No hay nación sin un proyecto estratégico. Y mucho menos en tiempos como los actuales, cuya caracterización pasa por la existencia de una voluntad hegemónica que apunta a nivelar todo de acuerdo a los intereses que propugnan un determinado tipo de globalización, jugada a favor del sistema dominante. Esto es, del capitalismo.
La globalización camina sobre dos patas: una significada por el ejercicio determinado de la fuerza bruta –políticas de mercado, bloqueos, intervenciones militares- y otra que se mueve en el plano de la “virtualización” de la realidad, representada de muchas maneras, desde múltiples ángulos y de acuerdo a un desorden sabiamente orquestado que oculta la esencialidad de los problemas bajo la hojarasca de una información inasible, variable, caótica, que no deja por esto, sin embargo, de remachar en cuanta oportunidad se presenta los datos del discurso único, a veces de forma subrepticia, en otras en forma tan manifiesta como aplastante. Se trata de la revolución comunicacional, que sólo puede ser contrastada por sus mismos medios. Es decir volviendo a introducir los elementos del discurso crítico en el seno del mismo desorden, en la esperanza de que desde Internet, por ejemplo, y del crecimiento de los puntos de vista alternativos, se pueda establecer un principio de transparencia.
La apuesta, como se ve, es brava, pues esa misma arborescencia de puntos de vista distintos puede contribuir a sumar confusión a la confusión general. De ahí que las prédicas fundamentalistas del integrismo islámico, por ejemplo, no dejen de contener cierta racionalidad dentro de su irracionalidad: ante la avalancha multiforme de los discursos que no afectan la marcha del núcleo duro de la globalización, sino que más tienden a crear una cortina de humo que lo disimula, la negación furiosa, hasta aberrante, de los supuestos que han fundado la preeminencia de Occidente tiende a transformarse en un obstáculo muy difícil de reducir.
Pero es obvio que nos encontramos fuera de esta dialéctica, que no puede conformarnos pues somos, en definitiva, hijos del Occidente que ha forjado el capitalismo, el socialismo y la modernidad. Cuando mucho podemos comprender los factores que se agitan en la reviviscencia de la brutalidad colonialista y de la resistencia formidable a esta. Sin embargo nuestra determinación como entes históricos –es decir, como latinoamericanos provistos de una identidad propia y en condiciones de insertarse en la corriente del mundo de acuerdo a nuestras propias necesidades- debe ser afirmada a partir de los valores de Occidente, para escapar del subdesarrollo que el Centro del Mundo impone a quienes no son capaces de valerse por sí mismos.
En este sentido debe reconocerse que a nuestro país le falta rendir muchas materias para ser capaz de dar la talla. La disposición al cambio abrupto pero superficial, el vocerío retórico, la falta de perspectiva estratégica o la existencia de dos de ellas, incapaces de vencerse entre sí –una agropecuaria y dependiente, aislacionista y estrecha, y otra industrialista y modernizadora, latinoamericanista y abarcadora- han marcado los últimos 60 años con un desgarramiento y con muchas huellas de sangre sin que se haya producido una crisis que proveyese a una síntesis. Ello se deriva en gran medida de la pereza mental y la cobardía moral del núcleo social que moldeó la nación en el siglo XIX de acuerdo a sus intereses de casta: la oligarquía “compradora”. Pero también de la inexistencia, en el sector empresarial que podría haber tomado su relevo, años más tarde, de una conciencia burguesa: más que pensar en reemplazar a la oligarquía su mayor afán pareció residir en asemejarse a ella, a fin de arribar a su vez a un disfrute parasitario de la renta. La consecuencia de esto fue que su papel hubo de ser representado por poderes vicarios provenientes del ejército y los sindicatos, que hubieron de defenderse –sin demasiado éxito- de la coalición entre la burguesía empresarial con la oligarquía agraria. Esta coalición no siempre está vigente, pero suele manifestarse en los momentos críticos, fundada en una asociación tejida con las mallas de la especulación financiera, en la cual ambas se reconocen.
Así las cosas, Argentina se encuentra hoy sin un proyecto claro de desarrollo estratégico y abocada a una pelea de perros entre un gobierno que encarna de manera muy insuficiente una tendencia a establecerlo, y un espectro sociopolítico que mancomuna a la burguesía campestre con la burguesía empresaria, provisoriamente aliadas en su repulsa al kirchnerismo.
Y todo esto de vuelta de un largo período de dictadura neoliberal que arrasó a sangre y fuego a las resistencias populares, que niveló a cero la capacidad de rendimiento de la industria estatal, transfiriéndola a vil precio a manos privadas; que fomentó las bicicletas financieras y el desarme intelectual y moral. Al que se vino a sumar, por añadidura, el desguace de las Fuerzas Armadas, emprendido con criterios tan oportunistas como equivocados, como un pase de factura por las atrocidades cometidas por estas durante la dictadura. Pero este desarme es también expresivo de una suerte de renuncia de la voluntad nacional, en tanto esta requiere de ese instrumento para defender, en última instancia, su integridad territorial en un mundo más que nunca amenazado hoy por las reconfiguraciones abruptas del mapa y por los divisionismos alentados por el imperialismo.
La situación actual de las fuerzas armadas en Argentina y Brasil
Cierta progresía fatua se ríe del ejército y se asombra de su persistencia como de la de un monstruo antediluviano. Los lugares comunes más obvios de la historia entendida de acuerdo a una seudo sociología y psicología que hacen hincapié en el antimilitarismo a secas desfilan tontamente: los “milicos” no están ahí sino para rascarse o servir de manera obediente y en ocasiones con ferocidad a la casta oligárquica; son malos o idiotas; no hace falta una hipótesis de guerra, el ejército en nuestro país nunca hizo otra cosa que barbaridades y el actual rearme que se percibe en los países del área no hace otra cosa que reflejar la inflación de ese estamento inútil de parte de sociedades todavía embobadas con la retórica nacionalista o demasiado estúpidas para ajustarle las cuentas.
Un país se define por su capacidad de plantarse frente al mundo para no ser manipulado y las fuerzas armadas juegan un papel latente pero decisorio en ese terreno. Ahora bien, como no hay características absolutas, ese instrumento que debería ser puesto al servicio de la voluntad nacional está sometido a los avatares de la historia: en un país dependiente el ejército concentrará siempre el suficiente poder de fuego para ser un elemento represor al servicio del poder oligárquico; pero también, eventualmente, para erigirse en un poder que asuma por sí mismo las tareas de un desarrollo nacional que los otros estamentos dirigentes abandonan porque no están interesados en tomarlas en cuenta. Las dictaduras represivas y cipayas fundadas en las fuerzas armadas han menudeado en América latina, pero también las experiencias del populismo autoritario de signo nacional han surgido de su seno. Germán Busch y Gualberto Villarroel en Bolivia, Perón en Argentina, Ibáñez del Campo en Chile, Velasco Alvarado en Perú y hoy Hugo Chávez en Venezuela provienen de esa cantera. Para no hablar de las figuras fundacionales que promovieron la Independencia: San Martín, Bolívar, O’Higgins…
De modo que no se puede especular con antelación a los hechos y sin conocer cuáles pueden ser las corrientes profundas que se remueven en el ámbito castrense, aunque la educación nacional de quienes se mueven en este y una percepción genuina de la democracia de parte de sus integrantes son condición sine qua non para evaluarlos. La abolición del servicio militar (este punto de vista seguramente provocará escándalo entre la progresía al uso) fue un paso atrás respecto del pasado. No sólo porque empobreció o anuló la capacidad de custodiar nuestras extensas fronteras, sino porque supuso la renuncia a una actividad socialmente positiva que durante mucho tiempo había permitido la alfabetización de las masas del interior y había integrado socialmente a los sectores más desposeídos. Por fin, la contracción presupuestaria y la falta de inversión no sólo en sistemas de armas adquiridos en el exterior sino en los elementos de tecnología de punta que es preciso desarrollar para potenciar esos sistemas, así como la ausencia de un propósito claro de emulsionar las industrias para la defensa, ponen a Argentina en una situación incómoda respecto del resto de los países de América latina, pasando a depender de la eventual buena voluntad de Brasil para cubrir intereses geoestratégicos que tocan a ambos países. Como los yacimientos de petróleo comprobados o presuntos en el Atlántico Sur y la proyección sobre la Antártida, Malvinas incluidas.
Frente a este curso que hace ostensible una casi absoluta pérdida de tonicidad en los reflejos autodefensivos de Argentina, Brasil, por el contrario, se proyecta al nivel de potencia global con fuerza e inteligencia. No hace falta que el mundo desarrollado lo reconozca en tal condición; basta observar como se planta en el diseño de su proyecto geopolítico para comprenderlo. Y si el mundo de las potencias dominantes reconoce esa aptitud brasileña para equiparársele, es porque respeta a quien no le teme y cree en su aptitud para pararse sobre sus propias piernas, poniéndose en condiciones de liderar a un bloque regional provisto de enormes recursos materiales, energéticos y humanos.
En Argentina se desmontaron las industrias que apuntaban al desarrollo balístico y a su aplicación satelital, se soslayaron las posibles ramificaciones de la industria nuclear con la de la defensa, y la postergada iniciativa de fabricar un submarino nuclear fue sepultada por el gobierno de Carlos Menem, junto a tantas otras cosas. Las restricciones presupuestarias hacen de ese propósito una utopía hoy, aunque a principios del 2008 se difundió un proyecto conjunto con Brasil por el cual este país se iba a encargar de la parte no nuclear del submarino, basándose en tecnología francesa, y de proveer el combustible atómico, mientras que Argentina se ocuparía de producir el reactor nuclear compacto que propulsaría al sumergible. Desde entonces no hemos vuelto a oír hablar del tema y, en cambio, el ministro de Defensa brasileño, Nelson Jobim, acaba de manifestar que su país ha resuelto fabricar, en vez de uno, tres submarinos nucleares con tecnología francesa…
¿Tendrá Argentina alguna parte en ese proyecto? Y de ser así, ¿esos buques estarán de alguna manera supeditados a la atención de nuestros intereses? La comprensión brasileña de la región como un todo es muy superior a la que han tenido nuestros gobernantes de los últimos 40 años. Y así estamos. La idea de poner a tres y no uno de esos navíos en el mar es indicativa de que la cancillería y el Estado Mayor brasileños no están buscando un submarino nuclear para poder exhibirlo a modo de representación simbólica del estatus de su país, sino que pretenden darle un uso concreto y efectivo para lo cual necesitan tres y no una de ese tipo de naves. Una para actuar operativamente, otra en reparación, mantenimiento o descanso, y la otra en apresto, lista a partir en cualquier momento para reemplazar o apoyar a la que está ya en acción en el teatro de operaciones.
Según el periódico Nueva Mayoría, que dirige Rosendo Fraga y que, más allá de sus orientaciones ideológicas, suele estar muy bien informado, no existe en nuestro gobierno una voluntad efectiva de potenciar las relaciones militares con el país vecino, cosa que a su vez derivaría de su rechazo a la expresión de cierta incomodidad brasileña por la continuada judicialización en nuestro país de los casos de violaciones a los derechos humanos durante la pasada dictadura; cosa que, según los brasileños, estaría trabando la posibilidad de llevar adelante una política de defensa con visión de futuro.
Puede ser así o no, pero el caso es que la ausencia de ese diseño estratégico al que hemos aludido antes perjudica tanto a la vertiente interna como externa del futuro del país. En el plano de las relaciones exteriores, en particular, no se puede prescindir del establecimiento de parámetros serios respecto de los vecinos y del proyecto regional que nos involucra. La polémica con Uruguay a propósito de la planta de Botnia en Fray Bentos ha sido desatinada y sirvió de disparador para el desorden de los piqueteros agrarios que han conturbado al país y que impusieron un virtual estado de sitio a las ciudades. Comprometer las chances del Mercosur por prestar una desmedida atención al pataleo de los piqueteros paquetes de Gualeguaychú fue uno de los dislates de la gestión Kirchner, más allá del mayor o menor grado de razón que haya asistido a su gobierno a propósito del cumplimiento o incumplimiento del tratado sobre el río Uruguay.
Y si esto es reprochable respecto de uno de los socios “menores” del Mercosur, ¿qué podrá decirse del relativo desinterés argentino en establecer una colaboración estratégica con el pilar del bloque regional?
A la Argentina le faltan políticas de Estado. Le falta incluso la claridad de miras que es necesaria para ir abriendo el camino que la lleve a ellas. Brasil las tiene. En el plano geopolítico apunta a tres directrices principales: el desarrollo del interior atrasado, la puesta en función de esa tarea con miras a asegurar la Amazonia, complejo natural y reservorio hídrico y forestal sin parangón en el mundo, y proyección hacia el océano, hacia el África y hacia la Antártida. Para esto último necesita la colaboración de Argentina y Chile y la capacidad de pesar militarmente en el área. No para aplastar a sus vecinos, esperamos, sino para conjugarlos en un bloque regional que sea capaz de erigirse en un factor disuasivo de las presiones que vienen del Norte.
¿Es desmesurado este propósito? No hay tal. Es lo que aconseja la lógica. No hay naciones sin proyecto ni proyectos sin naciones que sean capaces de sustentarlos.