En este tiempo marcado por la crisis de las ideologías y por la puesta en escena de la voluntad más desenfrenada por implantar una hegemonía global de parte de un capitalismo que ha agotado su positividad histórica y que sólo parece dirigirse a la destrucción de todo y todos en aras de una codicia que no se preocupa de otra cosa que de concentrar las ganancias –obedeciendo así a la más arraigada ley de su naturaleza-; en esta actualidad caleidoscópica y feroz, decimos, dos grandes principios se enfrentan y se enganchan a la vez en un nudo explosivo. Uno es la persistencia de las grandes corrientes de masa que necesitan combinarse en torno de alguna bandera que las refleje –que constituya, en una palabra, la expresión de su deseo de ser, de reencontrarse con una ideología vinculante-, y el otro son las grandes derivas geopolíticas que ponen en evidencia la fuerza ciega de la voluntad de poder y de la voluntad de imposición por encima de cualquier otra determinación que implique la existencia de una voluntad extraña al modelo dominante.
La gran corriente que apuntaba a implantar la justicia y la igualdad social y que se expresara en los fenómenos vinculados a la construcción colectiva de un mundo mejor arrancaba, grosso modo, de la Revolución Francesa y terminó provisoriamente derrotada por la hostilidad, ferocidad y mayor ductilidad del capitalismo y de su brazo ejecutor, la sociedad burguesa, que a fines del siglo XVIII conquistó la plenitud de sus poderes a la vez que construía al fenómeno que la negaba al engendrar los postulados de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Reconozcamos que la derrota de esta última corriente se debió, en no poca medida, a sus propios errores y a sus limitaciones doctrinarias. Pero nadie nace sabiendo.
Después de hacerse evidente esa derrota buena parte de la opinión contestataria que comulgaba en el progresismo y se oponía al estatus quo, tomó la caída del Muro de Berlín como una sentencia definitiva contra un propósito insurreccional que implosionaba debido a su propia fragilidad interna y porque era portador de valores cuya obsolescencia era (presuntamente) puesta en evidencia por su incapacidad para imponerse. A lo largo de la década de los años ’90 se contempló así el avance, en muchos sectores de la progresía intelectual que hasta ahí reivindicaba la revolución, de un difundido escepticismo, asociado a un hedonismo asimilable a la cultura light. Es la época de “la insoportable levedad del ser”. Este hedonismo, en el fondo, estaba presente en ellos ya desde mucho tiempo atrás y reflejaba un estado de ánimo –notable sobre todo en los estratos intelectuales de los países del primer mundo- que prefería insertarse en el ámbito privilegiado de la Academia antes que liarse a patadas con los hechos crudos de la historia. Había y hay en esta última demasiada densidad, demasiadas contradicciones entre ética, política, pasado, presente y futuro posible; demasiado desafío devenido del ejemplo de quienes se esforzaron por construir un mundo diferente. Semejante volumen de problemas es mucho peso como para resolverlo en una ecuación que les consienta, a los intelectuales, conservar a nuestros intelectuales su cubículo acolchado en las cátedras o en las capillas culturales y ser al mismo tiempo efectivos campeones de las causas justas. Qué mejor entonces que considerar la partida como perdida, sentenciar la muerte de la utopía y consentir el disfrute sin culpa de los privilegios que son anejos a una posición más o menos confortable.
La utopía y la revolución se han convertido hoy en malas palabras, como también, hasta no hace mucho, había sucedido con el vocablo imperialismo. Solo que, respecto a este, después del 11 de Septiembre de 2001, del decreto de Bush junior sobre “la guerra infinita” y de las invasiones a Irak y Afganistán, negar su presencia se ha hecho imposible, aunque los medios de comunicación y la Vulgata democrática sigan intentando ignorarlo.
Ese imperialismo despliega hoy sus tentáculos en el mundo entero. Ahora bien, como la lucha ideológica ha pasado a un segundo plano, los contornos de la situación global tienden a expresarse con la crudeza que se vincula a la geopolítica. Es decir, al choque desnudo de las voluntades de poder, exacerbadas por la carencia de referentes ideológicos confiables e implantadas en torno de los imperativos categóricos que se deducen de la posición geográfica de los países que contienden por la posesión de los recursos naturales. Y el dinamismo de las potencias que procuran imponerse unas sobre otras está fogoneado por el carácter agónico del sistema capitalista, cuya fiebre aumenta con el profundizarse de la crisis.
Una época peligrosa
Así como hay un auge y un declive de las grandes potencias (Paul Kennedy dixit) también hay un auge y una decadencia del sistema económico que ha tenido en movimiento al mundo desde los albores de la sociedad moderna. Hoy la superestructura política acusa los dolores e incertidumbres propios de las épocas de transición: como señaló Gramsci, un mundo muere y el que debería reemplazarlo no ha nacido todavía.
Esta es una época peligrosa, tanto por el poderío destructivo que ha alcanzado el hombre en su violación de las leyes de la naturaleza como por la magnitud gigantesca de los rivales que se enfrentan por el predominio. El capitalismo había ido engendrando colisiones que tenían en su seno, a pesar de todo, una positividad innegable: era mucho lo que se destruía, pero aun más lo que se avanzaba. En el descubrimiento del Otro derivada de la aceleración de la capacidad de traslado y de continuas revelaciones geográficas y culturales, en la sagacidad para descubrir los repliegues de la psiquis y en la ciencia, que potenciaba todos esos desplazamientos y generaba sin tregua nuevos horizontes, había una gran esperanza. La velocidad de esta dinámica y la magnitud de los protagonistas que la encarnaban no llegaban a descompensar las posibilidades de supervivencia del globo.
La situación empieza a cambiar en el siglo XX, cuando las grandes potencias industriales se enfrentan unas con otras en guerras de material cada vez más abarcadoras e implacables. Si hasta las guerras napoleónicas la cuestión se dirimía entre Estados provistos de una capacidad de destrucción limitada y circunscritos a espacios geográficos que, si bien se dispersaban por el mundo entero, operaban en escenarios que mordían apenas fracciones de los cinco continentes, en el siglo XX la motorización, la socialización de las masas y el poder de fuego involucraron al planeta en un desorden de enormes proporciones, del que nadie escapó sin ser tocado de una forma u otra. Europa y Asia fueron afectadas por el terremoto, y el resto del mundo sintió de una u otra manera el rebote o las ondas expansivas de ese seísmo.
Las guerras religiosas, las atrocidades cometidas durante la conquista de América o la colonización de África, los conflictos por el predominio europeo que distinguieron a las guerras de la monarquía habsbúrgica contra el poderío ascendente de Inglaterra y Francia, fueron nada en comparación a las tácticas de desgaste puestas en vigencia en 1914-1918, a la destrucción sembrada por los ejércitos de Hitler, a Auschwitz, al terrorismo sistemático de los bombardeos “en alfombra” practicados contra Alemania y Japón, y a las inclementes políticas de bloqueo aplicadas en forma continua durante y después del ciclo de las guerras mundiales, en ocasiones contra países pequeños e inhábiles para defenderse del estrangulamiento.
Hoy la situación se ha agravado. No porque se estén verificando acontecimientos tan catastróficos como los reseñados, sino porque el eje de los conflictos –en curso o potenciales- se ha desplazado de Europa a la gigantesca masa continental euroasiática, donde los Estados que eventualmente habrán de protagonizarlos tienen unas dimensiones fenomenales y se proyectan como rivales efectivos de Occidente en la lucha por el predominio.
El tablero geopolítico del siglo XXI está siendo objeto de estudios ahincados de parte de especialistas en la materia. Entre los más conocidos para nosotros se encuentran personalidades como Walter Luttwak y Zbigniew Brzezinski, quienes (junto a una miríada de planificadores del Pentágono y del Departamento de Estado) se han aplicado a diseñar una política de gran alcance dirigida a anular a Rusia rebanándole regiones que le estaban vinculadas por lazos ancestrales, como en el caso de Ucrania, y que al mismo tiempo favorecen el desmembramiento de cuantos Estados estén tironeados por nacionalismos de campanario. Divide et impera. Este movimiento es simultáneo al asalto a las regiones que son productoras de materias primas estratégicas o grandes reservorios de gas y petróleo, a la pretensión de controlar las vías que pueden atravesar los ductos por los que estos se transportan y a la elaboración de estrategias que contengan a China y a Rusia de interferir en estos desarrollos. Que, por supuesto, tienden a subordinar estas potencias al diktat de Estados Unidos y de la Unión Europea, en un replanteo de las reglas del Gran Juego que tiene en su centro la polémica entre la Isla Mundial (Eurasia) también denominada Pivote del Mundo o Centro del Mundo (el Heartland) y la periferia exterior a ese “corazón del mundo” compuesta por una serie de gradaciones que van desde los Estados “peninsulares” –la Unión Europea, la India, el Japón, que están alojados en los márgenes de la masa continental euroasiática- a los Estados marítimos (Estados Unidos y Gran Bretaña), que se sitúan como el fiel de la balanza y que, en el caso de Estados Unidos, se beneficia de una condición a la vez insular y continental. Las tesis de Sir Halford Mackinder, que concibiera este cuadro en la primera mitad del siglo pasado, conservan toda su actualidad.
Por supuesto que las coordenadas de este planteo no suponen la imposición de conductas invariables. Las coyunturas políticas pueden afectarlas y hacerlas jugar de una manera imprevista. La geografía física como factor determinante de la historia no puede actuar por sí sola: sus grandes bloques o unidades son en parte el resultado de la actividad de los hombres y de su interacción en términos socio-económicos y políticos. En este momento se está delineando en el mapa una dialéctica de las relaciones de poder que oculta una enorme capacidad de desestabilización en su seno. Washington (que cree ser el Deus ex machina de todo lo que ocurre en el mundo) fomenta tales contradicciones, pero las secuelas de estas pueden ser tan inesperadas como formidables.
La India y el cerco a China
Las publicaciones, electrónicas o no, que ensayan puntos de vista alternativos en materia de política internacional ( Global Research, Foreign Policy Journal, Asia Times, Reseau Voltaire, etcétera) se inquietan respecto de la situación que se está gestando en el subcontinente indio y en el núcleo euroasiático y ponen de relieve la importancia de su evolución. Esta zona, en efecto, agrupa al grueso de la población mundial, dispone de recursos enormes y está militarizada o se está militarizando al máximo. Alberga a cuatro potencias nucleares –Rusia, China, Pakistán y la India-, es vecina al polvorín del Medio Oriente y en ella se puede decidir la suerte del Gran Juego en el lapso de esta centuria. Esto es, que allí se puede afirmar o quebrar la política hegemónica del Occidente capitaneado por Estados Unidos, que tiende a resolver su crisis apoderándose de los enclaves y los recursos que le permitirán cercar y eventualmente atacar a China, la potencia que, según todos los pronósticos y cálculos más realistas, se perfila como la superpotencia más fuerte en el futuro. La teoría de la guerra preventiva o bien de la disuasión a través de la amenaza militar tiene una larga historia; no nace después del atentado contra las Torres Gemelas: es un principio que, en el pasado, más que prevenir terminó precipitando los conflictos.
El Grupo de Shangai acopla a Rusia y China con varios estados del Asia central y tiene como observadores a Pakistán y la India. La dislocación de este agrupamiento de estados es un objetivo prioritario para Estados Unidos y el bloque occidental. Esa pretensión estaría encontrando hoy una recepción muy marcada de parte de la India que, en los términos del teorema de Mackinder, se define como parte del creciente exterior o marginal respecto del área pivote euroasiática y que nutre profundas rivalidades con China y con el vecino Pakistán. Proseguir por esta vía, sin embargo, implicaría un punto de inflexión en la política exterior india, hasta aquí capaz de mantenerse en una línea de neutralidad pragmática entre el emergente polo euroasiático y el más consolidado polo periférico.
Esto está cambiando. Lejos de la imagen de reconcentración espiritual y de pacifismo que resultan de las leyendas tejidas sobre ese inmenso país y la personalidad de Gandhi, la India es una nación que, a pesar de las contradicciones que la recorren, tiene una definida vocación de potencia. Se ha industrializado vertiginosamente, se ha convertido en un factor mundial y se ha armado en gran escala. El pacifismo gandhiano era un expediente para lograr la independencia desde una posición de debilidad absoluta frente a las armas del Imperio británico. Hoy ya no es así, y la India sabe que se encuentra situada entre los contendientes descomunales del Gran Juego, que no le harán fácil transitar por el andarivel de la neutralidad. Debe escoger o, al menos, debe dotarse de un arsenal y de un equipamiento científico que le permitan, llegado el caso, pesar en forma decisiva sea en la neutralización, sea en la resolución del conflicto entre Eurasia y el “creciente marginal”.
Pero India ahora parece estar decantándose más bien por este último. Esto es grave. Supone acabar con la política de no alineación del Pandit Nehru y volver, de una manera más sutil, a las políticas dependientes de la época del Raj británico. Un anillo ha comenzado a crearse en torno de China. En este encuadre India se ha unido tácitamente a Estados Unidos, Japón y Australia en la conformación de una coalición cuadrilateral que apunta contra China. El crecimiento de la marina india, que para el 2014 planea introducir una flota de portaaviones en aptitud para controlar el Océano Índico en conjunción con la flota norteamericana, es una indicación de mucho peso en el sentido de hacia dónde se dirige la planificación de Nueva Delhi. La conquista de un lugar bajo el sol se estaría convirtiendo en un objetivo prioritario para la política exterior india.
Esto no tendría porqué verificarse en una identificación con los países de la periferia exterior. Esto es, con el imperialismo globalizador de la sociedad de mercado. Pero hay motivos muy concretos que empujan en esta dirección. La rivalidad con Pakistán y el riesgo de una fractura en esta nación, su vecindad con Afganistán y la implantación de la Otan en la zona, desde donde esta puede presionar las fronteras de China y de Irán, son todos factores que permiten advertir que se cierne la tormenta. India deberá jugar sus cartas. El posicionamiento de los diversos actores estará sujeto a muchas peripecias y a los azares de la coyuntura, pero las tendencias generales están bastante claras.
Para China también. La nueva base para submarinos nucleares que está construyendo al sur de la isla de Hainán, confirmada hace poco por fotografías satelitales de alta resolución, y su decisión de construir varios grupos de batalla de portaaviones ( Task Force) que se asentarían en el mismo lugar, han alborotado a los altos mandos de la Armada de Estados Unidos. El comandante en jefe de las fuerzas norteamericanas en Asia, el almirante Timothy King, definió como terminales las opciones militares que China está tomando en los mares que la rodean. Y precisó, en una entrevista concedida a la Voz de América por estos días, que su país “tiene la firme intención de no abandonar su rol predominante en el Pacífico”, advirtiendo a Pekín que encararía una derrota segura si se animaba a desafiar militarmente a Estados Unidos.
Parece ser evidente que en los conflictos que se están incubando la posición india no podrá ser pasiva. Pero una cosa es tener presencia y otra es volcarse a favor de Occidente. Jugar a dos bandas es el expediente que tiene por ahora, mientras ve como se organizan las cosas, pero su posición es demasiado clave para que pueda eludir el compromiso, si la situación se precipita. En especial si se toma en cuenta la larga rivalidad fronteriza con China y la espina clavada en el costado que le significa la presencia de Pakistán, único país musulmán provisto de armamento nuclear en el mundo. Lo mejor sería que India evitara convertirse en la punta de lanza norteamericana contra China y pudiese actuar como fiel de la balanza en el caso de que un conflicto se generalizase. Pero no hay indicios de que esto vaya a ocurrir.
¿Qué papel jugarán las masas en este proceso? La pregunta nos devuelve al planteo del principio. Las masas –no sólo las indias sino las del mundo entero- desposeídas de ideología, ¿podrán recuperarla para escapar del torno que las oprime entre el imperativo geopolítico y el apetito de poder de las élites? La concentración dineraria del capitalismo senil está anulando incluso el sentido y la razón de ser de la burguesía. Las élites financieras y comunicacionales son cada vez más anónimas y cada vez más abstractas. Y por consiguiente más elusivas y difíciles de fijar como objetivo. Tal vez haga falta el sacudimiento de la catástrofe para que otra vez empiecen los pueblos a tantear en busca de un camino.