o militar. Sólo después del cordobazo y del período de inestabilidad social que lo siguió, el bando antipopular de las FF.AA., conducido por el más inteligente de sus jefes, el general Lanusse, se decide a dar un paso al costado. Pero este es seguido –como consecuencia en buena medida de la irracionalidad de la ultraizquierda que se enfrenta a Perón, el único aglutinante posible del panorama político por ese entonces- por un retorno de los militares al gobierno, que abre el paso a lo peor de las tendencias antinacionales y antipopulares de nuestra historia. La experiencia represiva aniquila no sólo a la guerrilla sino que deshace moralmente a quienes la ponen en práctica. Tras el fracaso de un último intento de recuperar legitimidad, la guerra de Malvinas, el partido militar se derrumba y es objeto a su vez de una negación que se cierra a razones, atribuyendo a este todas las culpas de lo que ha sucedido en Argentina.

Estos puntos son muy complejos y deberían ser motivo de un libro, más que de una nota periodística. Pero por ahora podríamos ir cerrando el tema puntualizando que no es posible seguir ignorando el papel formador y deformante a la vez que el Ejército ha cumplido a lo largo de nuestra historia. La falsa moral es un pésimo principio para construir la realidad. No puede haber tabúes en la indagación de nuestro pasado. La “buena educación” a la que nos referíamos al principio es equivalente a esconder “el esqueleto en el ropero”. El rol de las Fuerzas Armadas sigue siendo un componente inevitable para comprender nuestra historia. No tiene por qué ser este un asunto agradable, como tampoco lo es el conjunto de factores que han conformado nuestra trayectoria. Después de la crisis del modelo que generó a la Argentina, es necesario forjar un Plan de Operaciones tan ambicioso como el fraguado por Mariano Moreno. Se nos han ido casi 80 años intentándolo. Y no vamos a lograrlo a menos que miremos la realidad a la cara.

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