La ley de medios ha sido aprobada. Esto representa un punto de inflexión en el marco cultural de Argentina, cuyas consecuencias no podrán advertirse de inmediato, pero que en un lapso mediato implicará modificaciones en el espectro comunicacional que no podrán ser sino positivas respecto de la situación de la cual venimos y en la que todavía estamos. Se especula acerca de si la ley podría ser derogada por el nuevo Congreso que asume en Diciembre, pero tenemos la sensación de que semejante ocurrencia representa una expresión de deseos más que otra cosa. A pesar de la nueva composición de la Cámara de Diputados, es virtualmente imposible que los interesados en derribar la ley puedan reunir los dos tercios de los votos que son necesarios para conseguir tal cometido. Si bien se podrá discutir en torno de puntos que podrían modificarse por mayoría simple, no parece que nada de eso vaya a modificar los alcances generales de la ley. Esto es así porque en buena medida gracias al debate público y a la participación en este de las fuerzas de centroizquierda permitió cambiar antes de la sanción algunos puntos discutibles del instrumento y consensuar un apoyo sólido a la nueva norma.
Ahora bien, los medios de comunicación que responden a las dos o tres direcciones monopólicas que se los reparten hoy, gracias a las viejas normas sancionadas bajo la dictadura o el menemato, montaron su ataque a la ley de medios con un despliegue de mala fe que hizo hincapié en el sensacionalismo más barato, buscando afectar sobre todo a las clases medias que sienten erizarse su piel ante palabras como peronismo o chavismo. La inseguridad psicológica de estos sectores es igual a su pereza intelectual y a su ignorancia histórica, combinación que los hace derivar hacia opiniones categóricas que a veces esconden formas larvadas de racismo. Son manipulables y víctimas propiciatorias de esa concentración de medios cuyo alcance son incapaces de comprender, porque viven tan inmersos en el barullo comunicativo con que esa concentración los arrolla, que son incapaces de forjarse una idea sintetizadora del problema que los acucia. Los árboles les tapan el bosque. Creen que la ley amenaza a la libertad informativa, cuando es justamente todo lo contrario, pues a partir de aquí los medios se diversifican realmente y el acceso a la información –y al trabajo periodístico- se enriquece y se multiplica al aumentar las fuentes de trabajo y la diversidad de puntos de vista.
Pero esta es la forma que asume el lavado de cerebro hoy en día. En vez del Gran Hermano imaginado por de George Orwell, que voceaba sus aforismos monotemáticos a través de un solo altoparlante, ahora tenemos al Gran Hermano de Tinelli (o de Mauro Viale o de Chiche Gelblung, para hacer otros nombres), que estupidizan a través de la un batiburrillo que mezcla la banalidad, la pavotería y la desjerarquización personal y temática.
La ley de medios, por lo tanto, no debería ser vista desde el sensacionalismo de los grandes monopolios de la comunicación, que se han esforzado y se esfuerzan por referir el debate sobre ella a un ficticio “atentado a la libertad de prensa” (léase libertad de empresa). Debe ser considerada, en cambio, desde el marco global de una reflexión sobre la amenaza que se ha cernido sobre la libertad de expresión durante décadas y que recién ahora empieza a ser atacada. Por otra parte, un sistema de concentración privada de los medios de comunicación como el que ha existido hasta el momento es el reflejo de la concentración del universo capitalista en crisis, que se manifiesta a través de la creciente desigualdad económica que nos golpea. En este mundo crispado, la enorme injusticia del sistema es disimulada tras un manto de banalidades, trivialidades y machaconeo a propósito de algunos datos sociales que, a pesar de la retórica y del sensacionalismo desplegados en torno de ellos, permanecen siempre iguales a sí mismos. Las causas profundas de esos hechos no son abordadas, de acuerdo a la regla de oro de la comunicación en la era iconográfica: lo que no se ve, no existe.
Asimismo se instalan, entre el público, los criterios de lo “políticamente correcto”. Esto es, una concepción formal de la democracia, apoyada en la tergiversación de los datos de la historia y de la actualidad a través de medias verdades o de mentiras absolutas. Lo cual redunda en la propalación de un horror al cambio, al que se define como imbuido de propósitos diabólicamente “divisionistas”. La imagen de este presente caótico y sin embargo extrañamente establecido en la impotencia en todo lo referido a los problemas fundamentales que nos aquejan, contribuye en efecto, como pocas cosas, a fijar a la opinión en una visión del presente que tiene al “fin de la historia” como el espejismo en el cual iría a extraviarse nuestra mirada.
El mundo se ha estremecido varias veces desde la época en que el informe Fukuyama hacía desaparecer lo problemático del acontecer social, reduciéndolo a una cuestión de gestión policial de los desarrollos globales alli donde era necesario poner un poco de orden. Sin embargo, para la gran narración mediática, el informe Fukuyama sigue teniendo vigencia. El presente es brutal, pero inamovible. Para esta gente la revolución -es decir, el cambio- sólo puede ser catastrófico. Cosa que con frecuencia es, como resulta inevitable que lo sea dada la opresión del sistema. En efecto, cuando un régimen ha agotado sus posibilidades de crecimiento natural, comprime a su vez las posibilidades de liberación que a él subyacen. Esto hace inevitable que las energías –amordazadas, represadas- de las clases y pueblos sometidos al sistema generen una presión explosiva, necesaria para reventar la corteza que bloquea el crecimiento orgánico de toda la sociedad.
Los monopolios de la información no pueden ocultar toda la verdad, pero son decisivos a la hora de construir el sentido común que se supone debería regir los pasos que la gente debe dar a la hora de echar el resto y modificar el estatus quo. Es decir, a la hora del voto o a la hora de gestar un compromiso práctico con el mundo que nos rodea.
Por lo tanto, es necesario que el Estado –el Estado, no el gobierno, cualquiera este sea- sea capaz de disponer de medios de comunicación propios y al mismo tiempo reservarse la aptitud de vigilar a fin de que las grandes corporaciones no estrangulen la libertad de expresión de las organizaciones ciudadanas. Sólo el Estado, a través de una Autoridad de Ejecución concebida pluralmente, donde estén representados el Ejecutivo, el Legislativo, los intereses privados, las Universidades y las emisoras sin fines de lucro, puede jugar el rol de garante en el sentido de que la balanza no se desequilibre hacia donde quieren los medios provistos de un enorme poder dinerario, poder que los faculta para acaparar la invención tecnológica, comprar talentos y devorar espacios, bloqueando la expresión de la libre pluralidad democrática.
Dijimos al principio que la ley de medios representa un punto de inflexión. En efecto, a partir de ahora el problema comunicacional está instalado en la opinión pública, que lo seguirá debatiendo, cosa que le permitirá comprender que en el núcleo de esa polémica está instalado el motor de todo proceso de liberación nacional y social: la posibilidad de construir cultura.