El mundo sigue moviéndose en torno de las coordenadas marcadas por el intento globalizador que tiene a Estados Unidos como punta de lanza. Sin embargo, más allá de los titulares que apuntan a la intensificación de la guerra en Afganistán y su irradiación a los países vecinos, y más allá también de la exacerbación de la violencia en otros puntos del planeta, hay indicios bastante fuertes en el sentido de que la corriente hegemónica está comenzando a encontrar obstáculos más que considerables, basados no sólo en la protesta fundamentalista sino también en políticas racionales que apuntan a estructurar contramedidas de un carácter más deliberado. No es posible saber en qué grado podrán fructificar esas tendencias en el futuro, habida cuenta de la oposición que habrán de encontrar de parte de la potencia o las potencias dominantes, pero son indicativas de la persistencia de la razón en un ámbito global invadido, en los últimos años, por la locura del “bushismo”, los kamikazes y “la guerra infinita”.
En América latina dos son los referentes que saltan a la vista. El Alba (Alternativa Bolivariana para los pueblos de América) es uno de ellos. El otro es el surgimiento ya incontrastable de Brasil como potencia global. Ambos hechos, a pesar de las diferencias de naturaleza específica que separan los países del Alba de los países que conforman el Mercosur, son significativos de una propensión a unificar esfuerzos con miras a obtener las posibilidades de un desarrollo autónomo, capaz de desprenderse de la relación dependiente en que los países de América latina se han encontrado respecto del Primer Mundo.
La Cumbre de Cochabamba puso en evidencia que el presidente Hugo Chávez ha logrado formar un núcleo limitado pero cohesionado de países dispuestos a marchar en pos de reivindicaciones comunes. Bolivia, Venezuela, Ecuador, Nicaragua, Cuba y otros dos del Caribe, la Mancomunidad Dominicana y Antigua y Barbuda (dos añadidos de lengua inglesa y con poco peso específico) conforman esa agrupación. Lo más original
de la reunión fue la decisión de abandonar el dólar como moneda de intercambio comercial entre los países socios y, en su lugar, adoptar una moneda regional, el Sucre, que entrará en vigencia el año próximo.
La cosa no debería tener gran importancia a escala global, si no fuera porque es sintomática de una tendencia cada vez más marcada (aunque mantenida en reserva por ahora) en el sentido de que otras economías y otros países, provistos de un peso mucho mayor y de una significación geoestratégica muy grande, estarían en camino de adoptar resoluciones parecidas. De acuerdo a filtraciones reproducidas por Robert Fisk, el más confiable de los periodistas británicos expertos en el Medio Oriente, en meses recientes ha habido una serie de reuniones entre representantes de los mayores países productores de petróleo, incluidos Arabia Saudita y Rusia, con exponentes de los principales países consumidores, entre los que se cuentan China y Japón. El objetivo sería generar una canasta de divisas respaldadas por el oro e integrada por una mezcla de monedas incluyendo al yen, al euro y al yuan. Brasil se integraría al grupo tanto en calidad de país productor como consumidor.
Si esto se verifica estaríamos contemplando una ruptura de la primacía del dólar papel como moneda de reserva mundial, lo que acabaría con la habilidad de Wall Street y de la Bolsa de Londres para dominar y controlar los mercados financieros mundiales, ya tambaleante en este momento como consecuencia de la recesión desencadenada por la crisis de los valores hipotecarios en Estados Unidos. Desde luego, un paso de esta naturaleza –en algún momento indispensable si los grandes países que han estado financiando el déficit estadounidense no quieren hundirse con él- suscitaría una febrilidad tremenda en el núcleo del poder mundial, que con mucha probabilidad reaccionaría contra esa deriva con el principal y casi único elemento de superioridad que todavía mantiene: su formidable panoplia militar. Como dicen los chinos, los tiempos se pondrían malditamente interesantes.
Otro factor emergente que indica que los tiempos están cambiando es el ascenso en apariencia imparable de Brasil. Lula ha manifestado que la intención del Estado brasileño es promover el ascenso del país desde el rango de séptima potencia económica mundial al nivel de la quinta economía del globo en un lapso no superior a los diez años. El interés que el mundo dispensa a Brasil –ostensible, entre otras cosas, por la designación de Río como sede del Mundial de fútbol en 2014 y de las Olimpíadas en 2016- indica que el coloso brasileño se ha situado como actor global y como líder regional. Claro que no todo son rosas: la violencia urbana (que tanto asusta a los argentinos) en las metrópolis brasileñas alcanza niveles inéditos, de los que da cuenta, por ejemplo, del derribo de un helicóptero policial durante los combates que continuamente se producen en las favelas entre los efectivos del orden y las bandas de narcotraficantes.
Todo esto pone de manifiesto lo desparejo del crecimiento brasileño y la existencia de grandes bolsones de pobreza tanto en las ciudades como en el interior del país, pero el dato fundamental es que, por primera vez, la clase media supera en número a los integrantes de la clase baja, y que en Septiembre se crearon 250.000 nuevos puestos de trabajo formales, consolidando una tendencia que lleva ya ocho meses consecutivos. Este crecimiento interno tiene un correlato exterior. Dentro de un cuadro de gran prudencia diplomática, Brasil está empezando a desarrollar iniciativas exteriores que tienen el aire de ser propias de una gran potencia. Como el alojamiento dado en su sede diplomática en Tegucigalpa al presidente hondureño Gabriel Zelaya, depuesto por un golpe militar inspirado por la CIA, y las advertencias y el refuerzo de las Fuerzas Armadas con miras a contrabalancear la presencia estadounidense en Colombia y la amenaza que esta puede significar para la Amazonia.
¿Y por casa cómo andamos? Gran parte del espectro opositor sigue trabajando como una gran máquina de impedir (no hay ley que le venga bien, desde la ley de medios al fruncimiento de nariz que le provoca el aumento de las asignaciones familiares) y, en el plano de las determinaciones de carácter drástico que debería tomar el gobierno para terminar con la hegemonía neoliberal, las cosas no terminan de cuajar.
Ahora se ha comenzado a hablar, desde sectores vinculados a la pampa sojera, de un eje Rosario-Córdoba que representaría el nuevo centro de gravedad de la economía argentina, generador de una riqueza que se opondría al polo de pobreza concentrado entre la Matanza y el Riachuelo, en Buenos Aires. Esto no es sino la reafirmación descarada del proyecto que tomó forma durante la rebelión campestre en torno de la ley de retenciones. Tal eje no sería otra cosa que la renuncia a cualquier proyecto industrialista para el país y su reemplazo por un modelo agroexportador que nos devuelva a principios del siglo XX… en las condiciones infinitamente más complicadas de principios del siglo XXI. Es una afirmación tan mezquina y egoísta como suicida. Como señala Federico Bernal en un notable artículo, en el que destaca esa nueva articulación “teórica”, el país debe crecer en todas direcciones, “siguiendo un eje bidireccional y de tipo triangular entre Buenos Aires, La Quiaca y Ushuaia, sus tres vértices”. Esta es una cabal representación de una geopolítica autocentrada y semejante a la que aplica Brasil. En vez de esto, nuestros campestres de la Pampa gringa y el conjunto de intereses que los patrocina –léase Sociedad Rural y monopolios agroquímicos fusionados con empresas transnacionales dedicadas a la explotación intensiva del campo- quieren un país jibarizado y expuesto a una desertificación creciente.
Las comparaciones huelgan. En un mundo en vertiginoso cambio, Argentina todavía no acompasa su paso y sigue de rehén de un sueño tan mezquino como perimido.